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El chichiltic que quedó atrapado en sus propios pensamientos

¿Qué os parece este enigmático y a la vez extraño paratexto? Enigmático, ¿no? Bien podría haber sido el título de una novela del que se define a sí mismo como escritor mexicano-catalán y un poco irlandés, Jordi Soler. Pero la verdad, tengo que deciros que es la esencia de lo que le pasó a muchos de los chichiltics españoles que tuvieron que abandonar su país, que se exiliaron por motivos de color. Y no me refiero al color de piel, eso sería para otro análisis, me refiero al color de su ideología. Los nahuas, nativos de Mesoamérica, supieron dar nombre al color que lleva el estigma del diablo, del comunismo, de los perdedores de la Guerra Civil española. Entiéndase estigma como la marca impuesta con hierro candente, bien como pena infamante, bien como signo de esclavitud. En este caso, es una marca que los exiliados llevaron tatuada cuando salieron de su país hasta el fin de sus días, pero, alguno con el paso del tiempo y al ver que el país añorado ya no era ni por asomo lo que era, fueron deslizándose poco a poco por el círculo cromático, pasando del chichiltic, al rosa, al morado, después al violeta y finalmente al matlalli. Esto mismo, es lo que le pasó al protagonista de la novela Los Rojos de Ultramar. La historia de este personaje podría ser la de muchas otras voces que realizaron el mismo camino, camino hacia la libertad, unos con mayor acierto que otros. Porque el calvario empezó nada más pasar los Pirineos…

 En Francia, primer peaje hacia la libertad, fueron encerrados en campos de refugiados. El gobierno francés no sabía qué hacer con esos chichiltics. Éstos pensaban que serían acogidos con los brazos abiertos, pero ¡ay!  qué equivocados estaban los pobres. Padecieron mil y una penurias, algunos se quedaron atrapados en las arenas de la playa de Argelès-sur-Mer para siempre, su historia se quedó hundida en las ásperas dunas. Otros a duras penas, salieron del arenal y de las mareas, para cruzar el Atlántico rumbo a México, rumbo a lo desconocido. El segundo paso, consistía en sobrevivir en un lugar extraño. Se instalaron en este nuevo destino, comenzaron a rehacer sus vidas, pero siempre mirando de reojo a esa España, tan anhelada, para poder regresar algún día. Todos creían que iba a ser temporal, que cuando se consiguiera derrocar al General Franco, las cosas cambiarían. Pasaban los años y los años, nacían los hijos, los hijos se casaban, tenían sus propios hijos, la historia había tomado su propio camino, uno nuevo, ya no era lo que los abuelos tenían planeado. Paso último, ¿hacia dónde se dirigía entonces el recuerdo de los exiliados? Al olvido, ¿tal vez?  Antes de que esos recuerdos de nuestra historia fuesen olvidados, se los llevasen las olas, era preciso plasmarlos en papel. Justamente lo que hizo el protagonista de la novela, Arcadi, y luego el escritor Jordi Soler, su nieto.

Para reconstruir la identidad de uno mismo, hace falta reconstruir la memoria. Mirando hacia atrás podremos conocernos, podremos conocer a la España del s. XXI. ¿Y qué tipo de memoria queremos? ¿Una memoria literal? Permitiendo que el recuerdo de una experiencia negativa sea la que dicte el futuro de nuestras vidas, y nos mantengamos atados al pasado, o tal vez ¿queramos una memoria ejemplar? Usando el pasado con vistas al presente; permitiendo aprovechar las lecciones de las injusticias sufridas para luchar contra las que se producen hoy en día, o quizás ¿una memoria multidireccional? Una memoria colectiva, multicultural y transnacional. Yo opto por esta última, al igual que hizo brillantemente Jordi Soler en su libro Los Rojos de Ultramar.

Por mucho que se intente dividir a la humanidad por colores, todos sin excepción, somos chichiltic, o ¿acaso la sangre no es roja?