“No teníamos elección. Mataban a los que trabajaban y a los que no”

Miembro de las brigadas que sacaban cadáveres de las cámaras de Auschwitz y los quemaban

MIGUEL MORA El País – 23/05/2010

Ha cumplido 87 años y los ojos se le siguen llenando de lágrimas cuando cuenta lo que vivió en Auschwitz-Birkenau. Shlomo Venezia, judío sefardita, nacido en Salónica en 1923, pero de nacionalidad italiana, fue durante ocho meses y medio, desde abril de 1943 hasta diciembre de 1944, miembro de los Sonderkommandos, los comandos especiales formados por prisioneros judíos que se encargaban de aplicar la solución final moviendo los engranajes de la máquina del exterminio nazi. “El mecanismo funcionaba como una cadena de montaje”, recuerda. “Unos acompañaban a los prisioneros que llegaban desde los trenes hasta las cámaras de gas; los ayudaban a desvestirse y a entrar en aquel sótano; cuando morían, 10 o 12 minutos después, sacaban los cadáveres, y otros les cortábamos el pelo, les quitábamos los dientes de oro y luego los metíamos en los hornos crematorios”.

La infernal rutina ideada por los jerarcas nazis para convertir en ejecutores a los propios judíos ha perseguido a Venezia durante toda su vida. “Nunca se sale del campo, todo te recuerda a aquello”, explica en un perfecto castellano que en realidad es ladino, el dialecto de los judíos de origen español. “Da igual cualquier cosa que hagas, lo que sea que veas o pienses, todo devuelve tu espíritu al mismo lugar”.

Shlomo Venezia fue uno de los 70 supervivientes de los comandos especiales. “Durante mi estancia mataron a 741 de los nuestros”. Antes de que llegaran los rusos a Auschwitz, Venezia logró escapar y llegar hasta Mauthausen. Desde allí viajó a Italia. Pasó siete años en el hospital, enfermo de los pulmones, y permaneció 47 años en silencio, sin poder asumir su experiencia. Un día de 1992, Venezia se dio cuenta, viendo en Roma una exposición de Anna Frank, de que volvía un clima antisemita. Animado por su alegre y valerosa mujer, Marika, una judía húngara 15 años más joven que él, con la que tuvo tres hijos y que desde hace 21 años se ocupa de la modesta tienda de ropa y bolsos de la familia situada a 50 metros de la Fontana de Trevi, el superviviente empezó a narrar su historia.

Desde entonces no ha dejado de hacerlo; en cientos de escuelas italianas y en los Viajes de la memoria a Auschwitz que organiza el Ayuntamiento de Roma -gracias a una iniciativa de Walter Veltroni- desde hace un par de décadas. “Shlomo ha ido ya 54 veces a Auschwitz”, cuenta su esposa mientras esperamos en la tienda a que llegue su marido. “La primera vez que le invitaron dijo que no, pero al final se decidió a ir con un amigo para darse fuerza mutuamente. Pasó casi 50 años en silencio… No fue fácil. Cuando bañaba a los niños y le preguntaban qué era ese número tatuado en el brazo, les decía: ‘Es el teléfono de una novia que tuve”.

En 2006, Venezia se decidió a poner por escrito su testimonio, tan singular como crucial para desmentir a los negacionistas. Concedió una larga entrevista a la periodista francesa Bèatrice Pasquier, publicada como libro en enero de 2007 por la editorial Albin Michel con un prólogo de Simone Veil, ex ministra francesa y ex presidenta del Parlamento Europeo. Tras ser traducido a 19 lenguas, el alegato de este hombre honesto y limpio, injustamente acusado por otros supervivientes de haber colaborado con los nazis, llega ahora a España con el título de Sonderkommando. En el infierno de las cámaras de gas (RBA Editores).

Conociendo a Venezia, cobra más sentido lo que escribió en el prólogo Simone Veil, superviviviente de Auschwitz: “La fuerza de este testimonio se debe a la irreprochable honestidad de su autor, que sólo cuenta lo que él mismo ha visto, sin omitir nada”.

Pregunta. ¿Cómo mantuvo su familia el ladino, viviendo en Grecia y siendo italianos?

Respuesta. No he reconstruido mi árbol genealógico, pero sé que fuimos expulsados de España por los Reyes Católicos y que acabamos en Italia. Otros fueron a Marruecos. Los judíos de entonces no tenían apellidos. Se llamaban Isaac, hijo de Salomón, por ejemplo. Muchos tomaron el nombre de las ciudades donde se instalaron. Por eso nosotros nos llamamos Venezia. En casa hablamos siempre ladino, aunque desde Italia se fueron a Salónica, no sé cuándo. Yo lo hablé hasta que hace siete años murió mi hermana. Una vez fui a España [adonde volverá el próximo día 26, con motivo de la publicación de su libro [y para un homenaje organizado por Casa Sefarad-Israel] a hablar de mi historia y un hombre me dijo: “Ha usado usted palabras que no se oían aquí desde hace 500 años”. Por ejemplo, ‘condurias’, que quiere decir zapatos.

P. ¿Cómo era su vida en Grecia hasta que fue deportado?

R. Éramos muy pobres. Los judíos vivíamos en chabolas de hojalata en diversos barrios de Salónica. Mi hermano mayor estaba en Italia estudiando con una beca del consulado. Mis tres hermanas y yo estudiábamos en el Colegio Italiano. Mi padre murió de repente cuando yo tenía 11 años. Entonces tuve que dejar de estudiar para ayudar a mi madre. En 1938, mi hermano volvió a casa debido a las leyes raciales de Mussolini. Los alemanes habían ocupado Grecia y yo me dedicaba al estraperlo de tabaco. Se lo cambiaba a los soldados por medicinas para la malaria. La mitad las vendía para comer y la otra mitad para comprar más tabaco. Ahí aprendí un poco de alemán.

P. Le detuvieron en abril de 1944. ¿Qué pasó?

R. Estábamos en Atenas, bajo la ocupación italiana. A primeros de marzo promulgaron una ley que obligaba a los hombres judíos a pasar cada viernes por la comunidad para firmar en un registro. Un viernes nos encerraron allí y ya no pudimos salir más. Luego nos llevaron a la cárcel de Haidiri y en el patio encontramos a la familia. Nos dijeron que nos iban a mandar a Alemania y que nos darían una casa. Que los hombres tendríamos trabajo y las mujeres cuidarían de los niños. Una mañana nos llevaron al tren. No sabíamos nada de Alemania. No teníamos radio ni nada. Era el 1 de abril.

P. ¿Cómo fue el viaje?

R. Duró 11 días, no se acababa nunca. La Cruz Roja de Atenas nos dio unos paquetes con comida antes de salir y gracias a eso logramos llegar vivos. En mi vagón íbamos 65 personas. En total seríamos 1.500. Cuando llegamos a la Rampa de los Judíos, un lugar desde el que no se veía ni Auschwitz ni Birkenau, que era donde estaban los cuatro hornos, hicieron la selección. Eligieron a 320 hombres para trabajar y a 113 niñas para coser ropa. A los demás no los volvimos a ver.

P. Su madre y sus tres hermanas murieron ese mismo día.

R. Según supe días después, mi madre y mis hermanas menores, Marika, de 14 años, y Marta, de 11, fueron asesinadas con el gas Zyklon B a las dos horas de llegar. Al día siguiente le pregunté a un preso polaco y me dijo que no pensara en eso, que descansara y que ya me lo dirían. Le insistí, me cogió del brazo, me sacó fuera a ver la chimenea humeante y me dijo: “Todos los que vinieron contigo se están liberando”. No supe qué pensar. Días después vi que tenía razón. Mi hermana mayor, Rachel, fue seleccionada para trabajar y se salvó. Ella nunca quiso hablar ni oír hablar del campo. Cuando todo acabó, tardé 12 años en encontrarla. Se fue a Grecia y luego a Israel porque estaba allí su novio, un francés al que conoció en Auschwitz. Murió hace siete años.

P. ¿Y su hermano?

R. Cuando los rusos liberaron el campo no nos vimos. Supe que estaba vivo y que había ido a Roma. Tardé siete años en verle. Tampoco quiso contar nunca nada. Casi nadie quiso contar nada nunca. Tampoco mis primos. Sólo yo pude.

P. ¿Empezaron enseguida a trabajar?

R. Al día siguiente. Primero nos cortaron el pelo y nos afeitaron el cuerpo entero, para purificarnos, supongo. Cada vez que llegaba un tren era el mismo rito. Muchos días llegaban cuatro o cinco trenes. Había dos médicos que te examinaban: te miraban por detrás, y si veían que tenías las carnes del culo flojas, te ponían aparte para darte un tiro en la nuca. A los demás nos duchaban y nos pasaban a una mesa larga donde nos tatuaban el número en el brazo. El mío es el 182.727. Después te daban la ropa de un muerto, por aquella época ya no quedaban uniformes. Ahí le pregunté a uno de Salónica por mi hermano y me dijo que se había salvado con dos primos.

P. ¿Luego qué pasó?

R. Nos metieron en el barracón de la cuarentena. Si estabas enfermo, te descartaban. Tenían menester de personas para trabajar. Un día vinieron a buscar a 80 personas y yo dije que sabía hacer de barbero. No era verdad, pero todos dijimos lo mismo. Pasamos tres semanas en el campo de trabajo, barracones 9 y 11, rodeados por una alambrada de espino. Un polaco me explicó lo que pasaba. “Somos el comando especial y hacemos esto y esto”. Mi obsesión era comer. Me dijo que los que trabajaban en el comando comían un poco más que los demás. Y que cada tres meses hacían la selección para que no hubiera testigos.

P. Y empezó a trabajar de barbero.

R. Me dieron unas tijeras muy grandes, como de poda. Cortaba el pelo de las mujeres muertas. Usaban los cabellos para hacer ropa, y también para fabricar moquetas para los submarinos. Un amigo dijo que era dentista y le dieron unas pinzas y un espejito para quitar el oro de la boca de los muertos. Trabajábamos 12 horas al día. Una semana de noche y otra de día. Era uno de los mejores horarios.

P. ¿Los que llegaban sabían que iban a morir?

R. Nadie lo sabía. Te decían que ibas a la ducha y luego a la casa. Te asignaban una percha para la ropa con un número, y te decían que lo recordaras para que no te lo robaran. La capacidad de la cámara de gas era de 1.450 personas, pero muchas veces metían a 1.700. Los comandos les ayudaban a desvestirse y les acompañaban hasta la única puerta. El gas lo metían los alemanes desde fuera por unas trampillas del sótano; venían en un coche con el emblema de la Cruz Roja para engañarles, sacaban una caja de metal, la abrían y metían en los agujeros las piedrecitas impregnadas de ácido cianhídrico. Con el calor de la gente, las piedras soltaban vapor, y por eso los más fuertes trataban de trepar a lo más alto para salvarse. Morían como moscas. Desde fuera, un alemán miraba por la mirilla y encendía la luz para ver si todavía estaban vivos.

P. ¿Y luego llegaba el turno de los barberos?

R. Primero tenían que sacar los cuerpos desde la cámara hasta el atrio, donde estábamos los barberos y los dentistas. Era difícil sacarlos, porque los cuerpos estaban atenazados unos con otros. Cuando nosotros terminábamos el trabajo, se subían los cuerpos en el ascensor hasta los hornos. Cada horno tenía tres bocas, y se metían los cuerpos de dos en dos en cada boca. Esos turnos duraban también 24 horas.

P. Coincidió usted en el campo de exterminio con Primo Levi [escritor judío italiano autor, entre otros libros, de Si esto es un hombre, un relato sobrecogedor sobre su estancia en Auschwitz] . ¿Qué le parece lo que escribió sobre los comandos especiales?

R. Primo Levi hizo cosas que no debió hacer. Escribió mal de los que trabajábamos allí. Dijo que éramos los cuervos negros. ¡Ojalá hubiera sido yo un cuervo negro para poder salir volando de allí! Mejor eso que dejar de ser persona y convertirte en un número. No teníamos elección. Trabajando no pasabas frío, dormíamos junto a los hornos, y comías un poco más. Mientras yo estuve allí, entre septiembre y noviembre de 1944, mataron a 741 sonderkommandos. Y antes de que yo llegara, a algunos cientos más. De más de 1.000, solo nos salvamos 70 u 80. Y con mucha suerte.

P. ¿Y cómo es posible soportar eso casi nueve meses, formar parte del engranaje?

R. La primera semana no entendías cómo no te volvías loco. Tenías un pedazo de pan en la mano y pensabas: “Con esta mano he tocado a los muertos”. Luego, el cerebro cambia, te conviertes en un autómata, no piensas, sólo esperas no toparte con gente que conoces, cuando veías un conocido era terrible. Yo me encontré con mi primo León cuando ya llegaban los rusos, el último día. Me llamó y casi no le reconocía. Hablé con un alemán, le pedí que lo salvara, me dijo: “Aquí no se salva nadie”. “León, no hay nada que hacer”, le dije, y le pregunté si tenía hambre. Subí a buscarle una lata de sardinas y se la comió en un segundo. Me preguntó cómo iba a morir, si duraba mucho, le acompañé a la cámara de gas y luego le saqué…

P. ¿Usted se ha sentido o se siente culpable de haber sobrevivido?

R. No me siento culpable de nada… Tuve suerte. A los que no querían trabajar los mataban, a los que trabajaban, también. Para ellos, matar a 100 o 1.000 era la misma cosa. A veces llegaban tantos que los mataban a todos sin seleccionar a nadie. Otras veces había tantos trenes, que los dejaban allí y se morían dentro antes de salir.

P. ¿Cómo fue el final?

R. Dieron orden de limpiarlo todo para no dejar pruebas. Empezaron a destruir los hornos, cada día usaban a 1.000 niños para quitar las tejas. Cuando dieron la orden de evacuar, fuimos andando tres kilómetros desde Birkenau hasta Auschwitz, allí la gente estaba loca de contenta. Los de los comandos íbamos juntos, nos metieron en un barracón, y a medianoche entró un alemán preguntando quién había trabajado en los comandos, pero nadie dijo nada. A las cinco empezó la marcha de la muerte. Al que se caía, lo mataban. Solo quedaron atrás los enfermos, no los podían enterrar. Anduvimos dos días a pie, durmiendo al raso, hasta Mauthausen… Luego vine a Italia, conocí a Marika, tuve tres hijos estupendos…

P. Y finalmente se animó a contarlo.

R. Nunca encontré a nadie que me contara nada. Ni mi hermana, ni mi hermano, ni mis primos quisieron hablar… En Israel conocí al jefe del comando que nos salvó la vida, pero ya estaba muy mayor…. Sólo quedaba yo…

Los traidores que alimentaron el fuego de Auschwitz

Autobiográfico y doloroso. Jacob Presser se enfrentó a sus recuerdos años después en un campo de concentración

PEIO H. RIAÑO MADRID – Público – 17/05/2010

Dos palabras prohibidas: tren y Auschwitz. Nadie en el campo de concentración holandés de Westerborck menciona el viaje que el convoy emprende cada martes con 970 judíos locales hasta el campo de exterminio polaco. A las doce de la noche anterior, se lee la lista de los condenados en los barracones. Por orden alfabético. Aquello es un aquelarre, se chilla, se regatea, se suplica cada vez con más violencia. Una bolsa de vidas humanas. Camino del exterminio, el tren de la muerte cargó 93 veces durante dos años.

“He visto personas que bailaban, presas de alegría salvaje, dando vueltas como movidas por una fuerza elemental, besándose y tocándose de la manera más obscena; he visto a otros corretear como dementes, cayéndose y levantándose una y otra vez, golpeándose contra los bancos, contra las mesas, las paredes, para ir a caer definitivamente y quedarse en el suelo pateando y agitando los brazos; he visto cómo una mujer mordía en la yugular a su hermana, que no estaba en la lista, y, por lo tanto, no iba al tren, y a un hombre sacarse los ojos, mientras tres pasos más allá otro sollozaba de alegría. Yo he visto esto, yo mismo, muchas noches de perdición. Yo lo he visto”, escribe Jacob Presser (1899-1970) sobre las reacciones al leer la lista.

Cuando los alemanes toman Holanda en 1940, el profesor e historiador Presser y su joven mujer tratan de escapar por mar, pero fracasan y regresan a Ámsterdam. Intentan suicidarse apuñalándose el uno al otro, pero no lo consiguen. La raza aria les amenaza, se salvan en un par de ocasiones tras ser detenidos, hasta que ella comete un error fatal. Sale a la calle sin su estrella de David bordada y es detenida cuando iba en un tren, camino al este de Holanda, donde se ocultaba su madre. Inmediatamente, la mandan a Westerborck. Tras cinco días de arresto, la envían al campo de exterminio de Sobibor, en Polonia, donde es asesinada.

Jacob permaneció oculto desde entonces hasta la liberación, combatiendo con la resistencia y pasando informes sobre el campo de concentración de Westerborck. Había sobrevivido al Holocausto, pero no soportaba el silencio de la memoria amarga. A Presser los recuerdos le consumían hasta que diez años después de la liberación de Westerborck expurgó la culpa con papel y lápiz.

Escribió La noche de los girondinos, un testimonio novelado, una autobiografía con disfraz, sobre el revanchismo y el odio con los que se cargaba cada martes aquel tren camino de Auschwitz. En los próximos días, la editorial Barril y Barral publicará este libro, que permanecía inédito al castellano y que supone un caso único por documentar la colaboración de judíos con los nazis.

No llega a las 100 páginas y cuando apareció en 1957, fue repartido gratuitamente entre el público de la Semana del Libro Holandés, con una tirada de 150.000 ejemplares. Buen ejercicio para una memoria fuerte. Presser relata la historia de Jacob, que escribe en sus últimas horas preso en un calabozo aislado del resto tras rebelarse contra su superior, el ayudante del jefe del campo nazi. Un pequeño héroe tragicómico, que no soporta seguir gestionando el exterminio de sus hermanos.

Libre, pero a qué precio

Él no era uno de los amenazados. Era un profesor de Historia judío a lo largo del libro, la biografía y la memoria de Presser se cruzan una y otra vez con la de su personaje, hasta desvirtuar los límites entre memoria y novela, pero estaba libre de muerte, como el resto que dejaron de ser perseguidos por colaborar con los 12 alemanes que controlaban el vasto campo de concentración holandés.

Al Servicio del Orden, compuesto por un centenar de traidores, los presos le llamaban la SS judía. Mantenían bajo el horror y la amenaza a sus vecinos. Sólo tenían que elegir de entre sus paisanos cuáles morirían. Lograban que en el campo de concentración se viviera de semana en semana, de martes a martes, de tren a tren.

“Nuestras palabras tajantes, nuestros gestos despóticos siempre dispuestos a dar media vuelta, despectivos. Nosotros, unos cuantos intelectuales, unos cuantos oficinistas, unos cuantos obreros, unos cuantos viajantes de comercio y vendedores ambulantes, nosotros éramos ante los demás, indudablemente, la hez repulsiva creada por Dios, forajidos y gánsteres”, describe el cuerpo al que pertenece.

Regla uno: o ellos o yo. Regla dos: permanecer impasible. “Quien es blando o medio blando va al tren”, señala Cohn, el ayudante judío de Schaufinger, el comandante nazi que controla el campo. Cohn era el señor de la vida y la muerte, paseaba con una fusta por la calle principal de los barracones. Todos los presos le rendían pleitesía. Cohn, cínico, ruin y atroz, es uno de los personajes más despreciables sobre los que se han escrito.

Relato contra la mentira

En el prólogo de la primera edición holandesa, el escritor Abel F. Herzberg, otro superviviente del exterminio, resume cómo era Westerbork con claridad: “Los seres humanos no eran más que hojas secas, caídas, no sólo sin raíz, sino también sin tallo, sin tronco ni rama, hojas que únicamente habían caído o, mejor dicho, que revoloteaban por el suelo según el viento, según cada corriente de aire, sin lazo alguno entre sí, apartadas de toda comunidad”.

Presser dice por boca de su protagonista que escribe para no volverse loco, pero aclara que todo lo que cuenta es lo que ha visto. Basta con cambiar los nombres que ha escogido por los reales para que sea el Westerbork que fue. Subraya y repite que “fue así”, que él lo vio, que estuvo allí y tiene la necesidad de aclarar, de luchar contra la fantasía. La noche de los girondinos no puede ser un “gran guiñol”, como él mismo dice; sólo contará “la verdad completa, desnuda, sin exageraciones”.

Junto a la maldad de los colaboradores, aparece la ferocidad de los vecinos que se denuncian para quedarse con las propiedades del acusado, como el caso del médico que salió a la calle apresurado para resolver una urgencia médica y se olvidó su estrella en casa. Con eso bastó para perder la vida. El propio protagonista no hizo nada para salvar a su amada, a quien ayudó a subir al tren. Se define como “canalla inmundicia”.

Las mujeres encintas tenían derecho a la vida hasta seis semanas después del nacimiento de su hijo. Sin embargo, él mismo admite haber metido a mujeres antes de los primeros dolores del parto. El personaje Jacob reconoce la miseria de la codicia, la ambición, las “ansias incontenibles”. El autor Presser advierte que cualquiera olvida su honradez “en un momento” para convertirse en un tirano.

El Gobierno homenajea a las víctimas españolas del holocausto nazi

De la Vega reconoce a los republicanos de Mauthausen como los “padres de la Europa de hoy”

DIEGO BARCALA – Público – 09/05/2010

Los supervivientes españoles del holocausto nazi (cuatro de ellos presentes en el acto) recibieron, en el 65º aniversario de la liberación del campo de concentración de Mauthausen, el homenaje de la vicepresidenta del Gobierno, María Teresa Fernández de la Vega, como “padres de la Europa de derechos y libertades actual”. La presencia del Gobierno reconoce como parte de la memoria histórica española el drama vivido por los cerca de 10.000 republicanos antifascistas que, tras el exilio de 1939, acabaron en los campos de exterminio alemanes. El olvido de los 7.500 que murieron en aquella barbarie entre 1940 y 1945 es tal que el monumento de homenaje a los españoles en Mauthausen está en el recinto de los franceses y lo pagaron en 1962 los propios deportados.

“Aportamos lo que pudimos. Yo en aquella época no tenía gran cosa, pero gracias a que el arquitecto francés que nos lo hizo no cobró, pudimos pagarlo”, recuerda el superviviente José Alcubierre (Barcelona, 1925). A sus 85 años cree que será la última vez que revivirá in situ el horror de su adolescencia. Junto a él, su compañero Ramiro Santiesteban, con el que se abraza con el cariño de quien compartió las palizas de las SS y el hambre de “un caldo asqueroso”. “No me lo comí el primer día de cómo olía, pero al tercero entendí que no había otra cosa”, rememora.

Testigo ante la Audiencia

Santiesteban recuerda cómo acudió el pasado año a la Audiencia Nacional citado como testigo por una denuncia contra tres oficiales de las SS que aún viven en libertad. “La prensa dijo que no había reconocido a nadie, pero no es cierto, sólo me enseñaron unas fotos generales del campo”, puntualiza.

De la Vega destacó el “orgullo” que los jóvenes deben sentir de los deportados en Mauthausen. Las víctimas del nazismo, del fascismo y del franquismo “no han sido ni serán víctimas del olvido. Lucharon contra el fascismo, contra el imperio de la intolerancia y el odio. El Gobierno no dejará que su lucha caiga en el olvido, que es la peor de las mentiras”, señaló antes de presenciar el desfile de las decenas de representaciones de los más de 100.000 asesinados allí por el III Reich.

Los franceses fundaron la Amical Mauthausen (Amigos de Mauthausen), que hasta 1979 no fue legal en España. Un grupo de jóvenes de institutos franceses cantaron Ay Carmela ante los familiares de las víctimas españolas después de que esos mismos jóvenes hicieran lo propio con La Marsellesa en el monumento francés.

“Yo no tomé conciencia de que los españoles y catalanes habían formado parte de los campos de exterminio nazis hasta mediados de los años 70. Leí el libro de Montserrat Roig y me abrió los ojos. La principal novedad de este año es la gran cantidad de gente joven que ha venido”, explicó el conseller de Interior de la Generalitat de Catalunya, Joan Saura.

“Estuve en un campo de trabajo y me preguntaba qué ocurrió para que el ser humano llegase a ese límite. Había una crisis económica y un brote de xenofobia fuerte en Alemania y Europa. Es importante que no se olvide eso. Y pido, especialmente a la derecha, que no caiga en la tentación de aprovechar una situación de crisis para aprovecharse de la xenofobia”, añadió el conseller.

Los discursos se pronunciaron en la explanada, junto a la cantera del campo de concentración donde los 186 escalones construidos por los españoles vieron correr sangre durante cinco años. “Nos aplauden mucho porque saben que los españoles fuimos los primeros en venir. Construimos el campo”, recuerda Alcubierre.

El desfile de la delegación española cerró con El vito, una canción popular andaluza recopilada en un poemario de Federico García Lorca. Fue la alternativa española al himno de los pantanos de los deportados alemanes y al Bella ciao que entonaron los italianos.

Antes del desfile, en el monumento republicano, la joven austriaca Carmen Martínez, nieta de un superviviente español afincado en Austria, leyó un episodio del diario de su abuelo. “Uno de los presos polaco fue llamado por un SS. Le quitó la gorra y la lanzó contra la alambrada. Cuando el prisionero fue por ella le disparó. Eso le fue recompensado al guardia con ocho días de descanso y un paquete de cigarrillos”.

La difícil tarea de conciliar los símbolos

La bandera que representa a los españoles en Mauthausen, que comparte lugares de honor con la británica, la polaca, la francesa y demás deportados, es la tricolor republicana.
En 2005, contando con la presencia del presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, la Amical y los responsables de Moncloa acordaron colocar las dos banderas: la republicana y la monárquica. Aquella situación indignó a uno de los supervivientes, que con 75 años no dudó en intentar trepar para arrancar la bandera monárquica.La principal asociación en representación de las víctimas es Amical, que hace tiempo que asume que la bandera actual de España debe formar parte del acto oficial en presencia de los miembros del Gobierno. Sin embargo, los descendientes de deportados que viven en Austria protestaron por la presencia de la enseña constitucional. El olvido al que fueron sometidos los españoles apátridas a los que Franco despojó de nacionalidad todavía pesa en la generación de hijos de supervivientes que no pudieron volver nunca a España.Es el caso de Silvia Cueto, nieta de Víctor Cueto, que protestó por la bandera “monárquica”. “Se pone por puro oportunismo político y así se olvida su legado”, declaró. Otros deportados, como Ramiro Santiesteban, asumen la presencia de la republicana junto a la constitucional como una “normalización del paso del tiempo”.

El Holocausto con voz eslovena

Babelia avanza en primicia el prólogo que Claudio Magris ha hecho para el libro imprescindible de Boris Pahor, ‘Necrópolis’ (Anagrama), sobreviviente del nazismo

WINSTON MANRIQUE SABOGAL El País26/04/2010

“Es una de las obras maestras de la literatura del Holocausto” Con esta contundencia define Claudio Magris Necrópolis, de Boris Pahor, uno de los sobrevivientes eslovenos del horror del nazismo en la Segunda Guerra Mundial. El escritor italiano se refiere en esos elogiosos términos en el prólogo que acompañará la edición española del libro que Anagrama pondrá a la venta el próximo 13 de mayo. Ante la trascendencia del valor testimonial y literario de Necrópolis, Babelia adelanta hoy este texto de Magris en ELPAIS.com, donde tras estas páginas el lector se encontrará con un Boris Pahor cuyo nombre y obra queda ya unido al de otros autores que han narrado desde su experiencia el infierno del Holocausto, tales como Primo Levi, Elie Wiesel, Imre Kertész, Robert Antelme y Jorge Semprún.

“La mirada micrológica del autor atrapa lo esencial -el horror difícilmente expresable- desde partículas aparentemente insignificantes y coloca cada cosa, aunque sea mínima, dentro de una perspectiva global, dentro de la totalidad de la vida y de los procesos naturales e históricos”. Es la mirada del italiano Magris sobre el texto que ha creado Pahor, un hombre de 97 años nacido en Trieste y que estuvo en varios campos de concentración como Dachau y Natzweiler-Struthof en la Alsacia francesa, y el primero de los campos de la muerte que fue descubierto por los Aliados en 1944.

Una historia que parte, se reconstruye y vivifica a partir de una visita que Boris Pahor realiza a ese antiguo campo de la muerte de la Alsacia en medio de los turistas que hoy lo recorren. A partir de ahí, el autor logra imbricar de manera natural ese presente bullicioso de gente que pasea y quiere homenajear y no olvidar, con el infernal pasado evocado y revivido en una prosa poética. El escritor entabla un diálogo consigo mismo y con el resto del mundo. Todo ello esparcido de reflexiones sobre sentimientos, emociones, ideas y sensaciones conocidas y desconocidas que crean una cartografía de lo mejor del ser humano pero también de los precipicios empeñados en crear él mismo.

“Con este gran libro Pahor afronta la tortuosa pesadilla de la culpabilidad del superviviente, de quien ha regresado”, analiza Claudio Magris, autor de títulos como El Danubio. “Él no se deshace de la culpa, la asume como asume la presencia a cada instante de su existencia vivida en la necrópolis, que no sólo es la necrópolis de ese lugar y de los campos de concentración, sino la existencia en general”.

La narración de Pahor describe un mundo aterrador creado por Hitler y el nazismo que aunque ya contado por otros autores aquí parece y se aparece diferente. Su voz, con sus frases, metáforas y recuerdos son como una cerilla que se enciende en la oscuridad del mal.

Una de las imágenes que podría acercarse a lo que este libro contiene en forma y fondo y su trascendencia es la coincidencia y fusión de un hecho fortuito de la naturaleza con la maquinación del ser humano: “Así, la luz sorprendió en su nido a un gorrión que había muerto de hambre antes de que le saliesen las plumas y que ahora se mueve inerte de acuerdo con los movimientos de la mano que ejecuta las órdenes del examinador”.

Es la vida de un Boris Pahor que de joven tuvo la suerte de tener el dedo meñique malo, cubrirlo con una venda y gracias a eso poder contarlo. Un hecho “bendito” que le permitió “jugar al escondite con el destino”. Las páginas de Necrópolis también repasan la historia del pueblo esloveno, su cultura, el destino que por momentos se ensaña con ellos mientras ellos se rebelan contra la asimilación. Una obra imprescindible como escribe Magris en el prólogo que se puede leer hoy en la edición digital de este diario.

Ya en las páginas del propio libro se escuchan voces, pisadas, lluvias; escapan susurros; se ven los uniformes a rayas blancas y violáceas, la oscuridad; se percibe la esperanza que habita detrás de los montes Vosgos que no llegará hasta 1944; se siente el frío de la nieve, el anhelo y los remordimientos por comerse el pan del que ya no volverá; los temores agazapados que no dejan dormir. “La puerta sigue cerrada. En el bosque empieza a ulular un búho, surgido de repente de la imaginación amedrentada de un niño que se ha dejado llevar por el cuento de su abuela. El suelo está sembrado de bultos de los que crecen blancos cuerpos desnudos”.

* * * * * *

Extracto de la novela imprescindible de Boris Pahor ‘Necrópolis’

En el velódromo de la vergüenza

El filme ‘La rafle’, que recrea la detención de 13.000 judíos en París en 1942, reabre en Francia las heridas por la colaboración con los nazis

ANA TERUEL El País18/03/2010

Un fotograma de La rafle, de Roselyne Bosch, en el que se recrea la deportación de judíos a través de la estación de Austerlitz, en París.- B. CALVO

“¡Pero qué bonita es Francia!”. El grito, sarcástico y repleto de indignación de un espectador, suena en la oscuridad de una sala de cine parisiense. En la pantalla corre el año 1942 y un gendarme francés propina una paliza a una mujer judía en un campo de retención en las afueras de París. La escena forma parte de La rafle (La redada), película estrenada en Francia la semana pasada. Dirigido por Roselyne Bosch, retrata por primera vez sin tapujos una de las páginas más oscuras -y durante décadas, tabú- de la historia reciente de Francia: la redada del Velódromo de Invierno de París, la mayor realizada en territorio francés y en la que fueron detenidos más de 13.000 judíos, la mayoría mujeres y niños.

La batida se inició a las cuatro de la mañana del 16 de julio de 1942. Durante dos días, los agentes franceses fueron casa por casa con la orden de “actuar con la máxima rapidez, sin palabras inútiles y sin ningún comentario”. “Mi madre les suplicaba, pero yo me di cuenta de que no serviría de nada”, recuerda en el filme Anna Traube, una de las supervivientes, que entonces tenía 20 años.

Los solteros fueron trasladados directamente a Drancy, al norte de París, escala previa a la deportación a los campos de concentración alemanes, mientras que las familias acabaron en el Velódromo de Invierno, entonces situado junto a la Torre Eiffel. “Era infernal, el ruido, la gente que lloraba, que gritaba, los niños que jugaban en la pista central”, recuerda Traube.

Más de 8.000 hombres, mujeres y niños sobrevivieron sin agua ni comida hacinados durante cinco días en el Velódromo. Anna Traube logró huir gracias a la ayuda del responsable de saneamiento, Gaston Roques, y del médico judío de la Cruz Roja, David Sheinbaum, interpretado en la película por Jean Reno. Los que no pudieron escapar fueron trasladados a campos de detención y de ahí a Auschwitz. Del gigantesco Velódromo no queda ni rastro. Fue derruido en 1959 y sólo una pequeña placa conmemorativa da constancia de lo que ocurrió aquel verano de 1942. De la redada tan sólo queda una fotografía, en la que se ven los autobuses que transportaron a las familias.

Aquel traumático episodio no entró en los libros de historia escolares hasta la década de los ochenta. En 1995, el presidente Jacques Chirac se decidió a reconocer la responsabilidad francesa en la deportación de judíos. “La locura criminal del ocupante fue, lo sabemos, secundada por franceses, por el Estado francés”, recalcó, en un histórico discurso. Al ser el primer filme en apuntar a la responsabilidad francesa, La rafle ha recibido un tratamiento especial. Profesores y alumnos han sido invitados a diferentes preestrenos, la productora prevé una serie de acciones didácticas y cuenta, entre otros, con el apoyo de la región parisiense.

Los diarios se han llenado de cronologías recordando la serie de redadas que se realizaron en Francia durante la II Guerra Mundial. La radio se ha abierto a los testimonios de los supervivientes y los principales canales de televisión han dedicado programas especiales a la salida de la película, aprovechando la ocasión para hacer un trabajo de memoria colectiva. La cineasta, de origen catalán, se ha nutrido de los testimonios de supervivientes como Anna -interpretada en la película por la joven griega Adèle Exarchopoulos- o Joe Weismann -el pequeño de 11 años, protagonista del filme y al que da vida Hugo Leverdez-, que logró escapar del campo de detención. La película recuerda así que los que llevaron a cabo la redada, aunque en territorio ocupado por los nazis, eran policías franceses bajo las órdenes del régimen colaboracionista del mariscal Pétain. Cierto es que el Gobierno respondía a la exigencia alemana de entregar un cupo determinado de judíos, pero suya fue la iniciativa de incluir en la redada, por primera vez, a menores de 16 años. De los 13.000 judíos detenidos, más de 4.000 eran niños. La motivación -recalcada en la cinta- no era otra que evitar cargar con el problema de los huérfanos.

Pero la obra también se esfuerza en honrar a los héroes que se arriesgaron para salvar la vida de sus vecinos, como una portera que avisó de la llegada de la policía, una pareja de prostitutas que salvó a una madre con su bebé o la enfermera Annete Monod, interpretada en la cinta por la actriz francesa Mélanie Laurent.

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El trailer de la película:

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Tumbas sin nombre

Si cada país europeo tuviera un juez Garzón, nuestro continente sería un lugar más moral y, en consecuencia, más seguro. Europa debe restaurar la dignidad de las víctimas de su sanguinario siglo XX

PINCHAS GOLDSCHMIDT El País – 09/03/2010

Estamos siendo testigos de unas tendencias históricas diametralmente opuestas en Europa. Algunos individuos, organizaciones y Estados intentan asumir su pasado y llevan a cabo un proceso histórico de examen de conciencia, mientras otros tratan de reescribir la historia y confían en que los focos no alumbren demasiado su pasado turbio.

En 1989 llegué a la Unión Soviética para ejercer de rabino en la Sinagoga Coral de Moscú. Entre todas las tablillas conmemorativas, no había ninguna huella ni mención de uno de mis predecesores, Yehudah Lev Medallie, que fue detenido y asesinado por la policía de seguridad del Estado de Josef Stalin en 1938, después de una década de intentar mantener la vida religiosa en la capital soviética. Su hijo, Hillel Medallie, rabí supremo de Amberes, no descubrió el destino que había sufrido su padre hasta bien entrados los años sesenta. Los lugares en los que están enterrados el rabino Medallie y los demás miles de clérigos oprimidos en la Unión Soviética siguen siendo hoy desconocidos.

La Iglesia ortodoxa rusa ha construido una capilla conmemorativa en un barrio de las afueras de Moscú, en un lugar en el que se cree que mataron y enterraron a gran parte de los líderes religiosos del Estado soviético.

En España, el juez Baltasar Garzón declaró públicamente en 2008 que los actos de represión cometidos tras la Guerra Civil española bajo el régimen del dictador Franco, y que desembocaron en la muerte de más de 100.000 personas, eran un crimen contra la humanidad. Asimismo, ordenó la exhumación de ciudadanos asesinados y exigió el acceso a los expedientes que pudieran ayudar a descubrir las tumbas de esos millares de víctimas anónimas. Esta campaña para lograr la verdad y la justicia cuenta con opositores. Hoy, el juez Garzón sufre ataques de quienes preferirían que el pasado permaneciera enterrado e intacto y le están presionando para que abandone su puesto.

En 2006, la Conferencia de Rabinos Europeos, de la que me honro en ser presidente, creó la organización Lo Tishkach (No debes olvidar) y la Conferencia de Reclamaciones para preservar y documentar el recuerdo de los nada menos que 20.000 cementerios y fosas comunes de judíos que se calcula que hay en Europa, sobre todo en lugares en los que la comunidad judía desapareció tras el Holocausto. Lo Tishkach ofrece esta información en una base de datos a la que es posible acceder por Internet y, al mismo tiempo, trabaja para identificar físicamente cada enterramiento. La identificación, tanto la pública con fines documentales como la física sobre el terreno, es la mejor forma de garantizar que la historia no se niegue y, por tanto, no se repita.

Aunque está muy documentada la trayectoria de la industria asesina de los campos de concentración nazis, la historia de los 1,5 millones de judíos asesinados en ejecuciones masivas por el ejército invasor alemán (que era la labor esencial de los Einsatzgruppen de Himmler), enterrados en las mismas aldeas en las que ellos y sus antepasados habían vivido durante cientos de años, es una historia que hoy está adquiriendo una dimensión cada vez más pública.

Un sacerdote católico francés, Patrick Desbois, ha viajado por Ucrania y Bielorrusia en busca de información sobre la localización exacta de las fosas comunes de la época del Holocausto. El equipo del padre Desbois entrevista a los escasos testigos de las matanzas que quedan e intenta localizar las fosas comunes que preparaban las propias víctimas poco antes de morir. A diferencia de Europa occidental, donde la colaboración local terminaba en la estación de tren camino de los campos de concentración y la solución final era un secreto, en Europa del Este los asesinatos eran públicos y la policía y las organizaciones paramilitares locales colaboraban con los alemanes hasta el momento de los propios asesinatos.

Según Lo Tishkach y el padre Desbois, existen al menos 1.500 fosas comunes de la época del Holocausto sólo en Ucrania, y probablemente centenares o incluso miles de fosas más en Bielorrusia, Rusia y los Estados bálticos. Algunos de esos enterramientos se han identificado y protegido, pero muchos siguen sin localizarse.

La Conferencia de Rabinos Europeos espera ardientemente que el padre Desbois ponga sus hallazgos al alcance del público de la manera más transparente posible y que no oculte la importante información que ha recogido en algún sótano polvoriento. La protección e identificación de estos lugares exige que la información sobre ellos sea pública. Hay que destacar que el Vaticano, que había mostrado siempre una actitud muy defensiva al hablar de su trayectoria durante la II Guerra Mundial, ha empezado ahora a publicar algunos de los documentos secretos de aquel periodo en Internet, una iniciativa que debía haber emprendido hace tiempo y a la que damos la bienvenida.

No obstante, existen en Europa fuerzas que preferirían mantener el silencio e incluso reescribir la historia para limpiar su conciencia nacional. En su último acto antes de dejar su cargo, Víktor Yúshenko, el presidente saliente de Ucrania, ha concedido la mayor distinción de su país póstumamente a Stepan Bendera. Bendera, un nacionalista ucranio que a veces colaboró con la Alemania nazi contra la Unión Soviética, hizo que miles de sus seguidores se infiltraran en la policía local, con su consiguiente participación en las matanzas de judíos en aldeas ucranias durante la ocupación alemana. En bastantes ciudades de Ucrania pueden verse monumentos a Bendera, al que se considera el padre de la independencia del país. Espero, desde luego, que el presidente recién elegido tenga la valentía moral de abordar esta cuestión con honradez después de tomar posesión.

En Lituania, donde las milicias antisemitas locales empezaron a matar judíos incluso antes de que llegaran los nazis, les encanta hablar de los pocos lituanos que salvaron unas cuantas vidas judías durante la ocupación del país. Pero Lituania se ha negado siempre a llevar ante la justicia a ninguno de sus criminales de guerra, ni siquiera los extraditados desde Estados Unidos. En Letonia, los veteranos de las Waffen SS siguen desfilando con orgullo e impunidad por las calles de Riga, para horror de lo que queda de una comunidad judía en otro tiempo muy importante.

El juez Garzón estudió para ser sacerdote, pero decidió dedicar su vida a luchar contra el pecado y el mal de una manera diferente. Lo que para el filósofo es una cuestión moral, para el hombre religioso es una cuestión de pecados y méritos y para el hombre de leyes una cuestión de delito e inocencia.

La búsqueda de justicia histórica del juez Garzón -por dolorosa que sea para quienes colaboraron con el régimen de Franco y por irritante que pueda ser para los colegas suyos que ponen en duda su competencia en esta materia o están molestos por su extraordinario protagonismo- no sólo es importante para España, sino que tiene ramificaciones para toda Europa. Sólo afrontando valientemente nuestro pasado, con sus luces y sus sombras, podremos vencer verdaderamente a sus fantasmas.

Aunque sucesivos Gobiernos de Alemania, Rusia y España han denunciado los regímenes represivos de su pasado, la información que hoy tenemos sobre el número de víctimas y su marcha por el valle de la muerte es incompleta. Olvidar el pasado es cometer una injusticia con las víctimas de la opresión. Europa tiene la obligación moral de restaurar la dignidad de las víctimas de su siglo más sanguinario.

Si cada país europeo tuviera a un juez Garzón, Europa sería un lugar más moral y, como consecuencia, un sitio mejor y más seguro para nosotros y para las futuras generaciones.

Pinchas Goldschmidt es rabino supremo de Moscú y presidente en funciones de la Conferencia de Rabinos Europeos, una organización que reúne a los líderes religiosos judíos de más de 40 Estados europeos. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.