Los últimos ‘niños de la guerra’

En Rusia y Ucrania quedan 171 supervivientes de los niños españoles que llegaron en 1937 para salvarse de la Guerra Civil. De los adultos que combatieron a Hitler ya no queda nadie con vida

PILAR BONET – El País –  09/05/2010

Una clase de gimnasia en la casa de acogida de la calle Pirogvskaya, en Moscú, en 1938.-

Rusia celebra hoy el 65º aniversario de la victoria en la “Gran Guerra Patria”, como se denomina aquí la II Guerra Mundial. En la Plaza Roja estarán veteranos extranjeros que lucharon contra Hitler, pero habrá un vacío, el de los españoles que combatieron bajo la bandera de la URSS como aviadores, soldados, partisanos y guerrilleros. El último residente en Rusia de ese grupo curtido y condecorado, Ángel Grandal-Corral, de 83 años, falleció el 25 de marzo en Podolsk, cerca de Moscú. Aquel recio marino de Baracaldo, que patrullaba Gibraltar en el destructor Churruca, estuvo en los servicios de seguridad soviéticos y operó en un destacamento especial en la retaguardia alemana. “Ángel siempre fue un razvedchik (agente) y no relataba sus gestas”, afirman conocidos del lacónico vasco al que atribuyen legendarios sabotajes y voladuras.

En diciembre murió en Madrid José María Bravo, que se formó como piloto en la URSS y fue uno de los aviadores que acompañó a Stalin a la conferencia de Teherán. Nacido en 1917, poseía la medalla del Valor, la orden de la Guerra Patria y de la Estrella Roja. Lideró la asociación “Veterani”, que fomentó los vínculos económicos entre España y los países postsoviéticos.

Varios “niños de la guerra” (en Rusia y en Ucrania) compartieron sus recuerdos con EL PAÍS en vísperas del aniversario. Llegaron en barco a Leningrado en 1937, los alojaron en “casas de niños” y en su memoria se amalgaman dos guerras: un paisaje de bombas incendiarias, hambre insaciable, huidas eternas en barco y en tren y hermanos o compañeros que fueron víctimas del tifus, la tuberculosis y el hambre o que simplemente desaparecieron al soltarse de la mano.

Mercedes Coto, de 85 años, es una blokadniza (veterana del bloqueo) de Leningrado (septiembre, 1941-enero, 1944). Ella y Joaquina, de 81, recuerdan a Manolo, el hermano recién fallecido. Procedían de un pueblo de Asturias. En la URSS las separaron. Mercedes vivió en una casa de niños de Leningrado y ayudaba a operar a los heridos del frente en un hospital. Recuerda los cadáveres amontonados sobre el río Neva helado y el hambre que mató al compañero Salvador Puente. En 1943, aprovechando la ruptura del cerco, la mandaron al Cáucaso, donde el ejército alemán capturó a un grupo de niños (repatriados con posterioridad a España desde Alemania). Por las montañas llegó hasta Sujumi, en el mar Negro, y allí los soviéticos la encarcelaron por indocumentada. La liberaron después de que los niños capturados por las tropas hitlerianas en el Cáucaso contaran su odisea en una emisora alemana. Desde Tbilisi, en barco por el Caspio y como polizón de trenes por la estepa asiática, llegó a Samarcanda. En Miass, en los Urales, bailó jotas para el Fondo de Defensa de la URSS.

“Tras de ti marcharemos, Stalin, por la línea que Lenin trazó…”. Las hermanas Coto entonan la estrofa inicial de la canción compuesta por los niños Julio García y Ángel Madera. Stalin premió su creatividad con un reloj. “La cantaban en todas las casas de niños españoles de la URSS”, afirma Joaquina. Madera pereció en el frente de Leningrado.

En su huida, Mercedes encontró generosidad: la tía Masha, que la salvó de morir de diarrea en Samarcanda. Y frío cálculo: la aldeana del Cáucaso que le pidió la bata por un plato de sopa. Tras la guerra, Mercedes trabajó en una fábrica de Moscú. Por su condición de blokadniza, reconocida recientemente, recibe una pensión rusa de 25.000 rublos (equivalente a 650 euros), complementada con otra española. Joaquina enseñó francés en un pueblo montañoso de Daguestán, donde se desplazaba en burro, y después trabajó en Radio Moscú.

El destino dispersó a los niños. Les enviaron a lugares de donde Stalin había expulsado a otras comunidades por temor a que apoyaran al enemigo. Así, llegaron a la antigua República de los Alemanes del Volga, de donde fueron deportadas 367.000 personas, y a Crimea, de donde en 1944 fueron expulsados los tártaros. Francisco Mansilla, el director del Centro Español de Moscú, recuerda su estancia en Bassel, donde se alimentaban de los comestibles dejados por los alemanes, incluido el “sabroso aceite de hígado de bacalao” que el director de la casa de niños le requisó.

En Izium-2, en las cercanías de Járkov (Ucrania), vive Tomasa Rodríguez, 81 años, que de niña pasó “frío, hambre y miseria” en la aldea alemana de Kukkus. Tomasa es la última española de Izium-2, donde vivieron unos 40 niños de la guerra empleados en la fábrica de óptica local. Tiene tres hijos, uno de ellos trabajando en Barcelona. “Si no fuera por España, estaría en la ruina”, afirma esta mujer que cobra una pensión española de 1.700 euros cada tres meses y otra pensión de Kiev de 950 grivnias (unos 120 euros).

La vasca Josefina Iturrarán, de 87 años, cuenta que, al estallar la guerra, desaparecieron los educadores de su casa de niños de Odessa. Josefina reprocha a los dirigentes del Partido Comunista de España el “habernos dejado solos y haberse olvidado de nosotros”. Fue evacuada por Siberia y Asia Central en un vagón sin cristales. El trayecto, de 38 días, concluyó en Samarcanda, donde “se acababa la vía”.

A Antonio Herranz, de 83 años, de Baracaldo, lo enviaron a Eupatoria, en Crimea, y de allí hacia Stalingrado bajo las bombas alemanas, y por el Volga, hasta Engels y Orlovskoye, donde aprendió a ordeñar vacas y sembrar la tierra. Recuerda Herranz el tocadiscos de Afanasi Kisiliov que, de profesor en la embajada soviética en París, se convirtió en director de una casa de niños y organizador del trabajo agrícola en las haciendas abandonadas por los alemanes en Orlovskoye. Los adolescentes fueron enviados a las fábricas y Herranz fue tornero en Marx-Stadt, cerca de Sarátov. A los 14 años fabricaba armas y comía una vez al día. En el Centro Español de Moscú se guarda la memoria de vidas -breves y largas- golpeadas por dos guerras. También la de los miembros de la División Azul que se pasaron al Ejército Rojo y tras internamientos a veces muy largos se integraron en la URSS, en gran parte en Tbilisi.

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De la contienda española a la URSS

Unos ochocientos españoles lucharon por la URSS en la Segunda Guerra Mundial. Según datos del Centro Español en Moscú, 151 cayeron en combate y 15 desaparecieron en el frente. Si se suman las víctimas de las secuelas bélicas, hubo 420 muertos.

A raíz de la Guerra Civil (1936-1939) llegaron a la URSS 4.299 españoles: 891 emigrantes políticos, 157 alumnos pilotos, 67 marineros, 122 acompañantes, 2.895 niños en expediciones y otros 87 con sus padres, además de 27 capturados por el Ejército Rojo en Europa, y 51 procedentes de la División Azul. El historiador Andréi Elpátevski estima que 6.402 españoles (más de 3.000 niños) emigraron a la URSS desde los años veinte a los cuarenta. De ellos, 278 civiles fueron considerados sospechosos, incluidos los apresados en Europa. Además hubo entre 452 y 484 prisioneros de guerra, en su mayoría de la División Azul. Por delitos varios fueron condenados 250 españoles, entre ellos, 69 prisioneros de guerra e internados y 155 educadores castigados sobre todo por hurtos, subraya Elpátevski. Detrás de los robos, el hambre.

Un centenar de ex combatientes españoles vivían en 1985 en la URSS; un cuarto de siglo después, todos han muerto. A principios de mayo, en Rusia y en Ucrania quedan 152 y 19 “niños de la guerra”, respectivamente. Felipe Álvarez, el último ex combatiente español residente en Ucrania, falleció en 2008.

Diez países honran a los republicanos que lucharon contra los nazis

Los embajadores celebran el 65º aniversario del final de la II Guerra Mundial

NATALIA JUNQUERA El País08/05/2010

Un militar ruso deposita un ramo de flores al pie del monumento a los españoles que lucharon contra los nazis.- ÁLVARO GARCÍA

Hoy hace 65 años del final de la II Guerra Mundial y la liberación de Europa del yugo nazi. Y ayer, en el cementerio de Fuencarral (Madrid), entre el monumento a los republicanos españoles que lucharon contra los nazis y el dedicado a los voluntarios llegados años antes a España para luchar contra el franquismo, representantes del Gobierno y embajadores de una decena de países se reunieron para rendirles homenaje.

Al acto asistió José Antonio Alonso, un asturiano de 91 años que después de perder la primera batalla europea contra el fascismo, se entregó sin dudarlo a la segunda. Esta vez logró contribuir al “aniquilamiento de esa bestia feroz” como jefe de la tercera brigada de la Agrupación de Guerrilleros Españoles en Francia. Ayer echaba de menos a sus compañeros. “Soy ya de los rarísimos supervivientes”.

Ludivina García Arias, presidenta de la Asociación de Descendientes del Exilio Español llamó la atención sobre el hecho de que hubiera tenido que ser su asociación la que convocara el acto mientras en el resto de Europa se están celebrando homenajes oficiales. “El Estado debería recoger esta antorcha”, dijo.

La subsecretaria del Ministerio de Justicia, Purificación Morandeira, declaró después: “El Gobierno tiene claro que no hay que olvidar (…) La ley de memoria histórica, un pequeño paso que sin duda no está a la altura de lo entregado por las víctimas”.

El presidente del Senado, Javier Rojo, aseguró que, para él, no se trataba de “un acto protocolario” y que estaba allí “por convicción”. “Recordemos para no cometer los mismos errores y horrores”, añadió.

El ex ministro de Defensa Julián García Vargas, que promovió el monumento a los guerrilleros españoles, recordó: “Liberaron París, lucharon en Alemania y acabaron en campos como Mauthausen…”. Después de guardar un minuto de silencio por las víctimas, representantes de las embajadas de Francia, Rusia, Israel y Ucrania, entre otras, depositaron flores ante los monumentos.

Alonso, que aseguró que en sus batallas jamás tuvo miedo -“eso venía después”- confesaba ya terminado el acto: “Hoy no sé si lo volvería a hacer. Me cuesta entender que esta democracia permita actuar a Falange y que haya demócratas que ven bien que se pague 136.000 euros para exhumaciones de la División Azul y critiquen la apertura de fosas que desean tantas familias”.

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Mauthausen, el “campo de los españoles”

Fuego y azufre para enterrar Alemania

Se publica por primera vez ‘El hundimiento. Hamburgo, 1943’, de Hans Erich Nossack, uno de los escasos testimonios sobre los desvastadores bombardeos aliados

CARLOS PRIETO – Público – 01/05/2010

Vista de Hamburgo tras la entrada de los aliados en 1945. - AFP

Vista de Hamburgo tras la entrada de los aliados en 1945. – AFP

Hacía mucho que Hamburgo no vivía un verano tan caluroso, aunque nada comparado con el infierno en el que se iba a convertir aquello en unos días. Hans Erih Nossack (Hamburgo, 1901-1977) decidió que había llegado el momento de tomarse unas vacaciones. Llevaba cinco años sin alejarse de Hamburgo debido a su “enfermizo rechazo a salir” de la ciudad y de su habitación. El 21 de julio de 1943 partió hacia Horst, a 15 kilómetros al sur de la ciudad. Su mujer, Misi, “asombrada de que hubiera acudido”, le esperaba en una cabaña “oculta entre abedules, matas de pino y una huerta. El paisaje descendía bruscamente hacia el Elba y Hamburgo. Si el día era claro, podían apreciarse las torres de la ciudad”.

Las torres desaparecerían de la vista cuatro días después: Hamburgo había comenzado a borrarse (literalmente) del mapa. Nossack escribió tres meses después El hundimiento (editorial La uña rota), uno de los escasísimos textos alemanes sobre la campaña de bombardeos aliados, publicado ahora por primera vez en español. “Tengo la sensación de que jamás podría volver a abrir la boca si no me ocupara antes de esto”, escribió Nossack. “Esto” era la operación Gomorra: diez toneladas de bombas explosivas e incendiarias arrojadas por la Royal Air Force británica, apoyada por la Octava Flota Aérea de EEUU.

Nossack dormía cuando sonó por primera vez la alarma antiaérea (“en el brezal se oyen las sirenas, que aúllan como gatos en pueblos lejanos, pero sólo cuando el viento es favorable”), aunque sí oyó después un sonido que nunca olvidaría: “Corrí descalzo fuera de la casa, adentrándome en ese ruido que se cernía como una carga abrumadora entre la claridad de las estrellas y la oscuridad de la tierra, ni aquí ni allí, sino en todo el espacio: era imposible librarse de él. Uno no se atrevía a coger aire por miedo a respirarlo”, escribió. Era el rugido de los 1.800 aviones de guerra que iban camino de arrasar Hamburgo.

La cólera del mundo

Pese a que la ciudad había sufrido ya 200 bombardeos, nadie estaba preparado para lo que se les venía encima. “Aquello era completamente nuevo. Era el final. En la última de las noches, la cólera del mundo se intensificó como ningún ser humano pueda imaginar. Una gran nube de tormenta había empezado a descargar justo en el momento de la alarma. El ataque iba dirigido al último barrio que quedaba en pie. Pero los bombarderos no lograron identificar el blanco debajo de la tormenta y lanzaron las bombas a ciegas, dondequiera que cayesen. No podía distinguirse si eran rayos y truenos o si eran bombas o fuego de artillería”.

Los refugiados comenzaron a llegar a Horst en riadas. No eran capaces de explicar lo que había pasado. “Traían consigo un silencio inquietante. El mero hecho de querer ofrecerles ayuda parecía un acto demasiado ruidoso”. Un silencio que resultó profético. La magnitud de la campaña de bombardeos aliados durante la II Guerra Mundial (130 ciudades arrasadas, 600.000 muertos), contrasta con la falta total de testimonios, como constató W. G. Sebald en el ensayo de referencia Sobre la historia natural de la destrucción (Anagrama, 2003): “A causa de un acuerdo tácito no había que describir el verdadero estado de ruina material y moral en que se encontraba el país. Los aspectos más sombríos del acto final de una destrucción, vividos por la inmensa mayoría de la población, siguieron siendo un secreto familiar vergonzoso”.

Sólo los escritores Heinrich Böll, Hermann Kasack y Peter de Mendelssohn trataron el tema sobre el terreno y “el déficit tampoco fue compensado por la literatura de posguerra”. Sebald destacó sobre todo El hundimiento por su prosa sobria que “logra acercarse con deliberada reserva a los horrores” sin caer en excesos melodramáticos.

Nossack mantuvo la calma incluso cuando entró con su mujer en la ciudad; apretujados en un camión entre docenas de personas. Incluso recurrió al humor, imaginándose que viajaban en un tour por los lugares más destrozados del planeta. “Éramos como un grupo de turistas, sólo nos faltaban el megáfono y la verborrea de un guía. De pronto estábamos todos desconcertados y no sabíamos cómo explicar esa extrañeza. Donde antes la mirada se tropezaba con los muros de las casas, se extendía ahora una llanura muda hasta el infinito”.

Primero se fijó en que lo único que habían quedado en pie eran las chimeneas, “que se elevaban sobre el suelo solitarias como cenotafios, dólmenes o dedos que reprenden”. Y se devanó los sesos para intentar describir un paisaje que parecía “las bambalinas de una ópera fantástica”: “Con la de cosas que aprendimos en la escuela… pero nadie nos había hablado todavía de lo que teníamos delante. ¿Había pues aún, pese a todo, continentes por explorar?”.

Optó por centrarse en los detalles cotidianos para descubrir “hasta qué espantoso punto nos resultaba extraño lo que hasta entonces se daba por sentado. Cuando fui con Misi a nuestro barrio destruido vimos a una mujer limpiando las ventanas de un edificio que se alzaba solitario e intacto en medio de un mar de escombros. Nos dimos con el codo y nos detuvimos como hechizados, creíamos estar viendo a una loca”.

No menos significativos son sus apuntes sobre la actitud de los ciudadanos: la guerra había dejado de interesarles dos años antes de que acabara: “Nuestro destino estaba decidido, los acontecimientos del resto del mundo no podían cambiar nada”. Nadie hacía ya el menor caso ni a los partes militares de los periódicos (“ni siquiera comprendíamos para qué seguían publicándose”), ni a las autoridades: “No podíamos mostrar mayor desprecio ante eso que llamamos poder o Estado que tratándolo como algo totalmente irrelevante”.

No se cumplieron las expectativas de los aliados sobre una revuelta ciudadana contra los nazis, aunque tampoco aumentó el odio contra el invasor. “No oí a una sola persona que insultara al enemigo o le atribuyera la culpa de la destrucción. No di nunca con una sola persona que se consolara con la idea de una venganza. Al contrario, lo que se decía y pensaba era: ¿Por qué tienen que morir también los otros? Me dijeron que a un pelmazo que hablaba de represalias y de exterminar al enemigo con gas tóxico lo molieron a palos”.

La II Guerra Mundial en imágenes inéditas

ISABEL GALLO El País01/03/2010

Foto: Imagen de la serie de Canal de Historia II GM. Los archivos perdidos.-

“Te escribo desde un refugio, en un descanso del combate y entre el ruido ensordecedor de los aviones. El cielo está cubierto de humo, escucho gritos de dolor. Nuestro ánimo ha decaído bastante. Dicen que los únicos que ven la guerra así son los que viven…”. Este testimonio es un fragmento de una carta que Rockie Blunt, soldado de Infantería estadounidense, envió a su familia desde el frente europeo. Este aspirante a batería de jazz en su vida civil es uno de los 12 protagonistas que aparecen en II GM. Los archivos perdidos, una superproducción que Canal de Historia (dial 64 de Digital +) estrenará el 3 de marzo (23.00).

La serie, de 10 capítulos, reconstruye cómo fueron aquellos seis años de contienda a través de los ojos de quienes la vivieron y padecieron. Diez militares, un reportero y una enfermera narrarán “sus impactantes experiencias personales”, dice Mercedes Rico, directora de Programación de Canal de Historia, que asegura que los documentales son “pura realidad”. “Aquí no hay estrellas de cine, ni extras, ni maquillaje, ni efectos especiales, sólo gente que sufrió, mató y vio morir”.

Nada que ver entonces con películas de trama bélica como La batalla de Midway, La delgada línea roja, Patton o Banderas de nuestros padres. Ni con héroes del celuloide como Gary Cooper, Charlton Heston, Glenn Ford, George C. Scott y Sean Penn. Y aunque Rico reconoce que Hollywood hizo mucho para que el mundo conociera la implicación de Estados Unidos en la contienda, esta serie sirve “para desmitificar lugares comunes y conocer mejor lo que sucedió”. Así, los espectadores podrán saber que Estados Unidos no tenía ningún interés en intervenir en la guerra, que la mayor parte de los reclutas que se alistaron como voluntarios o a la fuerza no sabían dónde iban y nunca habían disparado un fusil o lo escasamente preparados que estaban, tanto que los cascos pertenecían a la I Guerra Mundial. Este trabajo ha sido el resultado de dos años de investigación. Se han restaurado más de 3.000 horas de imágenes inéditas grabadas en color en los años cuarenta y que permanecían ocultas en archivos de 35 países. Muchas de ellas, “por demasiado gráficas, pueden herir la sensibilidad”, se advierte en el primer capítulo, narrado por Iñaki Gabilondo.