Gelman y la “morriña futura”

El poeta argentino recoge en Santiago la distinción de Escritor Galego Universal

DIANA MANDIÁ El País21/04/2010

El poeta argentino Juan Gelman, ayer en el claustro del Pazo de Fonsexa de Santiago.- PATRICIA SANTOS

Juan Gelman, argentino, hijo de ucranios, nacido en un barrio judío de Buenos Aires, exiliado en Italia, España, Nicaragua, Francia, Estados Unidos y México, donde todavía vive, es desde ayer escritor gallego universal. “Algo que me confirma que soy argentino”, bromeó tras recibir la distinción que cada año, desde 2006, otorga la Asociación de Escritores en Lingua Galega (AELG) . Tras varios días en Galicia, en los que dictó conferencias -como la del lunes en A Coruña- y ejerció de invitado de honor de la Cea das Letras, a Juan Gelman (Buenos Aires, 1930) le tocó hablar de su concepción de la poesía y de su relación con los que buscaron en su país trabajo y libertad.

Gelman no los nombró a todos -“son tantos que llevaría demasiado tiempo”, -, pero sí tuvo un recuerdo para Seoane, Castelao o Lorenzo Varela, así como para los artesanos, obreros, campesinos e intelectuales que desde el siglo XIX fundaron centros gallegos por todo el país. “Todos ellos contribuyeron a la riqueza material y espiritual de Argentina”, aseguró, antes de echar mano de la “morriña futura” de su compatriota Roberto Arlt, que decía comprender la nostalgia del emigrante tras visitar Galicia en los años 30.

Gelman es el segundo latinoamericano distinguido con el premio de Escritor Galego Universal tras Elena Poniatowska, que lo recibió el año pasado. Como la escritora y periodista mexicana, el poeta argentino, de 79 años, sigue escribiendo y opinando sobre un mundo que no deja de preocuparle. “Vivimos una época gris, en un mundo globalizado en el que lo material se impone y el poder intenta manufacturarnos y uniformarnos”, aseguró. En ese mundo, lamenta, no hay mucho lugar para “el difícil menester de la escritura”, y menos para el verso. “La poesía es inútil porque no tiene valor de mercado. Tampoco Saturno lo tiene, pero la poesía está cargada de vida”, defendió.

Cuando en 2007 recibió el Premio Cervantes, algún periodista le hizo la pregunta de rigor Le pidió que definiera la poesía. “Un árbol sin hojas que da sombra”, declaró entonces. La misma frase elegida para titular su discurso de agradecimiento, que pronunció en el Salón Nobre del Pazo de Fonseca ante el presidente de la AELG, Cesáreo Sánchez Iglesias; el conselleiro de Cultura, Roberto Varela, y la vicerrectora de Cultura de la Universidade de Santiago, Elvira Fidalgo Francisco. Todos resaltaron la dimensión ética y estética de la obra de Gelman. “No escapó a la realidad de su tiempo, aun cuando le expropiaron su patria, sus lugares de amor y de infancia”, recordó Sánchez Iglesias.

La vida del poeta que se hizo la pregunta que respondería Mario Benedetti, otro exiliado universal –¿Y si Dios fuera una mujer? era el verso- explica también la de la Argentina de las últimas décadas. No sólo por ser el poeta vivo más conocido de su país, sino también por sufrir en carne propia las mismas tragedias que otros muchos de sus compatriotas. El exilio y la pérdida de sus hijos y de su nieta, que recuperaría muchos años después, hicieron mella en su carácter y en su obra, a medio camino entre el intimismo y el realismo crítico. Cesáreo Sánchez Iglesias citó al periodista mexicano Carlos Monsivais para explicarlo: “La existencia del horror requiere la poesía”.

En realidad Juan Gelman escribía desde mucho antes del horror, por lo menos el que le tocaría vivir en su familia. Su primera obra, Violín y otras cuestiones (1956) nació a la sombra de su militancia en el Partido Comunista y de la revista Pan duro, que no marcaba fronteras entre poesía y política. El Juan Gelman joven que todavía vivía en Buenos Aires experimentaba entonces con el lenguaje de los suburbios, el mismo de la canción popular. En 1963 vivó la luz Gotán, tango en argot lunfardo, y ya entonces llamaba a resistir (hay que aprender a resistir/ no a irse ni a quedarse/ a resistir). Gelman aprendió a hacerlo: en 1976, tras el golpe que encumbró a Videla al poder, dejó Argentina para comenzar su largo periplo como exiliado. En 1982, poco antes del fin de la dictadura, falleció su madre, y Gelman escribió para ella, entre Ginebra y París, un extenso poema de despedida. Vos / que contuviste tu muerte tanto tiempo/ ¿por qué no me esperaste un poco más?, se preguntaba el exiliado Gelman.

Argentina reconquistó la democracia, pero el poeta no regresó. En 2007 salió de la imprenta su última obra, Mundar, y a pesar de su longevidad no ha dejado de escribir. Habla de “obsesión” para explicar su apego a los versos, y confiesa que los poemas nunca se le acaban. “No hay palabras gastadas, la poesía es lo que no se puede nombrar”, aventura. Por eso los temas que aún le atormentan -la infancia, el amor, el exilio o la revolución-lo convierten, dice, no en el Dios Poeta de Huidobro, sino “en un mendigo que persigue una magia que no se le da”.

El infierno de Azaña

Perdida la Guerra Civil, Manuel Azaña se vio abandonado por casi todos los suyos y vivió huyendo de franquistas y nazis hasta su muerte, hace ahora 70 años. Extracto de un nuevo libro sobre el ex presidente de la II República

MIGUEL ÁNGEL VILLENA El País – 18/04/2010

Manuel Azaña, pronunciando un discurso como presidente de la II República.-

Mientras el ahora simple ciudadano Manuel Azaña vivía aquel exilio introvertido y melancólico, las autoridades franquistas incoaban en Madrid un expediente, iniciado el 31 de agosto de 1939, a quien fuera símbolo de la República. Con su casona familiar de Alcalá saqueada y posteriormente ocupada por la Falange, los servicios policiales y militares iban calificando a Azaña de persona “de carácter seco, agrio, con dureza más efectiva que real”, iban tildando al político de “hábil sofista, contundente polemista y enemigo rencoroso de la Iglesia” y, en definitiva, iban desgranando los tópicos que más tarde persiguieron, durante las décadas del franquismo, al jefe del Estado republicano. Maricón, pervertido, anticlerical, monstruo, cobarde o destructor del Ejército y de los valores patrios fueron lugares comunes de una de las campañas de desprestigio más sistemáticas y brutales de la España contemporánea.

Cuando el tribunal de depuración dictó su sentencia, en abril de 1941, Azaña ya había muerto, aunque esa circunstancia no impidió que fuera condenado al pago de 100 millones de pesetas, una fortuna para la época.

(…) La incomodidad y el nerviosismo de todos aumentó enormemente cuando el 1 de septiembre de aquel año (1939) la Alemania nazi ocupó Polonia y obligó a Francia y el Reino Unido a declarar la guerra a Hitler. El temor a una invasión germana del territorio francés y los recelos hacia la posibilidad de que Suiza pudiera perder su neutralidad llevaron a los Azaña Rivas a sopesar la posibilidad de trasladarse al oeste de Francia. “No creo que Franco vaya a buscarnos a Burdeos”, fue el comentario esperanzado de don Manuel. Se equivocaba, no obstante. De este modo, el grupo refugiado en Collonges-sous-Salève recogía la sugerencia que les había hecho Carlos Montilla, ex embajador republicano en Belgrado y La Habana, un diplomático demócrata y admirador de Azaña, a quien había visitado en su refugio alpino. Así pues, a mediados de octubre, Manuel Azaña y su inseparable cuñado realizaron el largo viaje desde Collonges-sous-Salève hasta Arcachon en ferrocarril, y no por carretera, dadas las dificultades para conseguir gasolina y permisos de circulación en Francia una vez iniciada la guerra. Guiados por Montilla y por su mujer, que ya se habían instalado en Pyla-sur-Mer, llegaron a aquel paraje de la costa atlántica, famoso por sus inmensas dunas, muy cerca de Arcachon y a 50 kilómetros de Burdeos.

(…) A medida que pasaban los meses de su exilio francés, el ex presidente se iba desilusionando de la actitud del país vecino, esa Francia a la que él había admirado, casi reverenciado, desde su juventud. Pero cuando llegó la hora del destierro, Azaña se percató de que, junto a una minoría de franceses, que lo saludaban y lo elogiaban en la calle, el resto de ciudadanos y, de manera especial, las autoridades adoptaban una actitud despectiva no tanto hacia su persona, sino, lo que era más grave, hacia el régimen republicano que él había encarnado. Así pues, sus críticas hacia la cínica e injusta política de no intervención durante la guerra se vieron acrecentadas por el trato que se daba a los españoles en los campos de concentración del Mediodía francés, por la escasa consideración que recibían los combatientes de la República y, en suma, por el menosprecio del que eran objeto unos soldados y civiles que habían defendido en España la libertad de Europa.

Esta actitud miope y cobarde de los gobiernos de París le indignó mucho. No fue el único refugiado de talla que dejó constancia de su decepción con Francia. La abogada, miembro de Izquierda Republicana y diputada Victoria Kent, enviada por el Gobierno en 1937 a la embajada en París para canalizar la salida de los refugiados, se vio forzada, tras la entrada de los nazis en la capital francesa en junio de 1940, a vivir de forma clandestina durante cuatro años para evitar que la Gestapo y la policía franquista la detuvieran y la deportaran a España para ser juzgada y “probablemente fusilada”, como dijo ella misma. Con el nombre falso de madame Duval, y protegida por la Cruz Roja y la Resistencia, Kent pudo observar la actitud de los franceses, que osciló entre el colaboracionismo y la oposición, pasando por una gran mayoría acomodaticia.

(…) Los temores a que Azaña fuera detenido por la Gestapo, que dominaba la zona de Arcachon y toda la fachada atlántica francesa hasta la frontera con España, se volvieron más fundados cada día que pasaba, y por ello los diplomáticos mexicanos, que se habían hecho cargo de su protección, recomendaron su desplazamiento hacia el sureste de Francia. Es importante reseñar que los terribles oficiales nazis actuaron durante aquellos tiempos a las órdenes de la policía franquista en lo que se refería a la persecución y detención de dirigentes republicanos, y el ex jefe del Estado era, por supuesto, una de las piezas más codiciadas por el nuevo régimen fascista. De hecho, el cuñado de Franco y ministro de Exteriores, Ramón Serrano Súñer, puso especial empeño en que Azaña fuera extraditado, si bien no logró su propósito. Convencido, pues, por los mexicanos, el matrimonio Azaña Rivas decidió finalmente abandonar Pyla-sur-Mer. Su secretario, Martínez Saura, refirió en sus memorias la marcha de Azaña, a finales de junio, desde Pyla-sur-Mer hasta Montauban, una pequeña ciudad de provincias cercana a Toulouse. (…) El grupo salió de Pyla-sur-Mer con los nazis pisándoles literalmente los talones.

(…) Todo el cuadro se había oscurecido aún más desde que la pareja recibiese la noticia de que la Gestapo y la policía franquista habían detenido a Cipriano Rivas Cherif (cuñado de Azaña), Carlos Montilla y Miguel Salvador, un ex diputado de Izquierda Republicana en Pyla-sur-Mer, el 10 de julio, poco después de la marcha de los Azaña Rivas. Los tres fueron extraditados casi de inmediato a España, donde fueron juzgados en consejo de guerra sumarísimo y condenados a la pena de muerte, una noticia que fue conocida a finales de aquel septiembre. (…) Azaña, que había sufrido un amago de infarto cerebral al conocer aquella noticia, ya casi no podía ni hablar y estaba, por tanto, incapacitado para realizar ningún tipo de gestión. Sólo acertó a decir en una ocasión: “¡Bien saben lo que me han hecho! Esto sí que no lo resisto!”.

Ciudadano Azaña, de Miguel Ángel Villena. Editorial Península. Precio: 23,90 euros.

El alma galleguista de México

A Coruña rinde tributo a Luisa Viqueira, hija del filósofo exiliado en América

PAOLA OBELLEIRO El País16/04/2010

Luisa Viqueira, con sus dos hijos, en una fotografía familiar de 1959.-

La democracia arrancaba apenas en España cuando Luisa Viqueira Landa (A Coruña, 1918) regresó por primera y única vez a su tierra natal, tras más de cuatro décadas de exilio en México. Era 1979, año de elecciones para constituir los primeros ayuntamientos democráticos, y fue “recibida y tratada como una reina” por Isaac Díaz Pardo, García-Sabell y Ramón Piñeiro, quienes durante sus seis meses de estancia no ahorraron esfuerzos y medios para dar la mejor atención a una comprometida galleguista del exilio.

Pero nunca más quiso volver donde su vida “fue truncada”, decía. Hija del filósofo y poeta galleguista Xohán Vicente Viqueira, destacada militante comunista y comprometida defensora de Galicia desde su país de acogida, Luisa no dejó nunca de trabajar por la promoción y difusión de su tierra y de su lengua pese a toda la persecución y represalias que sufrió ella y toda su familia durante gran parte de su vida.

Ahora, cuando tiene las facultades mentales y físicas muy mermadas por la edad, fue su hijo Manuel el que acudió al reconocimiento y homenaje que A Coruña y la Comisión pola Recuperación da Memoria Histórica le brindan estos días con el ánimo de rescatar del olvido la biografía de esta “incansable luchadora y defensora de Galicia” y entregarla la insigna de Republicana de Honor 2010.

Criada en el pazo familiar con nombre de regimiento -A Quinta de San Victorio- en la parroquia de Vixoi, en Bergondo (A Coruña), Luisa contó innumerables veces aquel cuaderno con dibujos y textos que su padre le elaboró para enseñarle el gallego. Nada más desembarcar en México, a donde llegó en 1939 tras tres años de periplo forzoso por Francia, Suecia e incluso Rusia, a donde se fue voluntaria para acompañar como profesora a los niños de la guerra llevados a la antigua Unión Soviética, Viqueira empezó a dar mitines y conferencias denunciando la represión que sufrían sus compatriotas.

Cada domingo, a las nueve de la mañana y durante años, se sentaba ante los micrófonos de la radio mexicana para el programa La hora de Galicia que retransmitía íntegramente en gallego “cuando estaba prohibido hablarlo” en su tierra por imperativo de la dictadura. Enseñaba a bailar muñeira y a tocar la gaita a los hijos de gallegos exiliados com ella. Luisa Viqueira era, junto a Luis Soto, el alma y centro de la “isla republicana española y galleguista” del país azteca, cuenta su hijo. En los años cincuenta crearon el Patronato de la Cultura Gallega de Mexico. Ambos activos militantes del grupo gallego del PCE, dejaron el partido a principios de los sesenta para participar, en alianza con el grupo Brais Pinto en Madrid, en la fundación de la UPG, el partido hoy hegemónico del BNG. Y se implicaron en la creación de la revista Vieiros.

La persecución marcó toda la vida de Luisa. Incluso cuando, ya instalada en México, se quedó viuda con tres niños de corta edad, en 1949. Su marido, encargado de prensa del PCE en el país centroamericano, apareció asesinado de un tiro en una cuneta. “Nunca se supo por qué, unos decían que fue Stalin, otros que fue Franco, y los comunistas hablaron de un suicidio”, cuenta Manuel Rodríguez Viqueira.

En sus ahora escasos “ratos de lucidez”, Luisa suspira por A Coruña. Ferviente defensora “de dejar el pasado y mirar sólo al futuro” no quiso, sin embargo, retornar a Galicia no sólo porque su vida y familia está en México o porque “nunca aceptamos”, cuenta Manuel, “la monarquía parlamentaria instaurada en España en la Transición”. Luisa no volvió por las heridas sin cerrar de la represión vivida.

Incluida la “batalla” que recuerda perfectamente, para enterrar a su padre en Ouces, la parroquia de Bergondo donde murió en 1924 y donde a Luisa, con 18 años, le pilló la sublevación militar de 1936.

El cura negó una plaza en el cementerio al que Piñeiro consideraba el “primer gran filósofo de Galicia” ya que era hijo de “descomulgados” -el padre de Xohán Vicente era tío materno de su madre-. De noche, y tras derribar un muro, su familia lo enterró igualmente, a escondidas y con ayuda de vecinos. El sacerdote levantó entonces un muro de tres metros de alto para dejar aquella sencilla sepultura fuera del camposanto y se inició un largo litigio judicial con la familia que ésta acabaría por ganar en el Tribunal Supremo.

Pero Luisa Viqueira no vio jamás rehabilitada la sepultura de su padre. Años después de su primera y última visita, cuando el ayuntamiento, ya gobernado por el PSOE, hizo derribar el muro y puso una placa “de Bergondo a Viqueira”. Pero la tumba del filósofo galleguista siguió igualmente aislada: nadie está enterrado junto a él, por la amenaza del cura de que quien lo fuese iría al infierno.

La otra historia del gigante de la Gran Vía

El arquitecto del rascacielos de Telefónica amenazó con dimitir para preservar su aspecto.- De Cárdenas se exilió tras la guerra.- Sus hijas recuerdan la vida del edificio.- El inmueble de la red de San Luis recibió 120 impactos que el creador documentó en un plan

MARÍA MARTÍN El País11/04/2010

Bucear en la biografía de Ignacio de Cárdenas (Madrid, 1898-Segovia, 1979) es encontrarse en un mar de contradicciones. El arquitecto pasó gran parte de su vida nadando a contracorriente en defensa de sus ideas y, sobre todo, de su criterio artístico, muy avanzado para la época.

Las hijas del arquitecto del edificio de Telefónica

Las hijas del arquitecto muestran fotografías del edificio de Telefónica en construcción-

El padre de De Cárdenas, que pertenecía a la nobleza criolla, fue un periodista nacido en La Habana que emigró a Madrid en el siglo XIX. De su familia de 16 hermanos, surgieron, entre las mujeres, siete vocaciones religiosas. Y él “era el único de su familia que tiraba, ya no a la izquierda, sino al centro”, recuerda su nieto Juan Manuel Matute de Cárdenas.

Su familia poco quiere hablar de los conflictos que provocaron en casa las ideas de su padre en un momento tan convulso como la Guerra Civil, pero los hubo y graves. “Es una herida ya cicatrizada y mi padre nunca habló con rencor”, resuelven Inés y Elena de Cárdenas, las únicas hijas del arquitecto que quedan vivas.

Menos dolorosas, pero igual de conflictivas fueron las discordias entre De Cárdenas y sus jefes durante la construcción de su primera obra, “su hija la mayor”, como él llamaba a la Telefónica.

La construcción del que, dicen, fue el primer rascacielos de Europa, de casi 90 metros de altura, fue un encargo de la International Telephone and Telegraph Company (ITT) para que su filial española instalase allí la primera central de telecomunicaciones del país. La estética del edificio, así como su ubicación, tenían un claro objetivo: halagar a posibles accionistas, una clase burguesa y conservadora.

El proyecto se encargó inicialmente en 1925 al afamado arquitecto Juan Moya, diseñador de la fachada de la Casa del Cura, que impuso que De Cárdenas, su joven alumno de 27 años, colaborase con él y compartiese honorarios. Según contó el mismo De Cárdenas en sus diferentes escritos, recogidos en el libro de Pedro Navascués sobre el edificio, Moya se lanzó a una decoración demasiado barroca de la fachada, encuadrando cada ventana con hojarasca retorcida, conchas y angelotes, lo que empezaba a espantar al joven arquitecto. “Como la Telefónica quería que hiciésemos algo muy español, nos inclinamos al Barroco de Madrid. Moya gozando con hacer otra vez algo muy barroco y yo aguantando mis aficiones a lo que entonces se llamaba estilo cubista, harto de tanto Renacimiento español”.

Pero hasta para los jefes de la Telefónica las florituras de Moya eran demasiado, buscaban algo “menos atormentado”. Así que Moya, a regañadientes, iba rectificando hasta que un día se enfadó y abandonó, cansado de tanta imposición. Fue entonces cuando la compañía encargó a De Cárdenas la totalidad del proyecto con la supervisión del arquitecto norteamericano Louis S. Weeks. Ahí comenzó la batalla de De Cárdenas por la defensa de su criterio.

De Cárdenas viajó enseguida a Nueva York para reunirse con un cordial Weeks y empaparse de la estética de los rascacielos americanos. Durante su estancia el arquitecto tuvo que “luchar para que Weeks no cayese en las mismas extravagancias que Moya”. De Nueva York volvió con un anteproyecto, con la esperanza, dijo De Cárdenas, de “que el proyecto definitivo lo hiciese más a mi gusto”. Se equivocó.

Weeks, que compartía la doctrina de la escuela de Chicago, no cesó de corregir el afán funcionalista del joven arquitecto que llegó, como su maestro Moya, al enfado. Hasta el punto de presentar su dimisión. “Como de ningún modo puedo continuar llevando la dirección y obrando al dictado, le ruego me diga si en adelante ha de considerárseme como director o no, porque en este último caso, puede contar con mi dimisión inmediata”, escribió De Cárdenas en una carta dirigida su jefe el 11 de junio de 1928.

“No me choca que el joven De Cárdenas se opusiese, porque el moderno en términos internacionales era él y no la gente de la compañía, con una tendencia menos funcional y más antigua”, añade Francisco Serrano, director general de la Fundación Telefónica y apasionado de la historia del edificio. “Papá no era nada narcisista, pero no era tonto. Él no quería imponer sus ideas, pero era normal que si no se hacía lo que él quería, se fuese”, añaden las hijas.

El resultado de tanto rifirrafe estético pudo verse a finales de 1929, aunque se eligió el 1 de enero de 1930 como fecha emblemática para su inauguración. La ornamentación barroca se impuso, pero De Cárdenas consiguió, con todo, suavizarlo y frenar la decoración de la fachada con los escudos de todas las provincias españolas que tanto Moya como Weeks se empeñaron en incluir.

Desde entonces, el número 28 de la Gran Vía se llenó de decenas de mujeres solteras que acababan de dar el salto al mundo laboral. “Debía de ser por su timbre de voz”, explica Serrano, “que se las consideraba idóneas para el puesto”. Terminada la jornada laboral, los mozos hacían guardia ante la puerta esperando cortejar a una de las admiradas telefonistas. Ellas, sin embargo, debían pensárselo bien, porque en el momento en el que se casaban debían abandonar la compañía.

Un año antes de acabar la contienda, “cuando papá vio que Madrid estaba perdida”, el arquitecto y su familia tuvieron que exiliarse en Francia. Fueron ocho largos años durante los que De Cárdenas luchó contra una tuberculosis. “Unos años muy felices, aún así”, recuerdan las hermanas de 74 y 78 años. Pero, en esencia, fue un retiro forzado que separó al arquitecto de su obra, de la cura de sus heridas de metralla de la Guerra Civil y de la ampliación del edificio que se llevó a cabo entrados los años cincuenta; también de su exitosa carrera que dejó de brillar como antaño. A su regreso a España, “papá podría haber vuelto a su puesto si hubiese aceptado a Franco, pero no quiso. Él defendía siempre la honradez”, dicen sus hijas.

Cuando regresó a España en 1944, “De Cárdenas pasó a formar parte de esa generación de arquitectos que había trabajado en una línea de movimiento moderno y que, al volver a España, se ve obligada a adaptarse a las condiciones del poder, a una arquitectura de búsqueda de un estilo propio, español, que reflejase la España imperial”, reflexiona el coordinador del archivo histórico del Colegio Oficial de Arquitectos, Miguel Lasa.

“Cuando volvimos se quedó como si le hubiesen dado una paliza”, ilustra su hija Elena. “Se agarró a su mujer y a sus hijos y ya no le interesaba la arquitectura, ni le interesaba nada. Estaba aburrido, cansado”.

Elena guarda como oro en paño los poemas que escribió su padre. Cree que es una tontería incluirlos, pero lee uno que refleja cómo la guerra apagó a un genio: “He sido rico, quién lo diría… y [ahora]sólo tengo míos mi corazón deshecho a fuerza de sufrir y mi mujer y mis hijos en el pecho a punto de morir”.

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El arquitecto del edificio de Telefónica, Ignacio de Cárdenas, tuvo que viajar a Nueva York en 1926 para asesorarse sobre la construcción de rascacielos. Acababan de encomendarle la construcción del edificio más alto de Europa. En la fotografía, cedida por la fundación, un detalle de sujeción de uno de los tirantes de una de las impresionantes grúas que coronaban la edificación.-

Más fotos de la historia del edificio de Telefónica.

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“Cuando bombardeaban, papá tenía que estar allí”

“La Gran Vía conducía al frente en línea recta, y el frente se aproximaba. Los oíamos. Estábamos esperando oírlo de un momento a otro bajo nuestras ventanas. Asaltarían la Telefónica. No había escape. Era una ratonera inmensa y nos cazarían como a ratas”. Es el testimonio de excepción de Arturo Barea en su libro La forja de un rebelde. Él fue el censor de las crónicas de la guerra que se enviaban desde el edificio y hasta que un obús no reventó una casa a 20 metros de la Telefónica no abandonó.

Más aguantó De Cárdenas, que no dejó el edificio durante casi la totalidad de la contienda. “Papá estaba todo el tiempo en la Telefónica, era el jefe de los arquitectos y cuando lo estaban bombardeando él tenía que estar allí”, cuentan Inés y Elena, las hijas del arquitecto.

Durante ese tiempo en el que los sótanos servían de refugio, De Cárdenas tomó un plano de la fachada de la calle de Valverde, la más dañada, y apuntó en rojo con temple y dolor cada una de las 120 granadas que impactaron sobre su obra, sin que jamás se resintiese su estructura.

“La altura del edificio hizo que se convirtiera en blanco preferido del asalto a Madrid por las tropas de Franco. Era esta acera, precisamente, la que recibía los impactos de los obuses por la dirección que tomaban desde la Casa de Campo”, cuenta el director general de la Fundación Telefónica, Francisco Serrano. “Algunos de los muchísimos escritores que mandaban sus crónicas desde allí aprovechaban la noche, cuando no había peligro de bombardeo, para cruzar la calle”.

La Guerra Civil impidió que De Cárdenas terminase el edificio tal y como lo había ideado. El proyecto incluía el derribo de una central provisional construida en la calle de Fuencarral para dar servicio mientras se construía el edificio principal y la ampliación de éste.

Terminada la guerra y exiliado De Cárdenas en el País Vasco francés, se rehabilitó el edificio. Otros arquitectos, ya entrados los años cincuenta, concluyeron su proyecto original ya que él, por sus ideas políticas, no fue readmitido en la Telefónica. Después de años de litigio para cobrar viejas deudas de la compañía, según sus hijas, acabó recibiendo “una exigua pensión de obrero”.

La sabiduría portátil del desterrado

Los apuntes que Gregorio Marañón escribió en el exilio trazan su retrato intelectual durante la Guerra Civil

JAVIER RODRIGUEZ MARCOS El País – 27/03/2010

Gregorio Marañón y la esposa del político francés Édouard Herriot, por las calles de Toledo el 2 de noviembre de 1932.- ALFONSO (ARCHIVO GREGORIO MARAÑÓN Y BERTRÁN DE LIS)

Es absurdo que en la política se considere como fracaso el principio fundamental de la experimentación: el retirarse cuando se fracasa”. En algún momento entre 1937 y 1942 Gregorio Marañón, de cuya muerte se cumple hoy medio siglo, anotó esta frase con letra microscópica en la libreta que llevaba siempre en el bolsillo. En ella fue consignando una serie de apuntes inéditos que ven ahora la luz con motivo de la exposición Marañón. 1887-1960. Médico, humanista y liberal, que puede verse en la Biblioteca Nacional y que luego viajará a Santander y Toledo.

Oscurecidas por el tiempo, esas hojas contienen tanto la sabiduría portátil de un intelectual poliédrico como las reflexiones de un exiliado. La primera tiene la chispa de los mejores aforismos (“El único medio de tener tiempo para hacer muchas cosas es tener muchas cosas que hacer”. “Las grandes fortunas se hacen aprovechando los céntimos. Las obras copiosas, aprovechando los minutos”). Las segundas son una mezcla de autorretrato y lamento de un miembro, con matices, de la tercera España que se instaló en París para evitar que alguna de las otras dos, como avisó Machado, le helara el corazón. “La revolución es el momento de los fracasados, de los anormales y de los genios. Los hombres normales tienen poco que hacer en ella”, escribió.

Fundador con Ortega y Gasset y Pérez de Ayala de la Agrupación al Servicio de la República, que impulsó la llegada del régimen republicano, Marañón acogió el 14 de abril de 1931 en su despacho de Serrano 43 la mítica reunión en la que el conde de Romanones y Alcalá-Zamora modelaron la transición entre Monarquía y República. Todo se torció para él con la sublevación franquista y con los desordenes que vivió en el Madrid leal en agosto y septiembre de 1936. El asesinato de alguno de sus colaboradores, su paso por las checas y, paradójicamente, la presión para que firmara -sin “gran satisfacción interior”- un manifiesto de adhesión republicana le distanciaron del régimen por el que tanto había luchado y le pusieron en el camino del destierro. “En los que hacen la revolución está el alma ciega de los resentidos; pero en los que se defienden de la revolución ¿no está el alma ciega de los egoístas?”, se lee en una de las notas de su libreta. Y también: “En las luchas sociales, el pueblo no siempre tiene razón; pero es siempre el que tiene más razón para no tenerla”.

Gregorio Marañón era una eminencia en Francia y no tuvo problemas para ejercer la medicina. Desde 1932 era doctor honoris causa por la Sorbona. En 1956 sería nombrado académico el mismo día que Churchill y Eisenhower. En París pudo por tanto vivir sin opulencia pero con la tranquilidad suficiente para trabajar en obras clave como el Manual de diagnóstico etiológico, un clásico de la medicina contemporánea, o su Historia de las emigraciones y destierros políticos en España, que no pasó de proyecto pero que daría lugar a multitud de monografías, entre ellas la mítica Antonio Pérez (el hombre, el drama, la época), su gran aportación a la historiografía española.

Pero también en París cometió un error de apreciación impropio de alguien que un día sacó su cuadernito del bolsillo para apuntar esto: “Ser historiador no es saber la Historia pasada sino comprender la Historia presente”. Como explica Antonio López Vega, director de la Fundación Gregorio Marañón, comisario junto a Juan Pablo Fusi de la exposición de la Biblioteca Nacional y autor de una biografía del médico humanista que verá la luz en septiembre, “Marañón minimizó el peligro que suponía Franco. Pensó que la suya sería una dictadura transitoria como la de Primo de Rivera, a la que él se había opuesto. Por eso, entre 1937 y 1939, y sólo entre esos años, apoyó al bando nacional como mal menor para una España en la que, decía, luchaban dos bandos antidemocráticos: uno que llevaba a una dictadura bolchevique permanente y otro que conducía a la dictadura franquista, que él creía efímera”. Más apuntes del cuadernito parisino. Uno: “El triunfo no es un regalo sino un préstamo que hay que devolver, con intereses usurarios, en forma de generosidad”. Otro: “En la oposición de los hombres frente a los cargos públicos hay una absoluta oposición entre el querer y el deber. El que quiere un puesto es que no debe ocuparlo. El que lo ocupa y lo quiere conservar es que se debe ir (las dictaduras, por ejemplo). El que quiere irse, debe quedarse. Por la magnitud del deseo de irse se mide la necesidad de quedarse”.

El autor de Ensayos liberales, que se consideraba católico de religión pero no de profesión, volvió a España en 1942, año en que se detienen sus anotaciones inéditas. Su ideario estaba ya hecho. Y de él formaba parte fundamental la reivindicación de los exiliados: “Cada mañana, del corazón de cada desterrado, aun del más hostil, nace una oración por su patria. Sin destierro, la Patria perdería sus súbditos más puros”. Además, si su defensa del liberalismo le llevó en 1958 a hacer una declaración contundente a un periódico mexicano -“el actual régimen le viene chico a España”- ya en París, con contundencia similar, había escrito: “Hay hombres que sólo viven a gusto en la oposición. Yo soy uno de ellos. Es como un (masoquismo) social. Pero creo que fecundo. La vida oficial mata toda la iniciativa profunda de los hombres”. Unas hojas antes puede leerse: “Si hay hombres que no tienen la conciencia de que algunas horas de su vida debieran borrarse a toda costa, quisiera conocerlos… para no fiarme de ellos”.

Consciente de que el liberalismo no consiste en carecer de criterio sino en no imponer violentamente el propio, Gregorio Marañón, que lo fue todo en la ciencia y en la cultura, fue también consciente de sus limitaciones: “Los grandes políticos son sólo aquellos que tienen o una fe ilimitada en los hombres o un profundo desprecio por ellos. Esta es la razón por la cual los hombres liberales y humanistas no serán nunca grandes políticos: para ellos, el hombre no merece ni la confianza ni el desprecio, sino simpatía, piedad y comprensión”. –

Gregorio Marañón 1887-1960. Médico, humanista y liberal. Biblioteca Nacional. Madrid. Hasta el 6 de junio. www.bne.es.

El lugar del exilio de 1939

JOSÉ-CARLOS MAINER – El País –  06/03/2010

Foto: Acapulco, 1965: Gabriel García Márquez (con gafas, sentado), con Luis Alcoriza y Luis Buñuel (a su derecha).-

A la intemperie, de Jordi Gracia, tiene una seguridad y un brío narrativos que cautivan. Es un libro fluyente y calculado que oímos respirar, buscar, moverse inquieto -como su autor- entre el espigueo de las citas espléndidas y la comezón de definir con brillantez

Ensayo. No andamos tan sobrados de polémicas de hondura como para desdeñar una que concierne al lugar del exilio intelectual de 1939 en la historia de la literatura española. Hace ya tiempo el inolvidable Claudio Guillén apuntó en El sol de los desterrados que los trabajos sobre su recuerdo debían pasar del “ámbito de los temas” al de los “problemas”. Y hace tres años, un libro de María Paz Balibrea, Tiempo de exilio -“un punto obcecado”, como apunta con razón Jordi Gracia-, lamentaba que el “no lugar” del destierro respondiera a que “la opinión democrática del antifranquismo se edifica sobre los cimientos inamovibles del desarrollismo franquista”. Jordi Gracia, aludido negativamente en aquellas páginas, argumenta aquí su deseo de “comprender la cultura española desde 1939 en un solo cauce”, pero también concluye que en lo que toca al exilio, “sus posibilidades de intervención se agotaron por razones políticas, pero también de pura consunción biológica y de anacronía o desfase histórico”. Y si es cierto que el exilio “concentró con potencia el valor simbólico de la derrota”, también lo es que, entre 1965 y 1980, cuando más intensamente se hablaba de una deuda colectiva, en el fondo preferíamos -además de Cortázar y García Márquez- el humor de Eduardo Mendoza que no estaba en Max Aub, aquella “precisión emotiva” de Marsé que no se hallaba en Arturo Barea o la “insolencia lírica de Umbral”, mejor que la de Rosa Chacel.

Puede que no haya incompatibilidades tajantes en elecciones que algunos nunca hicimos. Pero la ley del ensayo -y como ensayo se define este libro- es a veces la hipérbole provocativa. Y, en cambio, su mejor defensa siempre estriba en el grado de coherencia emocional que se percibe en su andadura. Y A la intemperie es un libro fluyente y calculado que oímos respirar, buscar, moverse inquieto -como su autor- entre el espigueo de las citas espléndidas y la comezón de definir con brillantez. Lo consigue. No tiene nada que ver con la pataleta de Francisco Umbral que exaltó la figura de Camilo J. Cela contra la de los desterrados, beneficiarios del “misticismo devoto del exilio” donde casi todo ha sido “ruido y Academia” (Las palabras de la tribu). Con razones verdaderas, Jordi Gracia ha hablado de una “democracia caníbal”, aunque “benigna”, y de un balance lleno de matices. Y su actitud nos señala un rumbo nuevo: asistimos al “reencuentro de los nietos”, interesado pero también justiciero, conmovido pero deseoso de lucidez, y nos hace pensar inevitablemente en las páginas y las autoficciones de Antonio Muñoz Molina, Ignacio Martínez de Pisón y Javier Cercas, sus coetáneos, que se citan oportunamente en las últimas páginas de A la intemperie.

Como ellos, el autor ha querido ver la llaga desde dentro y no es casual que la mayor parte de las citas provengan del importante caudal de epistolarios que vamos atesorando y que no falten las de testimonios clásicos como el madrugador ensayo Para quién escribimos nosotros, de Ayala; La gallina ciega, de Aub, y Drama patrio, de Gil-Albert. Desde dentro, se recuentan aquí los desgarrones que se saldaron con sufrimiento (los suicidios de Eugenio Ímaz o Ramón Iglesia Parga, o el dolor y la desorientación de Rosa Chacel), los “regresos inciertos” y tempranos (principalmente de exiliados catalanes), las acomodaciones felices y fecundas (las de Pedro Salinas, Adolfo Salazar, Josep Lluís Sert o Luis Buñuel), los intentos de diálogo con el antifranquismo del interior (visibles en las referencias del Boletín de Información de la Unión de Intelectuales Españoles, que acaba de editar Manuel Aznar Soler) y la presencia de quienes fueron, desde España, abnegados albaceas del exilio (Rafael Lapesa o José Luis Cano).

A la intemperie tiene una seguridad y un brío narrativos que cautivan. La primera obedece, sin duda, a que forma parte de una trayectoria vocacional de singular coherencia que se inició con una indagación sobre la restitución del diálogo intelectual bajo el franquismo (Estado y cultura y La resistencia silenciosa); en medio hubo una panorámica del presente, Hijos de la razón, y al final, un par de memorables volúmenes sobre Dionisio Ridruejo, que estuvo en todas partes, incluida la intemperie. Ahora llega, casi necesariamente, un importante ensayo sobre el exilio pero también, por qué no, sobre nosotros. –

Jordi Gracia: A la intemperie. Exilio y cultura en España. Barcelona, Anagrama, 2010.