“No teníamos elección. Mataban a los que trabajaban y a los que no”

Miembro de las brigadas que sacaban cadáveres de las cámaras de Auschwitz y los quemaban

MIGUEL MORA El País – 23/05/2010

Ha cumplido 87 años y los ojos se le siguen llenando de lágrimas cuando cuenta lo que vivió en Auschwitz-Birkenau. Shlomo Venezia, judío sefardita, nacido en Salónica en 1923, pero de nacionalidad italiana, fue durante ocho meses y medio, desde abril de 1943 hasta diciembre de 1944, miembro de los Sonderkommandos, los comandos especiales formados por prisioneros judíos que se encargaban de aplicar la solución final moviendo los engranajes de la máquina del exterminio nazi. “El mecanismo funcionaba como una cadena de montaje”, recuerda. “Unos acompañaban a los prisioneros que llegaban desde los trenes hasta las cámaras de gas; los ayudaban a desvestirse y a entrar en aquel sótano; cuando morían, 10 o 12 minutos después, sacaban los cadáveres, y otros les cortábamos el pelo, les quitábamos los dientes de oro y luego los metíamos en los hornos crematorios”.

La infernal rutina ideada por los jerarcas nazis para convertir en ejecutores a los propios judíos ha perseguido a Venezia durante toda su vida. “Nunca se sale del campo, todo te recuerda a aquello”, explica en un perfecto castellano que en realidad es ladino, el dialecto de los judíos de origen español. “Da igual cualquier cosa que hagas, lo que sea que veas o pienses, todo devuelve tu espíritu al mismo lugar”.

Shlomo Venezia fue uno de los 70 supervivientes de los comandos especiales. “Durante mi estancia mataron a 741 de los nuestros”. Antes de que llegaran los rusos a Auschwitz, Venezia logró escapar y llegar hasta Mauthausen. Desde allí viajó a Italia. Pasó siete años en el hospital, enfermo de los pulmones, y permaneció 47 años en silencio, sin poder asumir su experiencia. Un día de 1992, Venezia se dio cuenta, viendo en Roma una exposición de Anna Frank, de que volvía un clima antisemita. Animado por su alegre y valerosa mujer, Marika, una judía húngara 15 años más joven que él, con la que tuvo tres hijos y que desde hace 21 años se ocupa de la modesta tienda de ropa y bolsos de la familia situada a 50 metros de la Fontana de Trevi, el superviviente empezó a narrar su historia.

Desde entonces no ha dejado de hacerlo; en cientos de escuelas italianas y en los Viajes de la memoria a Auschwitz que organiza el Ayuntamiento de Roma -gracias a una iniciativa de Walter Veltroni- desde hace un par de décadas. “Shlomo ha ido ya 54 veces a Auschwitz”, cuenta su esposa mientras esperamos en la tienda a que llegue su marido. “La primera vez que le invitaron dijo que no, pero al final se decidió a ir con un amigo para darse fuerza mutuamente. Pasó casi 50 años en silencio… No fue fácil. Cuando bañaba a los niños y le preguntaban qué era ese número tatuado en el brazo, les decía: ‘Es el teléfono de una novia que tuve”.

En 2006, Venezia se decidió a poner por escrito su testimonio, tan singular como crucial para desmentir a los negacionistas. Concedió una larga entrevista a la periodista francesa Bèatrice Pasquier, publicada como libro en enero de 2007 por la editorial Albin Michel con un prólogo de Simone Veil, ex ministra francesa y ex presidenta del Parlamento Europeo. Tras ser traducido a 19 lenguas, el alegato de este hombre honesto y limpio, injustamente acusado por otros supervivientes de haber colaborado con los nazis, llega ahora a España con el título de Sonderkommando. En el infierno de las cámaras de gas (RBA Editores).

Conociendo a Venezia, cobra más sentido lo que escribió en el prólogo Simone Veil, superviviviente de Auschwitz: “La fuerza de este testimonio se debe a la irreprochable honestidad de su autor, que sólo cuenta lo que él mismo ha visto, sin omitir nada”.

Pregunta. ¿Cómo mantuvo su familia el ladino, viviendo en Grecia y siendo italianos?

Respuesta. No he reconstruido mi árbol genealógico, pero sé que fuimos expulsados de España por los Reyes Católicos y que acabamos en Italia. Otros fueron a Marruecos. Los judíos de entonces no tenían apellidos. Se llamaban Isaac, hijo de Salomón, por ejemplo. Muchos tomaron el nombre de las ciudades donde se instalaron. Por eso nosotros nos llamamos Venezia. En casa hablamos siempre ladino, aunque desde Italia se fueron a Salónica, no sé cuándo. Yo lo hablé hasta que hace siete años murió mi hermana. Una vez fui a España [adonde volverá el próximo día 26, con motivo de la publicación de su libro [y para un homenaje organizado por Casa Sefarad-Israel] a hablar de mi historia y un hombre me dijo: “Ha usado usted palabras que no se oían aquí desde hace 500 años”. Por ejemplo, ‘condurias’, que quiere decir zapatos.

P. ¿Cómo era su vida en Grecia hasta que fue deportado?

R. Éramos muy pobres. Los judíos vivíamos en chabolas de hojalata en diversos barrios de Salónica. Mi hermano mayor estaba en Italia estudiando con una beca del consulado. Mis tres hermanas y yo estudiábamos en el Colegio Italiano. Mi padre murió de repente cuando yo tenía 11 años. Entonces tuve que dejar de estudiar para ayudar a mi madre. En 1938, mi hermano volvió a casa debido a las leyes raciales de Mussolini. Los alemanes habían ocupado Grecia y yo me dedicaba al estraperlo de tabaco. Se lo cambiaba a los soldados por medicinas para la malaria. La mitad las vendía para comer y la otra mitad para comprar más tabaco. Ahí aprendí un poco de alemán.

P. Le detuvieron en abril de 1944. ¿Qué pasó?

R. Estábamos en Atenas, bajo la ocupación italiana. A primeros de marzo promulgaron una ley que obligaba a los hombres judíos a pasar cada viernes por la comunidad para firmar en un registro. Un viernes nos encerraron allí y ya no pudimos salir más. Luego nos llevaron a la cárcel de Haidiri y en el patio encontramos a la familia. Nos dijeron que nos iban a mandar a Alemania y que nos darían una casa. Que los hombres tendríamos trabajo y las mujeres cuidarían de los niños. Una mañana nos llevaron al tren. No sabíamos nada de Alemania. No teníamos radio ni nada. Era el 1 de abril.

P. ¿Cómo fue el viaje?

R. Duró 11 días, no se acababa nunca. La Cruz Roja de Atenas nos dio unos paquetes con comida antes de salir y gracias a eso logramos llegar vivos. En mi vagón íbamos 65 personas. En total seríamos 1.500. Cuando llegamos a la Rampa de los Judíos, un lugar desde el que no se veía ni Auschwitz ni Birkenau, que era donde estaban los cuatro hornos, hicieron la selección. Eligieron a 320 hombres para trabajar y a 113 niñas para coser ropa. A los demás no los volvimos a ver.

P. Su madre y sus tres hermanas murieron ese mismo día.

R. Según supe días después, mi madre y mis hermanas menores, Marika, de 14 años, y Marta, de 11, fueron asesinadas con el gas Zyklon B a las dos horas de llegar. Al día siguiente le pregunté a un preso polaco y me dijo que no pensara en eso, que descansara y que ya me lo dirían. Le insistí, me cogió del brazo, me sacó fuera a ver la chimenea humeante y me dijo: “Todos los que vinieron contigo se están liberando”. No supe qué pensar. Días después vi que tenía razón. Mi hermana mayor, Rachel, fue seleccionada para trabajar y se salvó. Ella nunca quiso hablar ni oír hablar del campo. Cuando todo acabó, tardé 12 años en encontrarla. Se fue a Grecia y luego a Israel porque estaba allí su novio, un francés al que conoció en Auschwitz. Murió hace siete años.

P. ¿Y su hermano?

R. Cuando los rusos liberaron el campo no nos vimos. Supe que estaba vivo y que había ido a Roma. Tardé siete años en verle. Tampoco quiso contar nunca nada. Casi nadie quiso contar nada nunca. Tampoco mis primos. Sólo yo pude.

P. ¿Empezaron enseguida a trabajar?

R. Al día siguiente. Primero nos cortaron el pelo y nos afeitaron el cuerpo entero, para purificarnos, supongo. Cada vez que llegaba un tren era el mismo rito. Muchos días llegaban cuatro o cinco trenes. Había dos médicos que te examinaban: te miraban por detrás, y si veían que tenías las carnes del culo flojas, te ponían aparte para darte un tiro en la nuca. A los demás nos duchaban y nos pasaban a una mesa larga donde nos tatuaban el número en el brazo. El mío es el 182.727. Después te daban la ropa de un muerto, por aquella época ya no quedaban uniformes. Ahí le pregunté a uno de Salónica por mi hermano y me dijo que se había salvado con dos primos.

P. ¿Luego qué pasó?

R. Nos metieron en el barracón de la cuarentena. Si estabas enfermo, te descartaban. Tenían menester de personas para trabajar. Un día vinieron a buscar a 80 personas y yo dije que sabía hacer de barbero. No era verdad, pero todos dijimos lo mismo. Pasamos tres semanas en el campo de trabajo, barracones 9 y 11, rodeados por una alambrada de espino. Un polaco me explicó lo que pasaba. “Somos el comando especial y hacemos esto y esto”. Mi obsesión era comer. Me dijo que los que trabajaban en el comando comían un poco más que los demás. Y que cada tres meses hacían la selección para que no hubiera testigos.

P. Y empezó a trabajar de barbero.

R. Me dieron unas tijeras muy grandes, como de poda. Cortaba el pelo de las mujeres muertas. Usaban los cabellos para hacer ropa, y también para fabricar moquetas para los submarinos. Un amigo dijo que era dentista y le dieron unas pinzas y un espejito para quitar el oro de la boca de los muertos. Trabajábamos 12 horas al día. Una semana de noche y otra de día. Era uno de los mejores horarios.

P. ¿Los que llegaban sabían que iban a morir?

R. Nadie lo sabía. Te decían que ibas a la ducha y luego a la casa. Te asignaban una percha para la ropa con un número, y te decían que lo recordaras para que no te lo robaran. La capacidad de la cámara de gas era de 1.450 personas, pero muchas veces metían a 1.700. Los comandos les ayudaban a desvestirse y les acompañaban hasta la única puerta. El gas lo metían los alemanes desde fuera por unas trampillas del sótano; venían en un coche con el emblema de la Cruz Roja para engañarles, sacaban una caja de metal, la abrían y metían en los agujeros las piedrecitas impregnadas de ácido cianhídrico. Con el calor de la gente, las piedras soltaban vapor, y por eso los más fuertes trataban de trepar a lo más alto para salvarse. Morían como moscas. Desde fuera, un alemán miraba por la mirilla y encendía la luz para ver si todavía estaban vivos.

P. ¿Y luego llegaba el turno de los barberos?

R. Primero tenían que sacar los cuerpos desde la cámara hasta el atrio, donde estábamos los barberos y los dentistas. Era difícil sacarlos, porque los cuerpos estaban atenazados unos con otros. Cuando nosotros terminábamos el trabajo, se subían los cuerpos en el ascensor hasta los hornos. Cada horno tenía tres bocas, y se metían los cuerpos de dos en dos en cada boca. Esos turnos duraban también 24 horas.

P. Coincidió usted en el campo de exterminio con Primo Levi [escritor judío italiano autor, entre otros libros, de Si esto es un hombre, un relato sobrecogedor sobre su estancia en Auschwitz] . ¿Qué le parece lo que escribió sobre los comandos especiales?

R. Primo Levi hizo cosas que no debió hacer. Escribió mal de los que trabajábamos allí. Dijo que éramos los cuervos negros. ¡Ojalá hubiera sido yo un cuervo negro para poder salir volando de allí! Mejor eso que dejar de ser persona y convertirte en un número. No teníamos elección. Trabajando no pasabas frío, dormíamos junto a los hornos, y comías un poco más. Mientras yo estuve allí, entre septiembre y noviembre de 1944, mataron a 741 sonderkommandos. Y antes de que yo llegara, a algunos cientos más. De más de 1.000, solo nos salvamos 70 u 80. Y con mucha suerte.

P. ¿Y cómo es posible soportar eso casi nueve meses, formar parte del engranaje?

R. La primera semana no entendías cómo no te volvías loco. Tenías un pedazo de pan en la mano y pensabas: “Con esta mano he tocado a los muertos”. Luego, el cerebro cambia, te conviertes en un autómata, no piensas, sólo esperas no toparte con gente que conoces, cuando veías un conocido era terrible. Yo me encontré con mi primo León cuando ya llegaban los rusos, el último día. Me llamó y casi no le reconocía. Hablé con un alemán, le pedí que lo salvara, me dijo: “Aquí no se salva nadie”. “León, no hay nada que hacer”, le dije, y le pregunté si tenía hambre. Subí a buscarle una lata de sardinas y se la comió en un segundo. Me preguntó cómo iba a morir, si duraba mucho, le acompañé a la cámara de gas y luego le saqué…

P. ¿Usted se ha sentido o se siente culpable de haber sobrevivido?

R. No me siento culpable de nada… Tuve suerte. A los que no querían trabajar los mataban, a los que trabajaban, también. Para ellos, matar a 100 o 1.000 era la misma cosa. A veces llegaban tantos que los mataban a todos sin seleccionar a nadie. Otras veces había tantos trenes, que los dejaban allí y se morían dentro antes de salir.

P. ¿Cómo fue el final?

R. Dieron orden de limpiarlo todo para no dejar pruebas. Empezaron a destruir los hornos, cada día usaban a 1.000 niños para quitar las tejas. Cuando dieron la orden de evacuar, fuimos andando tres kilómetros desde Birkenau hasta Auschwitz, allí la gente estaba loca de contenta. Los de los comandos íbamos juntos, nos metieron en un barracón, y a medianoche entró un alemán preguntando quién había trabajado en los comandos, pero nadie dijo nada. A las cinco empezó la marcha de la muerte. Al que se caía, lo mataban. Solo quedaron atrás los enfermos, no los podían enterrar. Anduvimos dos días a pie, durmiendo al raso, hasta Mauthausen… Luego vine a Italia, conocí a Marika, tuve tres hijos estupendos…

P. Y finalmente se animó a contarlo.

R. Nunca encontré a nadie que me contara nada. Ni mi hermana, ni mi hermano, ni mis primos quisieron hablar… En Israel conocí al jefe del comando que nos salvó la vida, pero ya estaba muy mayor…. Sólo quedaba yo…

Los traidores que alimentaron el fuego de Auschwitz

Autobiográfico y doloroso. Jacob Presser se enfrentó a sus recuerdos años después en un campo de concentración

PEIO H. RIAÑO MADRID – Público – 17/05/2010

Dos palabras prohibidas: tren y Auschwitz. Nadie en el campo de concentración holandés de Westerborck menciona el viaje que el convoy emprende cada martes con 970 judíos locales hasta el campo de exterminio polaco. A las doce de la noche anterior, se lee la lista de los condenados en los barracones. Por orden alfabético. Aquello es un aquelarre, se chilla, se regatea, se suplica cada vez con más violencia. Una bolsa de vidas humanas. Camino del exterminio, el tren de la muerte cargó 93 veces durante dos años.

“He visto personas que bailaban, presas de alegría salvaje, dando vueltas como movidas por una fuerza elemental, besándose y tocándose de la manera más obscena; he visto a otros corretear como dementes, cayéndose y levantándose una y otra vez, golpeándose contra los bancos, contra las mesas, las paredes, para ir a caer definitivamente y quedarse en el suelo pateando y agitando los brazos; he visto cómo una mujer mordía en la yugular a su hermana, que no estaba en la lista, y, por lo tanto, no iba al tren, y a un hombre sacarse los ojos, mientras tres pasos más allá otro sollozaba de alegría. Yo he visto esto, yo mismo, muchas noches de perdición. Yo lo he visto”, escribe Jacob Presser (1899-1970) sobre las reacciones al leer la lista.

Cuando los alemanes toman Holanda en 1940, el profesor e historiador Presser y su joven mujer tratan de escapar por mar, pero fracasan y regresan a Ámsterdam. Intentan suicidarse apuñalándose el uno al otro, pero no lo consiguen. La raza aria les amenaza, se salvan en un par de ocasiones tras ser detenidos, hasta que ella comete un error fatal. Sale a la calle sin su estrella de David bordada y es detenida cuando iba en un tren, camino al este de Holanda, donde se ocultaba su madre. Inmediatamente, la mandan a Westerborck. Tras cinco días de arresto, la envían al campo de exterminio de Sobibor, en Polonia, donde es asesinada.

Jacob permaneció oculto desde entonces hasta la liberación, combatiendo con la resistencia y pasando informes sobre el campo de concentración de Westerborck. Había sobrevivido al Holocausto, pero no soportaba el silencio de la memoria amarga. A Presser los recuerdos le consumían hasta que diez años después de la liberación de Westerborck expurgó la culpa con papel y lápiz.

Escribió La noche de los girondinos, un testimonio novelado, una autobiografía con disfraz, sobre el revanchismo y el odio con los que se cargaba cada martes aquel tren camino de Auschwitz. En los próximos días, la editorial Barril y Barral publicará este libro, que permanecía inédito al castellano y que supone un caso único por documentar la colaboración de judíos con los nazis.

No llega a las 100 páginas y cuando apareció en 1957, fue repartido gratuitamente entre el público de la Semana del Libro Holandés, con una tirada de 150.000 ejemplares. Buen ejercicio para una memoria fuerte. Presser relata la historia de Jacob, que escribe en sus últimas horas preso en un calabozo aislado del resto tras rebelarse contra su superior, el ayudante del jefe del campo nazi. Un pequeño héroe tragicómico, que no soporta seguir gestionando el exterminio de sus hermanos.

Libre, pero a qué precio

Él no era uno de los amenazados. Era un profesor de Historia judío a lo largo del libro, la biografía y la memoria de Presser se cruzan una y otra vez con la de su personaje, hasta desvirtuar los límites entre memoria y novela, pero estaba libre de muerte, como el resto que dejaron de ser perseguidos por colaborar con los 12 alemanes que controlaban el vasto campo de concentración holandés.

Al Servicio del Orden, compuesto por un centenar de traidores, los presos le llamaban la SS judía. Mantenían bajo el horror y la amenaza a sus vecinos. Sólo tenían que elegir de entre sus paisanos cuáles morirían. Lograban que en el campo de concentración se viviera de semana en semana, de martes a martes, de tren a tren.

“Nuestras palabras tajantes, nuestros gestos despóticos siempre dispuestos a dar media vuelta, despectivos. Nosotros, unos cuantos intelectuales, unos cuantos oficinistas, unos cuantos obreros, unos cuantos viajantes de comercio y vendedores ambulantes, nosotros éramos ante los demás, indudablemente, la hez repulsiva creada por Dios, forajidos y gánsteres”, describe el cuerpo al que pertenece.

Regla uno: o ellos o yo. Regla dos: permanecer impasible. “Quien es blando o medio blando va al tren”, señala Cohn, el ayudante judío de Schaufinger, el comandante nazi que controla el campo. Cohn era el señor de la vida y la muerte, paseaba con una fusta por la calle principal de los barracones. Todos los presos le rendían pleitesía. Cohn, cínico, ruin y atroz, es uno de los personajes más despreciables sobre los que se han escrito.

Relato contra la mentira

En el prólogo de la primera edición holandesa, el escritor Abel F. Herzberg, otro superviviente del exterminio, resume cómo era Westerbork con claridad: “Los seres humanos no eran más que hojas secas, caídas, no sólo sin raíz, sino también sin tallo, sin tronco ni rama, hojas que únicamente habían caído o, mejor dicho, que revoloteaban por el suelo según el viento, según cada corriente de aire, sin lazo alguno entre sí, apartadas de toda comunidad”.

Presser dice por boca de su protagonista que escribe para no volverse loco, pero aclara que todo lo que cuenta es lo que ha visto. Basta con cambiar los nombres que ha escogido por los reales para que sea el Westerbork que fue. Subraya y repite que “fue así”, que él lo vio, que estuvo allí y tiene la necesidad de aclarar, de luchar contra la fantasía. La noche de los girondinos no puede ser un “gran guiñol”, como él mismo dice; sólo contará “la verdad completa, desnuda, sin exageraciones”.

Junto a la maldad de los colaboradores, aparece la ferocidad de los vecinos que se denuncian para quedarse con las propiedades del acusado, como el caso del médico que salió a la calle apresurado para resolver una urgencia médica y se olvidó su estrella en casa. Con eso bastó para perder la vida. El propio protagonista no hizo nada para salvar a su amada, a quien ayudó a subir al tren. Se define como “canalla inmundicia”.

Las mujeres encintas tenían derecho a la vida hasta seis semanas después del nacimiento de su hijo. Sin embargo, él mismo admite haber metido a mujeres antes de los primeros dolores del parto. El personaje Jacob reconoce la miseria de la codicia, la ambición, las “ansias incontenibles”. El autor Presser advierte que cualquiera olvida su honradez “en un momento” para convertirse en un tirano.

El retorno a Mauthausen del preso 4.100

Público’ recorre el campo nazi junto al superviviente español José Alcubierre en el 65 aniversario de su liberación

DIEGO BARCALA – Público – 08/05/2010

La cantera era un lugar temido por los presos del campo, que  cargaban piedras de hasta 15 kilos.

La cantera era un lugar temido por los presos del campo, que cargaban piedras de hasta 15 kilos.Amical Mauthausen. Museu d’ Història de Barcelona

Como un ritual, José Alcubierre (Barcelona, 1925) recorre el muro de las cocheras del campo nazi de Mauthausen (Austria) tocando las piedras. “Cualquiera la pudo poner mi padre”, dice. Camina hasta la entrada principal donde una inscripción que ya no existe daba la bienvenida a los presos: Arbeit macht frei (“El trabajo rinde la libertad”). Al otro lado de la puerta es cuando José vio por última vez a su padre, Miguel. Se lo llevaron a la temida cantera del campo donde casi nadie sobrevivió. “Le abracé y le dije: Cuídate bien, papá’. Duró seis meses”, llora Alcubierre.

Las tropas de EEUU liberaron Mauthausen un 5 de mayo de hace 65 años. De las más de 100.000 personas exterminadas, cerca de 7.000 eran españolas. Republicanos sin patria para los alemanes, que les marcaron con un triángulo azul de “apátridas” con la S de Spanier (español). A diferencia de los españoles de otros campos, en Mauthausen no les ficharon con el triángulo rojo que identificaba a los políticos. Sin embargo, pocos grupos de reclusos eran tan políticos como los republicanos cuya militancia antifascista les llevó del exilio en 1939 al Holocausto nazi un año después. Franco fue consultado desde Berlín sobre los miles de deportados capturados en Francia. Una escueta nota enviada por el Ministerio de Exteriores dirigido por Serrano Suñer se desentendió de “los rojos”.

José llegó junto a su padre a Mauthausen desde Angulema, al sur de Francia, en un vagón de “ocho caballos y 40 personas”, el 24 de agosto de 1940. En ese momento se convirtió en un número, el 4.100, que lleva colgado del cuello junto al 4.128 de su padre. “Estuvimos tres días viajando sin comer. Cuando llegamos nos tuvieron siete horas encerrados, nos bajaron y le dije al SS con los dedos que tenía 14 años. En realidad tenía 15, me quité uno, pero dio igual. Me empujó camino de la cuesta que llevaba al campo. Allí, lo primero era desnudarnos y, aunque era verano, después de la ducha fría estábamos helados. Luego nos rapaban el pelo de todo el cuerpo, incluidas las partes, y nos rociaban para desinfectarnos”, recuerda.

El primer año murieron cerca del 65% de los 9.000 presos españoles. La brutalidad del trabajo y las condiciones de vida eran tales que los nazis no necesitaron la cámara de gas para el exterminio: les obligaron a construir la enorme fortaleza con el granito de la cantera de Wiener-Graven. Hasta 1.500 presos subían a diario los 186 escalones que separaban el yacimiento del campo, cargados con piedras de hasta 15 k. Las palizas de las SS eran suficiente tortura, pero el sadismo nazi era ilimitado. “Cada noche esperábamos a que fusilaran entre 12 y 15 yugoslavos para entrar al barracón”, destaca Alcubierre. Los fusilamientos se unían a las inyecciones de gasolina en el corazón, el ahorcamiento o la asfixia. Cerca de 300 españoles murieron en el cercano castillo de Hartheim por no ser aptos para trabajar. En ese recinto fueron aniquilados 30.000 disminuidos e incapacitados para servir al III Reich.

“Pasado el primer año, estábamos relativamente bien. Es así, no quiero contar mentiras. Los jóvenes, los puchaca [mote de los españoles jóvenes empleados por la empresa Porschacher] éramos enchufados”, describe Alcubierre junto a una litera de madera donde dormían tres personas por piso. “Yo dormía con Rafael Álvarez y Jesús Tello, pero se dormía en el suelo. Siempre he sido un enchufado”, ironiza Alcubierre.

El barracón reconstruido gracias a la labor de asociaciones de deportados como la Amical de España, huele hoy a barniz. Sin embargo, Alcubierre tuerce la nariz cuando recuerda el olor original. “Las cenizas del crematorio eran fortísimas. Eso es imborrable. Nunca lo llegamos a ver, pero sabíamos que existía. Veíamos un carro con cuerpos desnudos y se te encogía todo. Una cabeza, un brazo, una pierna… terrible”.

Olor a carne quemada

Atenta a la explicación se encuentra la hija de una víctima del campo, Bibiana Fuentes, que interrumpe: “Lo pintas bien, pero los primeros meses fueron más duros”. José se pone serio: “Un día nos mandaron a formar a 300 españoles. Por aquel entonces trabajaba en la cocina. Vino el jefe y nos separó a tres: Fernando Pindado, Rafael Álvarez y a mí. Me preguntó de dónde era. Le dije que de Barcelona y me dijo: “¿Qué me harías si me vieras allí?” No sabía qué decir y entonces me dio una paliza que me dejó baldado”.

El olor a carne quemada es lo que más sorprendió a los soldados americanos del general Patton. “Entramos al campo y vimos todos cuerpos apilados muertos. El general mandó a los vecinos del pueblo cavar para enterrarlos y decían que no sabían nada de lo que pasaba dentro. Es imposible, ese olor, tantos años, no puede ser”, dice el soldado George Sherman, de visita en Mauthausen por la conmemoración de la liberación.

Alcubierre pasó tiempo sin contar sus recuerdos pero una herida le da la rabia suficiente como para volver al campo cada mayo: la muerte de su padre. “Se lo llevaron a Güsen [anexo a Mauthausen] y no lo volví a ver. Un camarada me contó cómo murió el 24 de marzo de 1941. Llevaba con dos compañeros mañicos como él un carro, cuando cayó sin fuerzas. Los kapos polacos [jefes de prisioneros designados por las SS entre los propios presos] le pegaron con picos. Le protegieron, pero los mataron a los tres puntapiés. Cuando era joven pensaba en Mauthausen pero seguí con mi vida. Ahora sé que los recuerdos me dejarán varias noches sin dormir”, concluye.

El Gobierno homenajea a las víctimas españolas del holocausto nazi

De la Vega reconoce a los republicanos de Mauthausen como los “padres de la Europa de hoy”

DIEGO BARCALA – Público – 09/05/2010

Los supervivientes españoles del holocausto nazi (cuatro de ellos presentes en el acto) recibieron, en el 65º aniversario de la liberación del campo de concentración de Mauthausen, el homenaje de la vicepresidenta del Gobierno, María Teresa Fernández de la Vega, como “padres de la Europa de derechos y libertades actual”. La presencia del Gobierno reconoce como parte de la memoria histórica española el drama vivido por los cerca de 10.000 republicanos antifascistas que, tras el exilio de 1939, acabaron en los campos de exterminio alemanes. El olvido de los 7.500 que murieron en aquella barbarie entre 1940 y 1945 es tal que el monumento de homenaje a los españoles en Mauthausen está en el recinto de los franceses y lo pagaron en 1962 los propios deportados.

“Aportamos lo que pudimos. Yo en aquella época no tenía gran cosa, pero gracias a que el arquitecto francés que nos lo hizo no cobró, pudimos pagarlo”, recuerda el superviviente José Alcubierre (Barcelona, 1925). A sus 85 años cree que será la última vez que revivirá in situ el horror de su adolescencia. Junto a él, su compañero Ramiro Santiesteban, con el que se abraza con el cariño de quien compartió las palizas de las SS y el hambre de “un caldo asqueroso”. “No me lo comí el primer día de cómo olía, pero al tercero entendí que no había otra cosa”, rememora.

Testigo ante la Audiencia

Santiesteban recuerda cómo acudió el pasado año a la Audiencia Nacional citado como testigo por una denuncia contra tres oficiales de las SS que aún viven en libertad. “La prensa dijo que no había reconocido a nadie, pero no es cierto, sólo me enseñaron unas fotos generales del campo”, puntualiza.

De la Vega destacó el “orgullo” que los jóvenes deben sentir de los deportados en Mauthausen. Las víctimas del nazismo, del fascismo y del franquismo “no han sido ni serán víctimas del olvido. Lucharon contra el fascismo, contra el imperio de la intolerancia y el odio. El Gobierno no dejará que su lucha caiga en el olvido, que es la peor de las mentiras”, señaló antes de presenciar el desfile de las decenas de representaciones de los más de 100.000 asesinados allí por el III Reich.

Los franceses fundaron la Amical Mauthausen (Amigos de Mauthausen), que hasta 1979 no fue legal en España. Un grupo de jóvenes de institutos franceses cantaron Ay Carmela ante los familiares de las víctimas españolas después de que esos mismos jóvenes hicieran lo propio con La Marsellesa en el monumento francés.

“Yo no tomé conciencia de que los españoles y catalanes habían formado parte de los campos de exterminio nazis hasta mediados de los años 70. Leí el libro de Montserrat Roig y me abrió los ojos. La principal novedad de este año es la gran cantidad de gente joven que ha venido”, explicó el conseller de Interior de la Generalitat de Catalunya, Joan Saura.

“Estuve en un campo de trabajo y me preguntaba qué ocurrió para que el ser humano llegase a ese límite. Había una crisis económica y un brote de xenofobia fuerte en Alemania y Europa. Es importante que no se olvide eso. Y pido, especialmente a la derecha, que no caiga en la tentación de aprovechar una situación de crisis para aprovecharse de la xenofobia”, añadió el conseller.

Los discursos se pronunciaron en la explanada, junto a la cantera del campo de concentración donde los 186 escalones construidos por los españoles vieron correr sangre durante cinco años. “Nos aplauden mucho porque saben que los españoles fuimos los primeros en venir. Construimos el campo”, recuerda Alcubierre.

El desfile de la delegación española cerró con El vito, una canción popular andaluza recopilada en un poemario de Federico García Lorca. Fue la alternativa española al himno de los pantanos de los deportados alemanes y al Bella ciao que entonaron los italianos.

Antes del desfile, en el monumento republicano, la joven austriaca Carmen Martínez, nieta de un superviviente español afincado en Austria, leyó un episodio del diario de su abuelo. “Uno de los presos polaco fue llamado por un SS. Le quitó la gorra y la lanzó contra la alambrada. Cuando el prisionero fue por ella le disparó. Eso le fue recompensado al guardia con ocho días de descanso y un paquete de cigarrillos”.

La difícil tarea de conciliar los símbolos

La bandera que representa a los españoles en Mauthausen, que comparte lugares de honor con la británica, la polaca, la francesa y demás deportados, es la tricolor republicana.
En 2005, contando con la presencia del presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, la Amical y los responsables de Moncloa acordaron colocar las dos banderas: la republicana y la monárquica. Aquella situación indignó a uno de los supervivientes, que con 75 años no dudó en intentar trepar para arrancar la bandera monárquica.La principal asociación en representación de las víctimas es Amical, que hace tiempo que asume que la bandera actual de España debe formar parte del acto oficial en presencia de los miembros del Gobierno. Sin embargo, los descendientes de deportados que viven en Austria protestaron por la presencia de la enseña constitucional. El olvido al que fueron sometidos los españoles apátridas a los que Franco despojó de nacionalidad todavía pesa en la generación de hijos de supervivientes que no pudieron volver nunca a España.Es el caso de Silvia Cueto, nieta de Víctor Cueto, que protestó por la bandera “monárquica”. “Se pone por puro oportunismo político y así se olvida su legado”, declaró. Otros deportados, como Ramiro Santiesteban, asumen la presencia de la republicana junto a la constitucional como una “normalización del paso del tiempo”.

De la Vega homenajea a los españoles de Mauthausen

La vicepresidenta recuerda en el campo nazi a las víctimas del franquismo

El País10/05/2010

España rindió ayer homenaje a las más de 7.000 víctimas republicanas españolas del antiguo campo de concentración nazi de Mauthausen (Austria), liberado por tropas estadounidenses hace 65 años, el 5 de mayo de 1945. La vicepresidenta primera, María Teresa Fernández de la Vega, encabezó el acto, celebrado en el monolito de conmemoración de los españoles encarcelados, torturados y asesinados en este lugar.

Tras saludar a muchos de los asistentes, en su mayoría jóvenes venidos desde Andalucía, Aragón, Asturias, Cataluña y Valencia, De la Vega manifestó en un emotivo discurso que la “peor de las mentiras de los infames es el silencio”. “Las víctimas del nazismo, del fascismo y del franquismo no han sido ni serán víctimas del olvido”, dijo. “Sólo el silencio engendra el olvido, y el olvido de quienes tanto dieron es la peor, la más insoportable de las mentiras”, agregó la vicepresidenta, en referencia a que durante el franquismo los supervivientes españoles del horror nazi no pudieron volver a España y sus historias fueron silenciadas.

Soldado, preso, guerrillero

Esta semana se han cumplido 65 años de la liberación del campo nazi de Mauthausen. Uno de los supervivientes, el español Domingo Félez, rememora este hecho y lo enmarca en su largo trayecto personal de combatiente, iniciado en la Guerra Civil y terminado en la guerrilla venezolana a finales de los años sesenta. Félez habla en Venezuela, donde vive

LAURA S. LERET El País – 09/05/2010

Domingo Félez en 1938, cuando era sargento del ejército republicano.- Foto del archivo familiar

Aquel fatídico verano de 1936, el aragonés Domingo Félez tenía 15 años y combatía como miliciano por la República. Ingresó en la 131 Brigada. Conquistó varias posiciones militares “a pura granada de mano” y ascendió a sargento a los 17 años. Ahora rememora su vida en su casa de La Victoria, la ciudad a 100 kilómetros de Caracas donde reside, con 89 años de edad.

Tras la Guerra Civil se refugió en Francia. Padeció las condiciones infrahumanas de los campos de concentración franceses. Le reclutaron para construir fortificaciones: “era un trabajo de esclavo”. Tras la invasión alemana, los españoles cayeron presos con la tropa francesa. Formados en columnas, caminaron hasta Estrasburgo y les confinaron en unos terrenos donde “el aseo era una zanja”. En diciembre de 1940, en un convoy de españoles, fue trasladado al campo de concentración nazi de Mauthausen, en Austria, calificado como “grado tres”, donde internaban a los irrecuperables.

“Recibí un uniforme a rayas y el triángulo azul de apátrida con la S de spanier. Mi número, el 4.779. Me afeitaron el vello del cuerpo, a todos con la misma hojilla, uno se agachaba y le metían la navaja entre las nalgas. Los piojos me causaron una infección que originó mi traslado al campo anexo de Gusen. Un día, mientras colocaba ladrillos para construir la cocina, conseguí un pote de grasa, me la unté sobre los piojos y me curé”.

“Trabajé en las canteras, en la construcción de los rieles, fui barbero de la barraca. Sobreviví a la epidemia de tifus de 1941. En Mauthausen no entraba nadie que no fuera para morirse. El trabajo y la comida estaban hechos para vivir un año; los supervivientes les pueden ir con cuentos a otros, pero a mí ¡no! Fuimos barberos, herreros, pintores, enfermeros, albañiles, hombres de limpieza; frío y hielo; cuando sobraba de la caldera, nos daban medio plato más de nabos, de hueso de caballo con concha de papa”.

“Me pasaron en 1943 a Viena, con un comando de presos para hacer fortines antiaéreos en una fábrica alemana de motores de aviones de caza. Allí, no te pegaban tanto”.

“Los nazis iniciaron su retirada en abril de 1945. Nos arrastraron con ellos a Mauthausen, caminamos unos 180 kilómetros. Al que no podía andar y se sentaba a la orilla, le pegaban un tiro. Uno iba caminando y escuchaba ¡pam! y al rato otra vez, ¡pam! A la tarde mataban a un caballo, le caíamos con cuchillo y lo comíamos crudo”.

El 5 de mayo de 1945, el Ejército de Estados Unidos ocupó oficialmente el campo de Mauthausen. Había euforia y también caos. Cuatro españoles, entre los que se encontraba Domingo Félez, en vez de ser liberados fueron apresados.

“A los tres días de la liberación del campo, unos hombres me detuvieron, me hablaron en alemán, alguien me denunció, nunca supe quién fue. Fuerzas de Estados Unidos nos detuvieron y nos llevaron junto con los nazis al campo de concentración de Dachau, cerca de Múnich. Los otros españoles acusados fueron Indalecio González, Laureano Navas y Moisés Fernández. Un fiscal militar de Estados Unidos me llamó un par de veces a declarar, yo me reí y contesté que todo era un embuste. En enero, febrero y marzo de 1945 yo no estaba en Mauthausen, sino a 180 kilómetros en la fábrica de aviones, ¿cómo iba yo a llevar gente a la cámara de gas? Porque esa fue la acusación”.

“No hubo pruebas para sentenciarme. Después de dos años, fui puesto en libertad en julio de 1947. A González lo ahorcaron en Dachau. Navas fue condenado a cadena perpetua y Fernández, a 20 años de prisión”.

Joseph Halow en su libro Innocent at Dachau (1992) relata que los testigos recibieron honorarios por sus servicios y no hubo un traductor profesional del castellano. Al respecto, Eve Hawkins, oficial estadounidense, escribió al Washington Post: “(…) La raza suprema (alemanes) tenía derecho a una asesoría legal y a traductores competentes, pero los españoles, los no beligerantes, los nacionales de un país no enemigo, los involucrados inocentes, uno podría decir que a nadie le importó un bledo”. A estos veteranos de la Guerra Civil, prisioneros en el campo de Mauthausen, se les juzgó en Dachau como si fueran criminales de guerra.

Domingo Félez consiguió embarcarse hacia Venezuela con un pasaporte de la Organización Internacional de Refugiados. Desempeñó varios trabajos, conoció a una hermosa trigueña con quien se casó y tuvo tres hijos. Pero en su interior le ardía la sangre. Desilusionado con el Gobierno de Rómulo Betancourt, consternado por las desapariciones de varios amigos del Partido Comunista, Félez se unió al movimiento guerrillero de los años sesenta.

“Subí a las montañas. La primera incursión duró poco, pero lo suficiente para ser delatado y apresado en mi casa. Recibí palo de las policías políticas. Fui trasladado al castillo de Puerto Cabello, donde me tomó por sorpresa la rebelión militar contra el gobierno. Uno de los capitanes golpistas, que hasta ese día había sido nuestro carcelero, nos abrió las puertas del calabozo, nos repartió fusiles. Yo fui destinado a combatir en una institución de enseñanza secundaria. Cuando vi que la causa estaba perdida, conseguí refugiarme en el portal de una casa; un desconocido me tiró del brazo, me llevó para adentro y me salvó la vida”.

Félez logró evadirse y refugiarse en Caracas. Por su experiencia en la Guerra Civil española lo buscaron para llevarlo a la selva de Monagas. “En 1965, mi esposa y mis hijos necesitaban de mí, bajé de la montaña”. La ley de amnistía le permitió salir de la clandestinidad en 1969. Después de 33 años de lucha volvió a una vida normal.

Fue barbero otra vez, fundó una empresa de jardinería. La edad ha deteriorado su vista, sus pasos son lentos, pero su memoria se mantiene impecable.

Mauthausen, el “campo de los españoles”

Francia concede 27.500 euros a los hijos de republicanos entregados a Hitler

N. J. El País08/05/2010

Se llama igual que su padre, aunque nunca lo vio. Andrés González Torre, de 71 años, tenía dos años cuando Andrés González Márquez murió en el campo de concentración de Gusen, un apéndice del de Mathausen, en el que fallecieron realizando trabajos forzados unos 2.000 republicanos. “Mi padre era guardia republicano. Si se hubiera quedado en España, le habrían hecho preso, por eso huyó con mi madre a Francia, aunque luego les separaron. A raíz de todo eso, mi madre se trastornó e ingresó en un psiquiátrico. Me escribía cartas, pero yo me crié con mi abuela materna hasta los 18 años”, relata.

El pasado 29 de marzo recibió una cariñosa carta con el sello del primer ministro francés. Le informaba de la concesión de una indemnización de 27.440,82 euros por la muerte de su padre, que tras haber perdido la Guerra Civil se había unido a la Resistencia francesa contra los nazis hasta caer prisionero en 1940 sin haber visto nacer a su hijo.

“Fue una sorpresa enorme. Le estoy agradecidísimo a Pilar”. Se refiere a Pilar Pardo, una investigadora que desde 2005 busca a los hijos de españoles fallecidos en campos nazis, la mayoría muy mayores, para informarles de la posibilidad de solicitar esa indemnización. “He encontrado a cerca de un centenar, y en algunos casos, por desgracia, el beneficiario se había muerto hacía una semana sin saber que podría recibir este dinero”. Hoy los familiares pueden buscar el censo de deportados a campos nazis en la web del Ministerio de Cultura.

Andrés González nació en un refugio en Francia. Cuenta que no tuvo un documento que dijera el lugar y la fecha hasta que cumplió los 18, y que para obtenerlo tuvo que contratar los servicios de una agencia de detectives.

Más de 9.000 españoles fueron víctimas del exterminio nazi. El campo de Mauthausen llegó a conocerse como “el campo de los españoles” por el gran número de republicanos que acabaron en él. La vicepresidenta primera del Gobierno, María Teresa Fernández de la Vega, viaja mañana allí para homenajear a las víctimas españolas.

Vendedores de biblias contra Hitler

Magdalena Reuter, una testigo de Jehová alemana, cuenta su paso por los campos de concentración en el II Encuentro Internacional de Centros de Memoria Histórica

TEREIXA CONSTENLA El País28/04/2010

Magdalena Reuter, superviviente del campo de concentración de Ravensbrück- DAVID ARRANZ

La alemana Magdalena Reuter no guarda rencor por los años que pasó en el campo de concentración de Ravensbrück. Salta a la vista en su discurso, optimista y casi naïf. Pero hay un hecho biográfico que apuntala su falta de resentimiento con contundencia: se casó con un antiguo soldado alemán que vigiló el gueto de Varsovia. El encuentro entre ambos fue posible gracias a su activismo religioso como testigos de Jehová. “Nos contábamos experiencias”, recordó hoy ella en Salamanca, poco antes de la clausura del II Encuentro Internacional de Centros de Memoria Histórica.

La religión fue la causa de la caída en desgracia de la familia de Magdalena (los Kusserow tenían 11 hijos) y también fue su tabla de salvación. “De alguna manera mi padre nos preparó para lo que ocurriría, avisando de que venían tiempos difíciles”, recordó. Su padre, un antiguo oficial alemán que había combatido en la I Guerra Mundial, fue encarcelado por vez primera en 1936. Los testigos de Jehová no eran del agrado del Führer. En sus revistas habían criticado la deriva totalitaria y lunática del dirigente. Quería ser Dios. Una afrenta para los creyentes. “Heil quiere decir también salvación y eso no puede venir de un hombre, y menos de Hitler”, explicó Reuter.

Así que Magdalena y sus hermanos sufrieron el escarnio de sus compañeros de escuela y los golpes del maestro por negarse a participar en la ceremonia en la que ensalzaban a Hitler. Tres de sus hermanos fueron encerrados en reformatorios durante siete años. Sólo en 1945 pudieron reencontrarse con los demás. Wilhem, otro de los Kusserow, fue fusilado en 1940 por negarse a ir a la guerra. “Cada día le visitaban oficiales para hacerle desistir pero él estaba decidido”.

Magdalena, nacida en 1924, fue arrestada a los 16 años por primera vez y enviada a un campo de concentración en cuanto cumplió los 18. Llegó a Ravensbrück en febrero de 1942. En el patio aún había un gran árbol de Navidad y, bajo las ramas, se esparcían cadáveres de judíos.

Durante tres años, en los que se reencontró con su madre, vivió en el barracón de los testigos de Jehová, lo que le proporcionó una red afectiva que le ayudó a sobrellevar la infamia del encierro. También se envalentonaban: se negaron a trabajar en la fábrica de armamento de Siemens y a coser bolsas para los soldados. El propio Himmler las golpeó y ordenó que las castigasen durante días por su boicot a la guerra. Irónicamente, cuando abandonaron el campo en los últimos días del conflicto, caminaron hasta una finca del propio Himmler, donde un empleado las cuidó. En septiembre de 1945 regresó a su casa. Su padre reunió a la familia, citó al maestro del pueblo para afearle la conducta y pasaron página.

Ella fue una de los 4.200 prisioneros que llevaron cosido en el uniforme un triángulo violeta, que identificaba a los testigos de Jehová en los campos. Se calcula que murieron 1.490, entre ellos 253 sentenciados a muerte. Tras los judíos, fue el segundo colectivo religioso más perseguido por el régimen nazi. Una unidad especial de la Gestapo había comenzado a registrarlos desde 1936. Su resistencia, pacífica, y sus denuncias -en 1938 editaron un libro donde se recogía el plano de un campo de concentración- les convirtieron en un grupo detestable para el nacionalsocialismo. Una parte de los alemanes contrario a Hitler salió de las filas de “bibelforscher” (vendedores de biblias) como los Kusserow.

La playa de los condenados

El arenal de Cedeira acogió durante la Guerra Civil un campo de concentración de represaliados republicanos que llegó a albergar a más de 700 presos

LORENA BUSTABAD El País18/04/2010

Paisaje de Cedeira que ocupó entre 1937 y 1938 un campo de concentración franquista, junto a la playa de A Magdalena.- GABRIEL TIZÓN

Desde el otoño de 1937 hasta agosto de 1938, la playa de A Magdalena de Cedeira fue el escabroso escenario de un campo de concentración franquista que llegó a albergar a 724 presos, hacinados en tres viejas naves para la salazón del pescado que hacían las veces de cárcel. Allí eran recluidos e identificados en función de su “peligrosidad política” antes de “pasearlos” o derivarlos a otras prisiones.

Algunos reclusos lograron esquivar la muerte dando a sus captores identidades falsas. Otros desaparecieron para siempre fusilados en la playa de Vilarrube (Valdoviño), a pocos kilómetros del centro de detención cedeirés. Es uno de los episodios menos conocidos de la Guerra Civil española en Galicia, que el Ayuntamiento ferrolano acaba de rescatar del olvido.

En marzo del 2009, IU presentó una moción que fue respaldada por toda la corporación, a excepción del PP, que se abstuvo. Instaba al municipio a recuperar los fragmentos de una represión que “nunca se contó” y plasmarlos en un libro. El resultado es la unidad didáctica Ferrol 1936. Golpe de Estado e Represión, editada por el Ayuntamiento y presentada esta semana como manual escolar para mostrar a los chavales como se vivió en la ciudad el inicio de la contienda y sus sangrientas consecuencias.

“Buscamos la forma de subsanar el vacío en los libros de texto sin ningún revanchismo. Se trata de llamar a las cosas por su nombre y abordar la atroz represión”, señala la edil de Educación, Mercedes Carbajales, del PSOE. Hace casi un año, le encomendaron esta tarea al profesor cedeirés Xosé Manuel Suárez. El resumen de sus investigaciones es una publicación de 52 páginas divididas en doce temas ilustrados con fotos, mapas, listas de represaliados y actividades en gallego orientadas a los alumnos de Secundaria y Bachillerato.

Hay que esperar hasta el noveno capítulo para toparse con el Campo de Concentración de Presentados y Prisioneros de Cedeira, como se denominaba. Allí fueron trasladados centenares de marineros, jornaleros, panaderos, carpinteros, ferroviarios, mineros o agricultores, apresados cuando trataban de huir a Francia en pequeños buques pesqueros cuando la guerra comenzaba a torcerse para el bando republicano.

Suárez cuenta que el centro comenzó a funcionar en octubre de 1937. Asturias caía en manos del ejército de Franco, y con ella, toda la resistencia del frente del Norte. La flota falangista se apostó en el Cantábrico para interceptar cualquier embarcación en fuga. Detenían a sus ocupantes para trasladarlos hasta Ferrol, A Coruña o Ribadeo o recluirlos en prisiones flotantes como el Plus Ultra, fondeado en la ría ferrolana. Desde allí eran derivados a los campos de concentración de Cedeira, Muros e Rianxo. “No eran campos de exterminio”, precisa el profesor, para marcar distancias con el régimen nazi, “eran instalaciones temporales por todo el litoral gallego donde se recluían a los presos hasta su identificación”.

El de Cedeira era una fábrica de conservas de pescado reconvertida en cárcel. Un suelo de tejas y algo de paja sobre el cemento. Estaba rodeado por una empalizada de alambre de espino. Cuentan los vecinos que los mandos franquistas acostumbraban a pasearse por el centro para identificar a todo aquel sospechoso de simpatizar con la II República o integrar las filas de su ejército. Una fotógrafa local los retrató, uno por uno. Esas fotos sirvieron para dictar la condena de muchos anarquistas, sindicalistas y milicianos.

En 1937, por este campo de concentración pasaron 369 reclusos. La mayoría eran asturianos (254), pero también encerraron a 46 gallegos, 28 leoneses y 13 vascos. Figuraban, además, ocho extranjeros y otros tantos llegados de Cantabria, Andalucía, Aragón, Extremadura, Madrid o Cataluña. Entre los presos más jóvenes se contaba Gerardo Menéndez, un peón asturiano de 15 años, y entre los veteranos, Aquilino Martínez, un marinero de 58.

“Las condiciones eran penosas y más de uno falleció de tuberculosis o septicemia”, explica Suárez. Con todo, dice que algunos vecinos se arriesgaron llevándoles comida y agua para aliviarles el sufrimiento. Las viudas de los represaliados de Cedeira se acercaban hasta la playa para recibirlos. En marzo del 38, el número de presos alcanzó los 724. A partir de esa fecha, descendió progresivamente hasta que el centro se clausuró a finales de ese mismo año.

Semprún y las fosas de Katyn (y Garzón)

PATXO UNZUETA El País – 15/04/2010

Jorge Semprún nació en Madrid en 1923, se exilió en Francia en 1939, formó parte de la Resistencia, estuvo preso en un campo de concentración nazi, luchó contra Franco en la clandestinidad, fue disidente antiestalinista y ministro de un Gobierno socialista en España. Además, Semprún es un gran escritor. En pocas personas la vida y ese oficio avanzan tan unidos: es a la vez autor y protagonista de gran parte de su obra. No es casual que así sea, pues su biografía es en sí misma novelesca.

Pero hay algo en esa biografía que no resulta exactamente novelesco, aunque sí admirable: Semprún ha estado en cada momento en el lugar en el que había que estar. No es difícil hallar personajes que, al contrario, se caracterizan por llegar siempre tarde, cuando el peligro ha pasado; personas que se sintieron sinceramente antifranquistas, pero sólo después de la muerte de Franco, o cinco minutos antes; combatientes de la Resistencia cuando la División Leclerc desfilaba ya por los Campos Elíseos; críticos con las dictaduras del Este europeo después de la caída del Muro.

No es necesario recordar que Semprún no aguardó a que la historia decidiera de qué lado estaba la razón, o al menos las mejores razones, para comprometerse con una causa que resultó la más humana, o la menos inhumana, de cada momento.

El lunes pasado estuvo en Buchenwald, el campo nazi en el que fue recluido a sus 19 años. En su discurso, cuyo contenido había adelantado en EL PAÍS una semana antes, consideró que Buchenwald es un lugar idóneo para hablar de Europa (de la tragedia de la Europa del siglo XX), pues tan sólo tres meses después de ser liberado por los aliados fue reabierto por los soviéticos que ocupaban esa zona de Alemania. Y añadió, teniendo a la vista la chimenea del crematorio nazi y el bosque plantado por las autoridades de la RDA para ocultar las fosas comunes en las que enterraron a miles de presos del campo, que sólo tras la caída del Muro pudo Buchenwald “asumir sus dos memorias, su doble pasado” nazi y estalinista.

Cuando escribió el artículo ignoraba que dos días antes de leerlo en Buchenwald se produciría el accidente aéreo en el que perecieron el presidente y gran parte de la cúpula del Estado polaco, que se dirigían precisamente a rendir homenaje a las víctimas de la matanza de Katyn, un bosque próximo a la ciudad rusa de Smolensk en el que fueron asesinados en 1940 por los soviéticos miles de soldados y gran parte de la élite dirigente polaca. Ese nombre ha quedado unido para siempre a la infamia, además, porque durante decenios los soviéticos aseguraron que la matanza la habían perpetrado los nazis.

Las dos memorias. El mismo día en que Semprún leía su discurso en Buchenwald, se publicaba en La Vanguardia un memorable artículo en el que Antoni Puigvert reseñaba un libro de Miquel Mir y Mariano Santamaría sobre la violencia anticlerical en la Cataluña republicana de 1936, cuyas atrocidades no difieren mucho, dice Puigvert, de las que sufrieron los republicanos asesinados con extrema impiedad por patrullas falangistas en la zona ocupada por Franco. El argumento de que no es comparable una violencia con la otra, aduciendo que la de los franquistas fue sistemática mientras la otra era obra de incontrolados y fruto de la justa ira popular, o porque no es equiparable el número de víctimas de un lado y otro, pesa poco para cada memoria humana particular, a la que la estadística difícilmente aporta consuelo.

Las víctimas del lado franquista ya tuvieron su reconocimiento en los 40 años posteriores, se alega también. Pero de lo que se trata es de la asunción de las dos memorias; el reconocimiento por la España democrática de todas las víctimas injustamente asesinadas en ambos bandos es condición para fundar una memoria compartida. Pareció así establecido hasta hace poco, pero la herida ha vuelto a sangrar y el tema está ahora más candente que nunca por el inminente juicio al juez Garzón.

Paul Watzlawik teorizó hace años sobre lo que llamó ultrasoluciones: la fórmula infalible para convertir un problema en irresoluble es buscarle una solución tan extrema que provoque el caos. Garzón buscó una solución exagerada para atender al amparo solicitado por familiares de víctimas del franquismo que querían inhumar a sus deudos, y, queriendo justificar su competencia como juez penal en el caso, tomó iniciativas cada vez más radicales, incluyendo una reinterpretación de la Ley de Amnistía de 1977 como equivalente a las de punto final del Cono Sur. Con efectos fuera del marco judicial, tan delirantes como el surgimiento de voces que reclaman la derogación de la Amnistía de 1977 con el argumento de que fue un autoindulto franquista. O el deslizamiento desde la deslegitimación de la Transición, por haber permitido gobernar a los herederos del franquismo, a la del Estado democrático.

Al aceptar a trámite las querellas por prevaricación, el magistrado Varela también optó por la vía de la ultrasolución. La prevaricación no sólo es un delito gravísimo; también lo son, al margen de cuál sea la sentencia, las consecuencias del enjuiciamiento mismo, que implica la suspensión cautelar del magistrado (y el cuestionamiento de su autoridad moral). Los argumentos para dar vía libre al procedimiento contra Garzón (lo afirmado en la querella “no es algo que pueda considerarse ab inicio ajeno al tipo penal de la prevaricación, al menos como hipótesis”, etc.) podrían ser empleados por querellantes audaces contra Varela, como ya han anunciado dos asociaciones de memoria. Seguramente hay muchas personas contrarias a las iniciativas de Garzón, pero más contrarias a que por ellas se le inhabilite. Lo cual tal vez explique en parte esta ola aparentemente imparable que nos anega.

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El Katyn de todos” ¿Podrían compararse las fosas que investiga Garzón con las de la matanza estalinista?