Restos de una guerra muy fría

Cuarteles, aeropuertos, silos nucleares, atalayas, túneles, radares, búnkeres… El paisaje de la Europa unida está aún salpicado de lugares abandonados que hablan de su reciente historia bélica y dividida. Reliquias de un tiempo en el que dos sistemas políticos, capitalismo y comunismo, se enfrentaron por el poder. Un fotógrafo holandés los ha retratado.LOLA HUETE MACHADO El País – 18/04/2010

Germany, Soviet pilot school. -Martin Roemers (foto encontrado en http://www.moorsmagazine.com/fotografie/roemersmartin.html)

Cuarteles, aeropuertos, silos nucleares, atalayas, túneles, radares, búnkeres… El paisaje de la Europa unida está aún salpicado de lugares abandonados que hablan de su reciente historia bélica y dividida. Reliquias de un tiempo en el que dos sistemas políticos, capitalismo y comunismo, se enfrentaron por el poder. Un fotógrafo holandés los ha retratado.

Durante unas vacaciones, paseaba un día con un amigo por un bosque en la República Federal de Alemania y nos topamos con un muro entre los árboles; no podíamos seguir; no se veía nada al otro lado; sólo se oía la quietud del sonido de los pájaros. Anduvimos en paralelo a la tapia hasta que descubrimos una torre de vigilancia; había un soldado. Yo le hice una foto allí, solo, en lo alto; él la tomó de nosotros. No hablamos”. No. Corría 1983. No había nada que hablar. Europa llevaba casi cuatro décadas dividida en dos pedazos; dos ideologías irreconciliables. Eran ciudadanos de dos mundos.

Y esa primera imagen robada del muro de Berlín fue semilla de un gran proyecto futuro en la vida del fotógrafo holandés Martin Roemers. Lo cuenta él ahora para explicar su interés por todos esos objetos arquitectónicos –ya arqueológicos se diría– repartidos por el este y el oeste de Europa, que han sido su obsesión profesional durante 11 años. “Heridas en el paisaje y en sus pobladores”, dice, que ha convertido en libro y en hermosa exposición (Relics of the cold war, Reliquias de la guerra fría) en gira desde hace meses.

Roemers siguió la pista a cuarteles, aeropuertos, búnkeres, instalaciones nucleares, túneles, aviones, tanques y montañas de municiones cubiertas por el óxido del olvido. Restos todos de lo que fue la historia tensa de este mundo nuestro a mitad del siglo pasado. Construcciones o edificios que, tal como afirma el crítico Deyan Sudjic en La arquitectura del poder. Cómo los ricos y poderosos dan forma a nuestro mundo (Editorial Ariel), “pueden ser muy reveladores acerca de nuestros miedos y nuestras pasiones, acerca de los símbolos que definen una sociedad y nuestra manera de vivir”.

“Yo mismo soy un producto, un hijo de la guerra fría”, afirma Roemers. “Nací y crecí con y entre esas tensiones políticas que acabaron con la caída del Muro en 1989. Siempre supe de Europa del Este, aunque no tenía contacto directo con Alemania, sólo iba de vacaciones. Y recuerdo bien que en la escuela organizábamos mesas redondas sobre armamento o el peligro de lo nuclear; estábamos informados, era necesario, vivíamos ahí, pegados a la alambrada”.

Su generación, tan vulnerable. “Cuando vi por televisión los actos festivos en Berlín por el aniversario de la caída del Muro el 9 de noviembre de 2009 pasado no puede dejar de pensar: ‘Cuarenta años de historia mundial que se acaban en un sarao’. Y entre tanto, una generación ha crecido sin saber qué fue aquello. Si uno teclea en Google las palabras ‘guerra fría’, entre las cientos de miles de respuestas encontrará una web que comienza así: ‘¿Guerra fría? ¿Qué demonios fue eso?”, escribe el periodista H. J. A. Hofland en el prólogo del libro de Roemers.

Fue la guerra fría un tiempo marcado en el calendario en 1945, año que indica el final de la Segunda Guerra Mundial. Dicen que en febrero, en Yalta, para ser más exactos, cuando Churchill, Stalin y Roosevelt organizaron el mundo en el Livadia Palace. “Ahí debe estar el ADN de los tres aún pegado a la mesa de la sala de conferencias, cuidadosamente conservada…”, ironiza Hofland.

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‘Relics of the cold war’, editado por Hatje Cantz Verlag. www.martinroemers.com. Algunas de sus fotos son parte de la colección del Rijksmuseum de Ámsterdam.

La otra historia del gigante de la Gran Vía

El arquitecto del rascacielos de Telefónica amenazó con dimitir para preservar su aspecto.- De Cárdenas se exilió tras la guerra.- Sus hijas recuerdan la vida del edificio.- El inmueble de la red de San Luis recibió 120 impactos que el creador documentó en un plan

MARÍA MARTÍN El País11/04/2010

Bucear en la biografía de Ignacio de Cárdenas (Madrid, 1898-Segovia, 1979) es encontrarse en un mar de contradicciones. El arquitecto pasó gran parte de su vida nadando a contracorriente en defensa de sus ideas y, sobre todo, de su criterio artístico, muy avanzado para la época.

Las hijas del arquitecto del edificio de Telefónica

Las hijas del arquitecto muestran fotografías del edificio de Telefónica en construcción-

El padre de De Cárdenas, que pertenecía a la nobleza criolla, fue un periodista nacido en La Habana que emigró a Madrid en el siglo XIX. De su familia de 16 hermanos, surgieron, entre las mujeres, siete vocaciones religiosas. Y él “era el único de su familia que tiraba, ya no a la izquierda, sino al centro”, recuerda su nieto Juan Manuel Matute de Cárdenas.

Su familia poco quiere hablar de los conflictos que provocaron en casa las ideas de su padre en un momento tan convulso como la Guerra Civil, pero los hubo y graves. “Es una herida ya cicatrizada y mi padre nunca habló con rencor”, resuelven Inés y Elena de Cárdenas, las únicas hijas del arquitecto que quedan vivas.

Menos dolorosas, pero igual de conflictivas fueron las discordias entre De Cárdenas y sus jefes durante la construcción de su primera obra, “su hija la mayor”, como él llamaba a la Telefónica.

La construcción del que, dicen, fue el primer rascacielos de Europa, de casi 90 metros de altura, fue un encargo de la International Telephone and Telegraph Company (ITT) para que su filial española instalase allí la primera central de telecomunicaciones del país. La estética del edificio, así como su ubicación, tenían un claro objetivo: halagar a posibles accionistas, una clase burguesa y conservadora.

El proyecto se encargó inicialmente en 1925 al afamado arquitecto Juan Moya, diseñador de la fachada de la Casa del Cura, que impuso que De Cárdenas, su joven alumno de 27 años, colaborase con él y compartiese honorarios. Según contó el mismo De Cárdenas en sus diferentes escritos, recogidos en el libro de Pedro Navascués sobre el edificio, Moya se lanzó a una decoración demasiado barroca de la fachada, encuadrando cada ventana con hojarasca retorcida, conchas y angelotes, lo que empezaba a espantar al joven arquitecto. “Como la Telefónica quería que hiciésemos algo muy español, nos inclinamos al Barroco de Madrid. Moya gozando con hacer otra vez algo muy barroco y yo aguantando mis aficiones a lo que entonces se llamaba estilo cubista, harto de tanto Renacimiento español”.

Pero hasta para los jefes de la Telefónica las florituras de Moya eran demasiado, buscaban algo “menos atormentado”. Así que Moya, a regañadientes, iba rectificando hasta que un día se enfadó y abandonó, cansado de tanta imposición. Fue entonces cuando la compañía encargó a De Cárdenas la totalidad del proyecto con la supervisión del arquitecto norteamericano Louis S. Weeks. Ahí comenzó la batalla de De Cárdenas por la defensa de su criterio.

De Cárdenas viajó enseguida a Nueva York para reunirse con un cordial Weeks y empaparse de la estética de los rascacielos americanos. Durante su estancia el arquitecto tuvo que “luchar para que Weeks no cayese en las mismas extravagancias que Moya”. De Nueva York volvió con un anteproyecto, con la esperanza, dijo De Cárdenas, de “que el proyecto definitivo lo hiciese más a mi gusto”. Se equivocó.

Weeks, que compartía la doctrina de la escuela de Chicago, no cesó de corregir el afán funcionalista del joven arquitecto que llegó, como su maestro Moya, al enfado. Hasta el punto de presentar su dimisión. “Como de ningún modo puedo continuar llevando la dirección y obrando al dictado, le ruego me diga si en adelante ha de considerárseme como director o no, porque en este último caso, puede contar con mi dimisión inmediata”, escribió De Cárdenas en una carta dirigida su jefe el 11 de junio de 1928.

“No me choca que el joven De Cárdenas se opusiese, porque el moderno en términos internacionales era él y no la gente de la compañía, con una tendencia menos funcional y más antigua”, añade Francisco Serrano, director general de la Fundación Telefónica y apasionado de la historia del edificio. “Papá no era nada narcisista, pero no era tonto. Él no quería imponer sus ideas, pero era normal que si no se hacía lo que él quería, se fuese”, añaden las hijas.

El resultado de tanto rifirrafe estético pudo verse a finales de 1929, aunque se eligió el 1 de enero de 1930 como fecha emblemática para su inauguración. La ornamentación barroca se impuso, pero De Cárdenas consiguió, con todo, suavizarlo y frenar la decoración de la fachada con los escudos de todas las provincias españolas que tanto Moya como Weeks se empeñaron en incluir.

Desde entonces, el número 28 de la Gran Vía se llenó de decenas de mujeres solteras que acababan de dar el salto al mundo laboral. “Debía de ser por su timbre de voz”, explica Serrano, “que se las consideraba idóneas para el puesto”. Terminada la jornada laboral, los mozos hacían guardia ante la puerta esperando cortejar a una de las admiradas telefonistas. Ellas, sin embargo, debían pensárselo bien, porque en el momento en el que se casaban debían abandonar la compañía.

Un año antes de acabar la contienda, “cuando papá vio que Madrid estaba perdida”, el arquitecto y su familia tuvieron que exiliarse en Francia. Fueron ocho largos años durante los que De Cárdenas luchó contra una tuberculosis. “Unos años muy felices, aún así”, recuerdan las hermanas de 74 y 78 años. Pero, en esencia, fue un retiro forzado que separó al arquitecto de su obra, de la cura de sus heridas de metralla de la Guerra Civil y de la ampliación del edificio que se llevó a cabo entrados los años cincuenta; también de su exitosa carrera que dejó de brillar como antaño. A su regreso a España, “papá podría haber vuelto a su puesto si hubiese aceptado a Franco, pero no quiso. Él defendía siempre la honradez”, dicen sus hijas.

Cuando regresó a España en 1944, “De Cárdenas pasó a formar parte de esa generación de arquitectos que había trabajado en una línea de movimiento moderno y que, al volver a España, se ve obligada a adaptarse a las condiciones del poder, a una arquitectura de búsqueda de un estilo propio, español, que reflejase la España imperial”, reflexiona el coordinador del archivo histórico del Colegio Oficial de Arquitectos, Miguel Lasa.

“Cuando volvimos se quedó como si le hubiesen dado una paliza”, ilustra su hija Elena. “Se agarró a su mujer y a sus hijos y ya no le interesaba la arquitectura, ni le interesaba nada. Estaba aburrido, cansado”.

Elena guarda como oro en paño los poemas que escribió su padre. Cree que es una tontería incluirlos, pero lee uno que refleja cómo la guerra apagó a un genio: “He sido rico, quién lo diría… y [ahora]sólo tengo míos mi corazón deshecho a fuerza de sufrir y mi mujer y mis hijos en el pecho a punto de morir”.

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El arquitecto del edificio de Telefónica, Ignacio de Cárdenas, tuvo que viajar a Nueva York en 1926 para asesorarse sobre la construcción de rascacielos. Acababan de encomendarle la construcción del edificio más alto de Europa. En la fotografía, cedida por la fundación, un detalle de sujeción de uno de los tirantes de una de las impresionantes grúas que coronaban la edificación.-

Más fotos de la historia del edificio de Telefónica.

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“Cuando bombardeaban, papá tenía que estar allí”

“La Gran Vía conducía al frente en línea recta, y el frente se aproximaba. Los oíamos. Estábamos esperando oírlo de un momento a otro bajo nuestras ventanas. Asaltarían la Telefónica. No había escape. Era una ratonera inmensa y nos cazarían como a ratas”. Es el testimonio de excepción de Arturo Barea en su libro La forja de un rebelde. Él fue el censor de las crónicas de la guerra que se enviaban desde el edificio y hasta que un obús no reventó una casa a 20 metros de la Telefónica no abandonó.

Más aguantó De Cárdenas, que no dejó el edificio durante casi la totalidad de la contienda. “Papá estaba todo el tiempo en la Telefónica, era el jefe de los arquitectos y cuando lo estaban bombardeando él tenía que estar allí”, cuentan Inés y Elena, las hijas del arquitecto.

Durante ese tiempo en el que los sótanos servían de refugio, De Cárdenas tomó un plano de la fachada de la calle de Valverde, la más dañada, y apuntó en rojo con temple y dolor cada una de las 120 granadas que impactaron sobre su obra, sin que jamás se resintiese su estructura.

“La altura del edificio hizo que se convirtiera en blanco preferido del asalto a Madrid por las tropas de Franco. Era esta acera, precisamente, la que recibía los impactos de los obuses por la dirección que tomaban desde la Casa de Campo”, cuenta el director general de la Fundación Telefónica, Francisco Serrano. “Algunos de los muchísimos escritores que mandaban sus crónicas desde allí aprovechaban la noche, cuando no había peligro de bombardeo, para cruzar la calle”.

La Guerra Civil impidió que De Cárdenas terminase el edificio tal y como lo había ideado. El proyecto incluía el derribo de una central provisional construida en la calle de Fuencarral para dar servicio mientras se construía el edificio principal y la ampliación de éste.

Terminada la guerra y exiliado De Cárdenas en el País Vasco francés, se rehabilitó el edificio. Otros arquitectos, ya entrados los años cincuenta, concluyeron su proyecto original ya que él, por sus ideas políticas, no fue readmitido en la Telefónica. Después de años de litigio para cobrar viejas deudas de la compañía, según sus hijas, acabó recibiendo “una exigua pensión de obrero”.