Fuego y azufre para enterrar Alemania

Se publica por primera vez ‘El hundimiento. Hamburgo, 1943’, de Hans Erich Nossack, uno de los escasos testimonios sobre los desvastadores bombardeos aliados

CARLOS PRIETO – Público – 01/05/2010

Vista de Hamburgo tras la entrada de los aliados en 1945. - AFP

Vista de Hamburgo tras la entrada de los aliados en 1945. – AFP

Hacía mucho que Hamburgo no vivía un verano tan caluroso, aunque nada comparado con el infierno en el que se iba a convertir aquello en unos días. Hans Erih Nossack (Hamburgo, 1901-1977) decidió que había llegado el momento de tomarse unas vacaciones. Llevaba cinco años sin alejarse de Hamburgo debido a su “enfermizo rechazo a salir” de la ciudad y de su habitación. El 21 de julio de 1943 partió hacia Horst, a 15 kilómetros al sur de la ciudad. Su mujer, Misi, “asombrada de que hubiera acudido”, le esperaba en una cabaña “oculta entre abedules, matas de pino y una huerta. El paisaje descendía bruscamente hacia el Elba y Hamburgo. Si el día era claro, podían apreciarse las torres de la ciudad”.

Las torres desaparecerían de la vista cuatro días después: Hamburgo había comenzado a borrarse (literalmente) del mapa. Nossack escribió tres meses después El hundimiento (editorial La uña rota), uno de los escasísimos textos alemanes sobre la campaña de bombardeos aliados, publicado ahora por primera vez en español. “Tengo la sensación de que jamás podría volver a abrir la boca si no me ocupara antes de esto”, escribió Nossack. “Esto” era la operación Gomorra: diez toneladas de bombas explosivas e incendiarias arrojadas por la Royal Air Force británica, apoyada por la Octava Flota Aérea de EEUU.

Nossack dormía cuando sonó por primera vez la alarma antiaérea (“en el brezal se oyen las sirenas, que aúllan como gatos en pueblos lejanos, pero sólo cuando el viento es favorable”), aunque sí oyó después un sonido que nunca olvidaría: “Corrí descalzo fuera de la casa, adentrándome en ese ruido que se cernía como una carga abrumadora entre la claridad de las estrellas y la oscuridad de la tierra, ni aquí ni allí, sino en todo el espacio: era imposible librarse de él. Uno no se atrevía a coger aire por miedo a respirarlo”, escribió. Era el rugido de los 1.800 aviones de guerra que iban camino de arrasar Hamburgo.

La cólera del mundo

Pese a que la ciudad había sufrido ya 200 bombardeos, nadie estaba preparado para lo que se les venía encima. “Aquello era completamente nuevo. Era el final. En la última de las noches, la cólera del mundo se intensificó como ningún ser humano pueda imaginar. Una gran nube de tormenta había empezado a descargar justo en el momento de la alarma. El ataque iba dirigido al último barrio que quedaba en pie. Pero los bombarderos no lograron identificar el blanco debajo de la tormenta y lanzaron las bombas a ciegas, dondequiera que cayesen. No podía distinguirse si eran rayos y truenos o si eran bombas o fuego de artillería”.

Los refugiados comenzaron a llegar a Horst en riadas. No eran capaces de explicar lo que había pasado. “Traían consigo un silencio inquietante. El mero hecho de querer ofrecerles ayuda parecía un acto demasiado ruidoso”. Un silencio que resultó profético. La magnitud de la campaña de bombardeos aliados durante la II Guerra Mundial (130 ciudades arrasadas, 600.000 muertos), contrasta con la falta total de testimonios, como constató W. G. Sebald en el ensayo de referencia Sobre la historia natural de la destrucción (Anagrama, 2003): “A causa de un acuerdo tácito no había que describir el verdadero estado de ruina material y moral en que se encontraba el país. Los aspectos más sombríos del acto final de una destrucción, vividos por la inmensa mayoría de la población, siguieron siendo un secreto familiar vergonzoso”.

Sólo los escritores Heinrich Böll, Hermann Kasack y Peter de Mendelssohn trataron el tema sobre el terreno y “el déficit tampoco fue compensado por la literatura de posguerra”. Sebald destacó sobre todo El hundimiento por su prosa sobria que “logra acercarse con deliberada reserva a los horrores” sin caer en excesos melodramáticos.

Nossack mantuvo la calma incluso cuando entró con su mujer en la ciudad; apretujados en un camión entre docenas de personas. Incluso recurrió al humor, imaginándose que viajaban en un tour por los lugares más destrozados del planeta. “Éramos como un grupo de turistas, sólo nos faltaban el megáfono y la verborrea de un guía. De pronto estábamos todos desconcertados y no sabíamos cómo explicar esa extrañeza. Donde antes la mirada se tropezaba con los muros de las casas, se extendía ahora una llanura muda hasta el infinito”.

Primero se fijó en que lo único que habían quedado en pie eran las chimeneas, “que se elevaban sobre el suelo solitarias como cenotafios, dólmenes o dedos que reprenden”. Y se devanó los sesos para intentar describir un paisaje que parecía “las bambalinas de una ópera fantástica”: “Con la de cosas que aprendimos en la escuela… pero nadie nos había hablado todavía de lo que teníamos delante. ¿Había pues aún, pese a todo, continentes por explorar?”.

Optó por centrarse en los detalles cotidianos para descubrir “hasta qué espantoso punto nos resultaba extraño lo que hasta entonces se daba por sentado. Cuando fui con Misi a nuestro barrio destruido vimos a una mujer limpiando las ventanas de un edificio que se alzaba solitario e intacto en medio de un mar de escombros. Nos dimos con el codo y nos detuvimos como hechizados, creíamos estar viendo a una loca”.

No menos significativos son sus apuntes sobre la actitud de los ciudadanos: la guerra había dejado de interesarles dos años antes de que acabara: “Nuestro destino estaba decidido, los acontecimientos del resto del mundo no podían cambiar nada”. Nadie hacía ya el menor caso ni a los partes militares de los periódicos (“ni siquiera comprendíamos para qué seguían publicándose”), ni a las autoridades: “No podíamos mostrar mayor desprecio ante eso que llamamos poder o Estado que tratándolo como algo totalmente irrelevante”.

No se cumplieron las expectativas de los aliados sobre una revuelta ciudadana contra los nazis, aunque tampoco aumentó el odio contra el invasor. “No oí a una sola persona que insultara al enemigo o le atribuyera la culpa de la destrucción. No di nunca con una sola persona que se consolara con la idea de una venganza. Al contrario, lo que se decía y pensaba era: ¿Por qué tienen que morir también los otros? Me dijeron que a un pelmazo que hablaba de represalias y de exterminar al enemigo con gas tóxico lo molieron a palos”.

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