Contra la desmemoria, repensemos los relatos audiovisuales sobre la historia reciente de España

En el ciclo Narrar la historia se descubre la presencia de una serie de propuestas y de creadores que, al margen de la tendencia general a obviar el pasado durante la década de los noventa, se preocuparon por canalizar un sentimiento que se encontraba abandonado pero muy presente en un sector de la sociedad española.

Uno de los peligros a los que se enfrenta cualquier acercamiento al pasado histórico es la tendencia a perpetuar aquellas perspectivas, juicios e imaginarios que han constituido el centro del discurso mayoritario en torno a determinada época o acontecimiento y a eludir aquellas otras que, por diversos motivos, han permanecido al margen desde sus inicios. Siendo conscientes de este riesgo, determinadas iniciativas provenientes del ámbito cultural y académico se han acercado a algunos momentos de la historia intentando dejar de lado las desatenciones y los maniqueísmos que han regido los discursos predominantes sobre sucesos concretos. Así ocurrió, por ejemplo, con la revisión llevada a cabo el pasado 2008 de las revueltas de mayo del 68 con motivo de su 50 aniversario: frente a ese “escenario generalmente reducido a los iconos de las barricadas, pintadas y manifestaciones estudiantiles”(1) que pobló la mayor parte de los discursos conmemorativos del mayo del 68 francés, los comisarios de una muestra organizada en el Instituto Francés de Barcelona que se podía disfrutar durante el mes de mayo apostaron por el cine declaradamente militante y realizado in situ para aportar una mirada más directa y rigurosa a dicho acontecimiento histórico.

Una motivación similar se aprecia en el ciclo de vídeo y conferencias que la artista Virginia Villaplana programó para el MNCARS (2), que tuvo lugar entre el 22 de febrero y el 26 de marzo, y que podemos interpretar como una respuesta tardía pero, desde luego, muy útil aún al tono exultante de las distintas efemérides celebradas en los últimos cinco años para conmemorar la consecución de la democracia en España. Dicho ciclo, que formaba parte de un proyecto más amplio (en el que se incluía una instalación en la galería Off Limits, un taller, la presentación de una novela y hasta una visita guiada a las fosas de la ciudad de Valencia), se planteó como un espacio de reflexión en torno a uno de los periodos de la historia de España que más relatos míticos ha provocado hasta el momento: la Transición democrática. Su intención fue “centrar la atención sobre las formas de olvido, trauma y narración tomando como caso de estudio la memoria familiar, las formas de resistencia en el relato oral y el documentalismo como práctica artística” (3).

Reproduciendo en parte ese impulso que durante los años setenta llevó a determinados realizadores a ofrecer una visión distinta y, en ocasiones, contrapuesta a la oficial, algunos creadores se han lanzado en los últimos quince años a concebir una serie de relatos audiovisuales que hacen hincapié en las ambigüedades de una memoria que, desde mediados de los años ochenta, se ha visto claramente infravalorada o simplificada. Dichos relatos (algunos de los cuales fueron incluidos en la muestra) se sitúan en las antípodas del modelo que, representado por la serie televisiva La Transición, dirigida por Victoria Prego en 1995, se ha impuesto como predominante en los medios. Si en dicha serie el éxito de la democratización de España se explicaba desde los cambios impulsados por la clase política del momento, en aquéllos se valora como indispensable la disposición renovadora y hasta radical del ciudadano de a pie; si en el primero se optaba por una locución explicativa que aportaba todas las claves necesarias para conocer, de una manera clara y precisa, quiénes fueron los impulsores de ese cambio político y cómo se llevó a cabo, en estas nuevas aportaciones se buscan aquellas zonas de sombra e ideas que contradicen la existencia de una única mirada sobre el hecho histórico, recurriendo principalmente, tal y como deducimos del ciclo que nos ocupa, a la entrevista y a la evocación poética.

Piezas como Abanico Rojo (Pedro Ortuño, 1997) y La tierra de la madre (José Antonio Hergueta y Marcelo Expósito, 1993-94), donde la entrevista es un dispositivo imprescindible, se plantean desplazar los relatos absolutos y cerrados con la inclusión de testimonios diversos -y a veces contrapuestos entre sí- de los “niños de la guerra”; así como con la apertura de varios puntos de fuga que, si bien inciden negativamente en la línea discursiva (en ocasiones da la sensación de que estamos visionando varias películas en una), logran trasladar al espectador la sensación de complejidad que les falta a otros discursos audiovisuales más definidos y acabados. Por su parte, No haber olvidado nada (Marcelo Expósito, Arturo Fito Rodríguez y Gabriel Villota, 1996-97) y Plan Rosebud 1 (La escena del crimen)  y 2 (Convocando a los fantasmas), de María Ruido (2008), denuncian la desmemoria que ha estado presente en los medios de comunicación desde los años posteriores a la Transición y que ha acompañado a los discursos institucionales hasta ahora. Cercanos a una de las tendencias más consolidadas del documental (la que mezcla entrevista con el uso de imágenes de archivo), todos estos trabajos reivindican la importancia del relato particular frente al relato impersonal que suelen presentar los medios para componer un fresco irregular en su forma pero rico en su contenido.

Explotando el poder evocador de las imágenes y de la voz, propuestas como Mortaja (Antonio Perumanes, 1995), Contando con los dedos de una mano (Josu Rekalde, 1996) y Más Muertas Vivas que Nunca (Marta de Gonzalo y Publio Pérez Prieto, 2002) realizan operaciones más sutiles que entrañan una reflexión sobre el tiempo histórico y el tipo de acceso que se tiene a él. Mortaja se interna en la memoria fragmentaria y plena de detalles de una mujer perteneciente a la generación que vivió la posguerra y que, desde la muerte, lanza sus recuerdos al silencio de un presente desconectado del pasado. Contando con los dedos de una mano hace reflexivo el hecho de narrar una historia mediante el recurso de reducir la puesta en escena a la mínima expresión: los diez dedos de sus manos le sirven al autor para ilustrar de manera metafórica lo que su voz va contando, una historia en la que se remite al pasado reciente (la dictadura y la democracia) y que denuncia la “tiranía de la imagen (y) de las palabras” a la hora de construir relatos sobre el tiempo. Por último, Más Muertas Vivas que Nunca emplea una puesta en escena donde se reproduce a modo de tableau vivant el cuadro La coiffure (El peinado) de 1896 de Degas, acompañada de una lectura en tono subjetivo que remite de manera poética a la experiencia de las mujeres víctimas de la matanza en la Plaza de Toros de Badajoz en agosto de 1936; el film cuestiona los imaginarios femeninos a la vez que fomenta una reflexión sobre los relatos traumáticos, que suelen acabar convirtiéndose en monumentos, esos lugares donde, según explican los autores, “las víctimas nunca tienen la palabra” (4) . Las tres piezas renuncian a utilizar las formas habituales de representación audiovisual para proponer otro tipo de relación con el pasado; una relación que parte de la conciencia de la dificultad que ésta entraña y que ve en diversas estrategias de extrañamiento la manera de plantear un ejercicio de reflexión en torno a las formas de narrar los hechos del pasado.

En este recorrido se descubre la presencia de una serie de propuestas y de creadores que, al margen de la tendencia general a obviar el pasado durante la década de los noventa, se preocuparon por canalizar un sentimiento que se encontraba abandonado pero muy presente en un sector de la sociedad española. Un sentimiento que, como evidencian esas otras piezas incluidas en el ciclo y de factura más reciente, ha permanecido y quizá hasta cobrado fuerza durante los últimos diez años, cuando éste ha adquirido una visibilidad inusitada en forma, por ejemplo, de relatos audiovisuales que, de manera más o menos interesante, han abordado la memoria y la historia reciente del país (5).

Narrar la historia es una muestra pertinente en cuanto que plantea la necesidad de compilar y mostrar aquellos trabajos que, en parte por su marginalidad, en parte por su novedad, son capaces de cuestionar y hasta enmendar algunas de las fallas en las que han podido incurrir los relatos en torno a la historia reciente de España que han abundado en los medios hasta la actualidad. Un planteamiento que resulta relevante por lo que conlleva de reflexión sobre “la función política de las imágenes, su relación con la historia, y la producción de desmemoria histórica como proceso social y contemporáneo” (6). Cuestiones todas ellas que se han revelado como imprescindibles a la hora de entender la realidad política, social y cultural de nuestro país durante las últimas décadas.

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(1)“Presentación”, David Cortés y Amador Fernández-Savater (eds.), Con y contra el cine. En torno a Mayo del 68, Sevilla / Madrid / Barcelona, Unia Arte y Pensamiento / Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales / Fundació Antoni Tàpies, 2008, pág. 11.

(2) Motivación que parece justificar la presencia de la única propuesta incluida en el ciclo que no corresponde a las dos últimas décadas: Ocaña. Exposición en la galería Mec-Mec (Video-NOU, 1977), un documento que “muestra un fragmento de la vida contracultural de la Barcelona de la transición democrática” y que aporta la memoria personal del transgresor artista. Ésta puede ser interpretada como el lugar desde el que desea partir el ciclo: el de aquellos relatos situados en los márgenes del discurso histórico que surgieron directamente del encuentro con “la calle” durante los años setenta y principios de los ochenta.

(3) Cuadernillo que complementa el proyecto, MNCARS, 2010.

(4) Ver nota anterior.

(5) Podemos mencionar, entre otros, Los niños de Rusia (Jaime Camino, 2001), La guerrilla de la memoria (Javier Corcuera, 2002), Así en la tierra como en el cielo (Isadora Guardia, cortometraje, 2002), Entre el dictador y yo (VV. AA., 2005), El tren de la memoria (Marta Arribas y Ana García, 2005), Bucarest, la memoria perdida (Albert Solé, 2008) y Nadar (Carla Subirana, 2008). Una aproximación a las estrategias de rememoración empleadas en estos trabajos podrá encontrarse en el texto “Hacer visible el trauma: la invocación de la memoria en la producción documental desde los años setenta en España”, que aparecerá publicado próximamente en el n.º 31 de Secuencias. Revista de Historia del cine, monográfico dedicado a las relaciones entre el cine y la memoria (traumática).
(6) Ver nota 3.

A guerra, a vaca e o primeiro avión

MANUEL RIVAS El País – 07/05/2010

Había un ruxerruxe inquietante. Unha alarma que aparecía na sombra oblicua da tipografía das noticias.

Os dous avós sentiron de perto as gadoupas da cacería humana que se desatou co triunfo do golpe. Un estivo nas portas da morte e outro andou un tempo, canda algúns compañeiros, fuxido no monte.

Pero todo o que eu lles oín verbo da guerra foron dúas historias nas que falaban os paxaros. Dous agoiros asociados á natureza. E por mor deles, ambos os dous souberon con algunha certeza o que ía pasar antes de que pasara.

A comezo daquel mes de xullo, Manuel Barrós, o avó de Corpo Santo, volveu un día a casa apesarado e silandeiro, el que era tan animoso e falador. Non lle prestou comer. E non recuperou o espírito até que rompeu a falar e contou o que acontecera. Nunha corredoira, o combate de dúas bubelas. Dúas bubelas? Vaia, ho! Non era a cousa para tanto. A verdade é que el vira moitas veces pelexas de animais, o desafío dos machos, mais nunca sentira un arrepío semellante. As dúas bubelas peteirábanse a morte. O avó tentou espantalas, mais non facían caso dos berros nin da ameaza dun fungueiro. Aquelas pequenas aves converteran todo o seu corpo nun arma. Todo o seu ser nunha pulsión de morte. E meu avó decidiu afastarse do lugar do horror. Interpretou aquilo como unha derrota da natureza toda. El, que non era nada supersticioso, dixo: “Algo terríbel vai pasar”.

Na outra historia, na de meu avó paterno, a presenza dun ave era máis ben fonosimbólica. Unha mañá moi cedo, por aquelas mesmas datas, Manuel Rivas, carpinteiro, de Sigrás, ía camiño do traballo subido con outros moitos obreiros no remolque dun camión. Ía unha brétema moi mesta, que o camión furaba a modo. Despois dunha curva, xurdiu pola beira da estrada, como unha aparición, un cura de sotana. Era un ser corpulento, e ademais do saión, leva un gran sombreiro negro de ala plana e redonda. Os obreiros, sorprendidos no abrente, ollaron en demorado travelling para o aparecido, que ía ficando atrás. Até que un deles, un mociño, imitou dende o remolque o grallar dun corvo carnazal:

-Groc, groc, groc!

Houbo risos pola brincadeira, pero entón aínda tiveron tempo para oír a voz tronante:

-Ride, ride! Xa riremos todos a mediados de mes!

E meu avó, despois de lembrar aquel episodio, murmuraba como quen descifra de súpeto e abraiado un enigma histórico: “Sabíao! Aquel cura sabía o que ía pasar!”. Sempre me impresionou o potencial dese relato: alguén que é posuidor dun alto segredo, vai e descóbreo por mor dunha burla infantil.

Manuel, o de Sigrás, estaba afiliado ao Sindicato. E dicir sindicato nas Mariñas coruñesas era dicir CNT. Participou na longuísima folga para acadar a xornada laboral de oito horas. E cando mencionaba esa loita, un brevísimo inserto no silencio, volvía a refulxir dende o pouso do iris un melancólico orgullo libertario.

A diferenza do avó labrador, que ás veces falaba só cunha elevación feiticeira, estoutro avó carpinteiro era de moi poucas falas. Mellor dito, expresábase cun morse de silencios. E os seus únicos allegros eran o doce xúbilo das ferramentas e da madeira. Unha vez lin un texto que falaba das calidades máis valoradas nos obradoiros de pintura de Flandres: “A ollada fértil, a man sincera”. Eran dúas condicións que partillaban o labrador, o carpinteiro e a costureira. Porque a avoa, Dominga, era costureira e bordadora. Tiveron tres fillas e un fillo, o que sería meu pai, que foi nacer en Zamora e nun día de neve, cando meu avó traballaba no camiño de ferro para o tren a Galicia. Así que a crianza tivo sorte: o primeiro son que puido ir foi o do pai facendo o berce.

As cousas complicáronse despois. Co último parto, na costureira manifestaríase unha doenza que acabaría amolándoa para sempre, por máis que resistiu. O peor para unha familia obreira, na fame de posguerra, é que non había nin traballo nin terra. Ás nenas coidábanas as tías. Dúas delas, solteiras, moi delicadas e cun gusto exquisito, servían en Coruña e converteran a súa casiña nunha auténtica casiña de bonecas. O destino de meu pai foi ben diferente. Era algo así como un pequeno bravú. Case non puido ir á escola. Para que comese, mandárono a vivir cos avós, que eran labradores, a lindar vacas. E ese foi o seu traballo durante anos. Ir de mordomo das vacas.

Un día escoitou un ruído tremendo no ceo. Era un avión bimotor. Parecía que xusto ía aterrar alí. Meu pai contaba que estaba tan perto que lle podía ver a cara ao piloto. El miraba para o piloto e o piloto para el. E a mesmo curiosidade tivo a vaca. Verlle a cara ao piloto. Meu pai ergueu a cabeza e a vaca tamén. E a punta do corno xusto foi dar na coviña do maxilar inferior, onde lle quedou unha ben torneada cicatriz.

Xa de maior, ás veces dicíanlle que unha cicatriz así facía máis interesante a un home. Preguntábanlle como se fixera esa coviña, estilo Robert Mitchum. E meu pai respondía con precisión histórica: “Foi entre unha vaca e un avión!”.

Las culpas de los espías de Franco llegan a la tele

Un documental desvela la labor de los informadores nacionales desde 1936

TONI POLO – Público – 08/05/2010 21:24 Actualizado: 09/05/2010 10:24

El comandante Julián Troncoso cometió actos terroristas en el sur  de Francia y los achacó a los rojos'.

El comandante Julián Troncoso cometió actos terroristas en el sur de Francia y los achacó a los rojos’.TONI POLO

Barcelona, Lleida, Granollers y Gernika son algunas de las ciudades que sufrieron en la Guerra Civil los primeros bombardeos aéreos indiscriminados sobre población civil en la historia, algunos de los cuales sólo fueron posibles gracias a la información que Franco obtenía de su red de espionaje, localizada sobre todo en el sur de Francia.

La labor de estos informadores sale a la luz ahora en televisión gracias a Espías de Franco, un documental dirigido por Xavier Montanyà y producido por BATABAT en colaboración con TV3, TVE, France 3 y Canal Historia que la cadena catalana emitirá mañana y que más adelante podrá verse en TVE y Canal Historia. El documental, que incluye el testimonio de algunos de los protagonistas que siguen vivos, ya se emitió entre diciembre de 2009 y febrero de 2010 en la televisión francesa, donde cosechó muchos elogios debido a la implicación del país vecino en los hechos que se narran.

“El tema de los espías de Franco se había desprestigiado un poco, quedaba algo así como un TBO”, comenta el director de la cinta, Xavier Montanyà. “Sabíamos algo de la implicación de muchos nombres, algunos conocidos como Josep Pla o Carlos Sentís, y otros no tanto, como Julián Troncoso o José Bertran, en las redes de espionaje franquista en Francia durante la guerra, pero la derecha siempre lo ha trivializado”, dice.

El documental revela la implicación de esa red de espionaje franquista, que actuó sobre todo en 1937 en Marsella, desde donde informaba a Franco de los buques que zarpaban con alimentos o armas para el bando republicano, de la ubicación de objetivos en determinadas ciudades o de los movimientos de los agentes republicanos en Francia.

“Un ejemplo trágico es el bombardeo de Barcelona”, explica el director. “Se han encontrado planos de la ciudad con 220 objetivos estratégicos para bombardear: los nazis alemanes y los fascistas italianos, a quienes se canalizaron esas informaciones, se encargaron de la ejecución”.

Fondos de Moscú

La aportación principal del documental reside en los datos aportados por los archivos de los fondos de Moscú. Se trata de documentación clave porque contiene las investigaciones y los seguimientos de la Securité francesa sobre la red de espías. Tras la retirada de París, los nazis se llevaron los archivos a Berlín, donde poco después cayeron en manos de los soviéticos liberadores de la capital alemana. Hace unos cinco años, el historiador Jordi Guixé los examinó y pudo constatar el apoyo de la ultraderecha francesa a los espías españoles.

El archivo militar de Ávila arrojó también datos definitivos, puesto que se citan nombres de los agentes en Marsella. “Ya nadie podrá negar la implicación en esta trama de Pla, Sentís, Bertran i Musitu, entre otros nombres de la alta burguesía catalana”, dice Montanyà.

Soldado, preso, guerrillero

Esta semana se han cumplido 65 años de la liberación del campo nazi de Mauthausen. Uno de los supervivientes, el español Domingo Félez, rememora este hecho y lo enmarca en su largo trayecto personal de combatiente, iniciado en la Guerra Civil y terminado en la guerrilla venezolana a finales de los años sesenta. Félez habla en Venezuela, donde vive

LAURA S. LERET El País – 09/05/2010

Domingo Félez en 1938, cuando era sargento del ejército republicano.- Foto del archivo familiar

Aquel fatídico verano de 1936, el aragonés Domingo Félez tenía 15 años y combatía como miliciano por la República. Ingresó en la 131 Brigada. Conquistó varias posiciones militares “a pura granada de mano” y ascendió a sargento a los 17 años. Ahora rememora su vida en su casa de La Victoria, la ciudad a 100 kilómetros de Caracas donde reside, con 89 años de edad.

Tras la Guerra Civil se refugió en Francia. Padeció las condiciones infrahumanas de los campos de concentración franceses. Le reclutaron para construir fortificaciones: “era un trabajo de esclavo”. Tras la invasión alemana, los españoles cayeron presos con la tropa francesa. Formados en columnas, caminaron hasta Estrasburgo y les confinaron en unos terrenos donde “el aseo era una zanja”. En diciembre de 1940, en un convoy de españoles, fue trasladado al campo de concentración nazi de Mauthausen, en Austria, calificado como “grado tres”, donde internaban a los irrecuperables.

“Recibí un uniforme a rayas y el triángulo azul de apátrida con la S de spanier. Mi número, el 4.779. Me afeitaron el vello del cuerpo, a todos con la misma hojilla, uno se agachaba y le metían la navaja entre las nalgas. Los piojos me causaron una infección que originó mi traslado al campo anexo de Gusen. Un día, mientras colocaba ladrillos para construir la cocina, conseguí un pote de grasa, me la unté sobre los piojos y me curé”.

“Trabajé en las canteras, en la construcción de los rieles, fui barbero de la barraca. Sobreviví a la epidemia de tifus de 1941. En Mauthausen no entraba nadie que no fuera para morirse. El trabajo y la comida estaban hechos para vivir un año; los supervivientes les pueden ir con cuentos a otros, pero a mí ¡no! Fuimos barberos, herreros, pintores, enfermeros, albañiles, hombres de limpieza; frío y hielo; cuando sobraba de la caldera, nos daban medio plato más de nabos, de hueso de caballo con concha de papa”.

“Me pasaron en 1943 a Viena, con un comando de presos para hacer fortines antiaéreos en una fábrica alemana de motores de aviones de caza. Allí, no te pegaban tanto”.

“Los nazis iniciaron su retirada en abril de 1945. Nos arrastraron con ellos a Mauthausen, caminamos unos 180 kilómetros. Al que no podía andar y se sentaba a la orilla, le pegaban un tiro. Uno iba caminando y escuchaba ¡pam! y al rato otra vez, ¡pam! A la tarde mataban a un caballo, le caíamos con cuchillo y lo comíamos crudo”.

El 5 de mayo de 1945, el Ejército de Estados Unidos ocupó oficialmente el campo de Mauthausen. Había euforia y también caos. Cuatro españoles, entre los que se encontraba Domingo Félez, en vez de ser liberados fueron apresados.

“A los tres días de la liberación del campo, unos hombres me detuvieron, me hablaron en alemán, alguien me denunció, nunca supe quién fue. Fuerzas de Estados Unidos nos detuvieron y nos llevaron junto con los nazis al campo de concentración de Dachau, cerca de Múnich. Los otros españoles acusados fueron Indalecio González, Laureano Navas y Moisés Fernández. Un fiscal militar de Estados Unidos me llamó un par de veces a declarar, yo me reí y contesté que todo era un embuste. En enero, febrero y marzo de 1945 yo no estaba en Mauthausen, sino a 180 kilómetros en la fábrica de aviones, ¿cómo iba yo a llevar gente a la cámara de gas? Porque esa fue la acusación”.

“No hubo pruebas para sentenciarme. Después de dos años, fui puesto en libertad en julio de 1947. A González lo ahorcaron en Dachau. Navas fue condenado a cadena perpetua y Fernández, a 20 años de prisión”.

Joseph Halow en su libro Innocent at Dachau (1992) relata que los testigos recibieron honorarios por sus servicios y no hubo un traductor profesional del castellano. Al respecto, Eve Hawkins, oficial estadounidense, escribió al Washington Post: “(…) La raza suprema (alemanes) tenía derecho a una asesoría legal y a traductores competentes, pero los españoles, los no beligerantes, los nacionales de un país no enemigo, los involucrados inocentes, uno podría decir que a nadie le importó un bledo”. A estos veteranos de la Guerra Civil, prisioneros en el campo de Mauthausen, se les juzgó en Dachau como si fueran criminales de guerra.

Domingo Félez consiguió embarcarse hacia Venezuela con un pasaporte de la Organización Internacional de Refugiados. Desempeñó varios trabajos, conoció a una hermosa trigueña con quien se casó y tuvo tres hijos. Pero en su interior le ardía la sangre. Desilusionado con el Gobierno de Rómulo Betancourt, consternado por las desapariciones de varios amigos del Partido Comunista, Félez se unió al movimiento guerrillero de los años sesenta.

“Subí a las montañas. La primera incursión duró poco, pero lo suficiente para ser delatado y apresado en mi casa. Recibí palo de las policías políticas. Fui trasladado al castillo de Puerto Cabello, donde me tomó por sorpresa la rebelión militar contra el gobierno. Uno de los capitanes golpistas, que hasta ese día había sido nuestro carcelero, nos abrió las puertas del calabozo, nos repartió fusiles. Yo fui destinado a combatir en una institución de enseñanza secundaria. Cuando vi que la causa estaba perdida, conseguí refugiarme en el portal de una casa; un desconocido me tiró del brazo, me llevó para adentro y me salvó la vida”.

Félez logró evadirse y refugiarse en Caracas. Por su experiencia en la Guerra Civil española lo buscaron para llevarlo a la selva de Monagas. “En 1965, mi esposa y mis hijos necesitaban de mí, bajé de la montaña”. La ley de amnistía le permitió salir de la clandestinidad en 1969. Después de 33 años de lucha volvió a una vida normal.

Fue barbero otra vez, fundó una empresa de jardinería. La edad ha deteriorado su vista, sus pasos son lentos, pero su memoria se mantiene impecable.

Una ‘belle époque’ de sangre y fuego

Andrés Trapiello reescribe y alarga ‘Las armas y las letras’, el libro que revolucionó la visión sobre el papel de los escritores de ambos bandos durante la Guerra Civil

JAVIER RODRÍGUEZ MARCOS El País04/05/2010

La normalidad democrática llegó antes a la política que a la literatura. Cuando Andrés Trapiello publicó por primera vez en 1994 Las armas y las letras, su ensayo sobre la literatura y los literatos durante la Guerra Civil, el libro descubrió para el gran público un puñado de ideas y autores que hoy son moneda corriente pero que entonces levantaron polvareda. Los discípulos de algunos escritores trataron de enturbiar el trabajo de Trapiello para enjuagar el papel poco claro de sus maestros durante la contienda. “Fue el caso de los cercanos a Antonio Tovar, que luego evolucionó hacia posiciones democráticas, pero que fue el traductor en el encuentro entre Franco y Hitler en Hendaya”, recuerda Trapiello. En medio de la polémica surgió la autoridad de Ayala para decir la palabra final: “Trapiello rinde con su libro un gran servicio a nuestra historia intelectual al trazar el panorama objetivo, veraz y, a la vez, comprensivo y compasivo, de la república de las letras durante un periodo tan doloroso y tan turbio como el de la Guerra Civil española”.

Las armas y las letras, que se convirtió en un clásico del género y conoció una versión intermedia en 2002, reaparece ahora publicado por Destino en una edición con 450 fotografías, varias inéditas, y un buen puñado de páginas más. “El primero lo redacté en tres meses”, apunta el autor. “Este, en 17 años”. Aunque los matices del libro sean nuevos, sus tesis siguen siendo las mismas. Por un lado, la comprobación de que hubo una tercera España que se vio arrastrada a elegir uno de los dos bandos. Por otro, algo que Trapiello resume con una vieja frase suya: “Los que ganaron la guerra perdieron los manuales de literatura”.

Si la reivindicación, como miembro de la tercera España, de Manuel Chaves Nogales, un autor hasta entonces desconocido para el gran público, fue el gran hito de la primera edición, el de esta segunda es Carlos Morla Lynch, embajador de Chile en Madrid durante la guerra y autor de España sufre, un diario recuperado hace dos años por la editorial Renacimiento con prólogo del propio Trapiello. Morla, al que Lorca dedicó Poeta en Nueva York, amigo de todo el mundo en la paz, dio refugio a gente de los dos bandos cuando la calle se volvió insegura. Su visión de que dos totalitarismos extremos -fascistas y comunistas- iban anulando a los moderados que estaban en su órbita la compartía también otra de las figuras reivindicadas por Trapiello, Clara Campoamor, que publicó en un libro sus impresiones en 1937, a pie de guerra, “sin tiempo para modificar el tiro”.

“La Guerra Civil”, dice Trapiello, “consigue que dos minorías armadas arrastren a una inmensa mayoría. Tanto en el caso de los escritores como con la población civil. Y los arrastran a punta de pistola, o conmigo o contra mí. La elección es muy poco libre”. Con todo, “aunque no todos los franquistas eran fascistas y no todos los republicanos eran demócratas”, no hay equidistancia posible, dice el ensayista, poeta (Premio de la Crítica en 1993) y novelista (Premio Nadal en 2003): “Sabemos que se cometieron crímenes parecidos en ambos bandos, pero las ideas por las que se combatió en cada uno no pudieron ser más diferentes. En el de la República por los principios de la Ilustración, base de las democracias modernas. En el de los sublevados, contra esos mismos principios”.

Junto a fragmentos de un diario inédito de 2.000 páginas redactado por Rafael Cansinos Assens, que pronto estará disponible en Internet, y una carta también inédita de Edgard Neville en la que habla del asesinato de Lorca -fue un tiro en la nuca y no un fusilamiento, dice- hay varios documentos de primer orden en Las armas y las letras: desde una carta de Torrente Ballester en la que habla de la guerra como de “un deporte de hombres” a una fotografía de Alberti en cuya dedicatoria, de 1965, habla de la Guerra Civil como de “la belle époque”. Se incluye, además, un texto desconocido de Rafael Sánchez Mazas, en el que habla por primera vez del episodio popularizado por Javier Cercas en Soldados de Salamina: “Un día te sacaron de la prisión, te sacaron al bosque con otros muchos compañeros y te fusilaron. Te levantaste ileso de entre los muertos y echaste a andar por el bosque, durante días”.

El padre de Rafael Sánchez Ferlosio fue uno de los que ganó la guerra y perdió los manuales de literatura. “A partir del bombardeo de Guernica”, apunta Trapiello, “la República ganó la guerra de la propaganda y se asumió que todos los escritores grandes estaban con ella. No fue así. En un bando estaba Juan Ramon Jiménez, pero en el otro, Azorín. En uno Miguel Hernández, María Zambrano y Carner; en el otro estaban Baroja, Ortega y Josep Pla. La trampa es contraponer a Lorca con Dionisio Ridruejo”. Además, muchos intelectuales de bandos contrarios eran amigos antes de la guerra -“el trato de Lorca con José Antonio Primo de Rivera relatado por Gabriel Celaya sigue siendo polémico para algunos”-, y muchos autores que serán muy importantes, entonces eran unos desconocidos para el público general: la mayoría de la generación del 27 sin ir más lejos.

“Hay que leer sin prejuicios”, afirma Trapiello, para el que su libro propone saltarse las barreras de la propaganda y mirar en “las fisuras” por las que se cuelan la vida y la literatura. “La reconciliación pasaba por leer sin apasionamientos ni anteojeras ideológicas los libros de los otros”.

Los inéditos del general Rojo

Se publica el manuscrito de la historia de la Guerra Civil del jefe del Estado Mayor republicano

JOSÉ ANDRÉS ROJO El País – 02/05/2010

Vicente Rojo (izquierda), jefe del Estado Mayor Central del ejército republicano, durante la Guerra Civil.-

Los papeles del general Rojo se pueden consultar en el Archivo Histórico Militar, en Madrid. El material que hay reunido allí es tan abundante, y no siempre está organizado con orden y rigor, que de tanto en tanto aparece una sorpresa. Es lo que le ocurrió a Jorge Martínez Reverte cuando investigaba para su libro El arte de matar. Uno de sus ayudantes de documentación, Mario Martínez Zauner, encontró un largo texto titulado Historia de la guerra de España, firmado por el militar republicano.

Son alrededor de 600 folios, que se inician con la narración de los preparativos del golpe y que se ocupan de los primeros meses de la contienda, de la defensa de Madrid, y que terminan, de una manera menos lineal y más dispersa, tratando distintos episodios que tuvieron lugar entre abril de 1937 y abril de 1938. En esta última parte, Rojo cuenta su relación con Negrín, Prieto y Azaña, explica los desafíos que puso en marcha como jefe del Estado Mayor Central del ejército republicano, analiza la respuesta que ese organismo propuso ante el bombardeo de la escuadra alemana a Almería y, entre otros temas, aborda el apoyo de la Iglesia a Franco, la crisis de mayo de 1937 en Barcelona, la situación del Consejo de Aragón o la relación con los soviéticos, que desmenuza desde una perspectiva poco habitual.

Es la mirada de un hombre que estuvo en el centro de las iniciativas más importantes que la República tomó en el terreno militar y que influyó también en muchas decisiones políticas. De esa larga historia de la guerra, que Rojo escribió al final de su vida, entre 1958 y 1962, sólo se publicó Así fue la defensa de Madrid, la parte en la que narra un momento fundamental del conflicto, y en el que tuvo un protagonismo decisivo como responsable militar de la resistencia.

El general Rojo decidió volver a España en 1957, cuando los médicos que lo atendían en Bolivia le anunciaron que su salud era tan delicada que no le quedaba mucho tiempo. Poco después de llegar fue procesado por “rebelión militar” y condenado a 30 años de cárcel. El indulto lo libró de la prisión, pero tuvo que cumplir las penas secundarias, como la de “inhabilitación absoluta”. Su respuesta a la ignominia fue dedicarse a escribir. Murió en 1966.

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Extracto del manuscrito. Cómo llegó la noticia de la rebelión de 1936 al Ministerio de Guerra y por qué el entonces comandante Rojo fue leal

Restos humanos de la batalla del Ebro

Residentes de la zona del Delta han entregado a la Generalitat 600 huesos hallados en campos y caminos

F. BALSELLS / M. ROGER El País30/04/2010

Restos humanos en Campusines (Tarragona).- JOSEP LLUÍS SELLART

Que del suelo broten restos humanos de muertos durante la Guerra Civil es casi una rutina en los municipios que sufrieron la batalla del Ebro. “Lo asumimos como una normalidad”, explica Carme Pelejà, alcaldesa de la Fatarella (Tarragona), pueblo pegado a los terrenos machacados por la aviación y la artillería franquistas en 1938. “Aquí tropezar con restos humanos siempre ha sido bastante habitual”, detalla. Tropezar, literalmente. Porque en estos suelos los fallecidos ni se apilaron en fosas, ni fueron trasladados a cementerios cercanos por una población reducida que quedó diezmada y sin medios durante décadas.

Es tan común hallar huesos humanos que, desde la aprobación de la Ley de Fosas catalana, hace un año y medio, la Generalitat ha recibido de vecinos y visitantes 600 restos pertenecientes a un mínimo de 63 combatientes.

Todos los hallazgos han surgido en superficie. Los muertos en esta ribera del Ebro quedaron tirados en los senderos, en los campos, removidos y semienterrados por nuevos proyectiles de origen alemán o italiano que impactaban sobre los ya caídos. La lluvia, la siembra o una excursión suelen ser anticipo de un nuevo hallazgo. “Cuando arabas el campo o salías a jugar siempre te encontrabas un hueso”, recuerda Francisca Álvarez, vecina de Corbera d’Ebre, de 71 años. “Los tocábamos con una rama, de lejos, porque los padres nos decían que eran peligrosos. Claro, como iban a decirnos que eran un brazo humano, una pierna”.

“Estos terrenos apenas estaban poblados y murieron unos 30.000 combatientes”, detalla el historiador Xavier Hernández. “La mayoría quedaron en la superficie, pudriéndose al sol. Todavía hoy quedan muchísimos cuerpos a su suerte. Muchos furtivos aficionados, coleccionistas de material de guerra, se los han llevado. Venían con su detector de metal e iban desenterrándolos”, lamenta Hernández.

La mayoría han ido siendo recogidos por payeses que, en bolsas de plástico, los llevaban al ayuntamiento sin idea de qué hacer con ellos o los conservaban a modo de homenaje. “Me quedaba mirándola horas y horas, pensando qué habría ocurrido”, reflexiona Rosa Altavill sobre la calavera que accidentalmente descubrió el tractor de su marido en Gandesa. Altavill la dejó sobre una piedra, en un margen de la masía en la que, comenta, todavía brotan huesos a cada cultivo. “La miraba mucho pero nunca me atreví a tocarla”, recuerda. La calavera la acompañó durante casi 30 años hasta que, un día, cuando ya estaba casi decidida a llevarla al Ayuntamiento, desapareció. “Se la llevó alguien o regresó a la tierra”, comenta la mujer.

Desde la aprobación de la Ley de Fosas catalana los hallazgos ya tienen un destino. “La Generalitat asume la responsabilidad de dignificar, señalizar, y recuperar las fosas”, explicó ayer el consejero de Interior, Joan Saura. El Gobierno catalán ha localizado también 69 nuevas fosas, en las que mayoritariamente había enterrados hombres de entre 21 y 45 años. Tras tratar los huesos y clasificarlos, cada individuo es enterrado con un código que permitiría exhumar el cadáver si hubiera posibilidad de identificación. Los restos de los combatientes del Ebro, erosionados tras más de setenta años semienterrados entre el polvo de los caminos, pasan a reposar en la cala Fatarella, en el Memorial de Los Camposines.

“El cómic de la Guerra Civil me costó dos amigos”

TEREIXA CONSTENLA – El País –  14/04/2010

Carlos Giménez defiende el conocimiento de la vejez.- CRISTÓBAL MANUEL

Había una taberna idealizada donde Carlos Giménez (Madrid, 1941) quería comer: el Boquerón, sanctasanctórum de las gambitas en Lavapiés. La cosa se fue posponiendo por vicisitudes varias: un flemón, un viaje, un festivo, hasta que de repente llegó la fecha -un lunes sin flemones, viajes ni festivos- y nos encontramos frente a un burlón cartel que se interponía entre nosotros y las gambas: “Cerrado hasta el nosécuántos”. Aggg. Giménez reacciona.

-Se me ocurre una cervecería junto al Congreso. Si también está cerrada, lo mejor es que tú te vayas a tu casa y yo a la mía.

Estaba abierta. Y con una mesa disponible mirando hacia la iglesia de Jesús de Medinaceli. El dibujante se desprendió de su gorra, sugirió unas tostas y, durante tres horas, habló por los codos. Aquella mañana había perfilado una cocina medieval con criados, infantes y un traidor para su nuevo cómic, Año 1000: la sangre, un álbum de encargo que se leerá en 2011. En él no hay vivencias directas como en Paracuellos, la saga sobre internados de posguerra en manos del Auxilio Social sobre los que atrajo la atención de historiadores, ni cercanas como Malos tiempos (36-39), el cómic sobre la Guerra Civil. “Soy un mendigo de historias, las mías las he contado casi todas”. Por las suyas, las de Paracuellos, ha recibido este año el Premio Patrimonio del Festival de Angulema. Por las otras, las de Malos tiempos, ha sacrificado a dos personas queridas. “Ese álbum ha molestado. Nunca he tenido problemas por meterme con políticos, pero la guerra levanta ampollas. Me ha costado perder a dos amigos, supongo que esperaban que no contradijese la historia franquista”.

Carlos Giménez, amante del picante y de meter el dedo en el ojo, dibuja a través de un niño a los sufridos habitantes de un Madrid bombardeado y hambriento. Un pasado atroz. Y, sin embargo, más sugerente para el dibujante que el futuro. “El mundo al que vamos me interesa cada vez menos. Ser viejo te da conocimiento. Mi vida ha sido muy interesante. Hay una parte de mi biografía que no he elegido, pero otra la he hecho yo. El momento que vivo me gusta”.

Bueno, un matiz: “Quizás me gustaría tener 45 años. No usaba gafas, tenía pelo y ya sabía dos cosas fundamentales: abordar a una mujer y saber decir no sin enfadarme”. La, digamos, progresiva retirada del pelo es un atentado a la cuidada estética de Carlos Giménez, que abrazó el negro de joven por una veleidad macarra y lo mantiene por su efecto rebajakilos. Coqueto, impúdico, emocionado al recordar a su madre -“una heroína”- y libre. Entre bocado y bocado, el dibujante se va dibujando a grandes trazos. “Puedo entrar y salir, enamorarme, leer mis libros, escuchar mi música y tener a mis amigos”. Sus amigos no sólo están en sus tebeos, también en su vida. “Cuando te haces mayor te das cuenta de tu incapacidad para hacer nuevas amistades y tu facilidad para resucitar viejos fantasmas”.

Hace un par de años recibió un mensaje de alguien que deseaba reencontrarse con él. “Vivía en mi rellano. Tenía un cesto lleno de juguetes y una madre enfermera que olía muy bien, a alcohol e inyecciones”. Los niños eran íntimos. Saltando sobre las décadas, han retomado su amistad donde la dejaron y siguen llamándose Alfonsito y Carlines. Tienen cena y cine una vez a la semana. De ahí sale otra historieta.

Una herida de guerra en Madrid

La popular calle fue el epicentro de los bombardeos franquistas durante el conflicto español mientras la población de la capital vivía entre el miedo y la diversión

La Gran Vía en 1934 desde el autogiro de Juan de la Cierva. – EFE

JESÚS MIGUEL MARCOS – MADRID – 06/04/2010 08:25

No todo es neón, glamour y arquitectura ejemplar en la Gran Vía de Madrid. Ni lo es, ni lo ha sido, ni seguramente lo será. Ya nació como un tajo al pueblo llano, que sufrió la fuerza centrífuga de las ambiciones de un rey, Alfonso XIII, que soñaba con un Madrid a la altura de las grandes metrópolis europeas. Tiró 300 casas a codazo limpio, largó a obreros y comerciantes al extrarradio y conectó lo que había que conectar: los barrios pudientes de Argüelles y Salamanca.

Desde aquel gran navajazo, se podría decir que todo lo que ocurre en Madrid, sea feliz o sea triste, pasa en la Gran Vía. Lo mismo aparece el príncipe haciendo el paseíllo antes de casarse en la Almudena, que Alaska en biquini cantando El rey del glam a lomos de una carroza en la marcha del Orgullo Gay. En la acera, unos hacen cola para comprar el iPhone, otros entran al cine y otras buscan clientes en las esquinas, donde unos limpian botas y a otros se las limpian.

Contrastes sin fin que se agudizaron en los años más dramáticos de la historia de la calle, los de la Guerra Civil (aunque pocos dudarán de que el drama continuó después). La Gran Vía fue el pulmón de la resistencia republicana. El frente estaba a sólo unos cientos de metros del bar Chicote, donde los milicianos reponían fuerzas entre botellas de vino y escotes. Franco disparaba obuses contra el edificio de Telefónica, pero terminaba haciendo un boquete con dos niños dentro a la altura de la Red de San Luis.

“La Gran Vía estaba hecha una mierda. Metralla en cada pared. Pero la gente hacía una vida normal. El temor era continuo, pero te acostumbrabas. No dejamos de dar paseos por la Gran Vía, porque era donde se iba a pasear”, cuenta José del Corral, autor del libro La Gran Vía, historia de una calle (Silex), que en la época vivía en la calle del Espíritu Santo, “donde hubo muchas fosas”.

La calle del espectáculo, el Broadway español que se ha dicho, vivió la guerra a su manera. Un drama asumido donde un día pegaban dos tiros a uno que pasaba por llevar sombrero y al día siguiente una señora vendía la capa de su marido muerto por seis huevos.

Además, la población madrileña fue la primera en ser bombardeada por aire, un acontecimiento que la población de la capital no se quiso perder. “La gente se iba desde los barrios hasta los alrededores del edificio de Telefónica, donde estaba el centro de comunicaciones republicano, para ver caer los obuses. El mes de agosto del 36 estuvo lleno de días de bombardeos feroces y mucho entretenimiento. Se trataba de una ciudad miliciana y alegre, donde el No pasarán estaba arraigado”, indica Ignacio Merino, autor de Biografía de la Gran Vía (Ediciones B). Por eso los vecinos le decían la calle del 15 y medio, que era el calibre de la munición nacional.

La parodia de vivir en guerra

La vida quería ser normal, pero evidentemente la Gran Vía cambió. Las tiendas de lujo situadas en el primer tramo de la calle, el que va de Alcalá a la Red de San Luis, cerraron tras los primeros bombardeos. “Si las comidas se habían convertido en parodias de comida, ¿quién iba a querer comprarse un traje caro?”, recuerda Del Corral. Las juventudes socialistas ocuparon el edificio de la Gran Peña, en el número dos, que era un casino de la nobleza. Con el cuero de las butacas, se hicieron zapatos que luego lucían en el Chicote, unos metros más arriba, mientras altavoces colocados en lugares estratégicos martilleaban con la propaganda.

La Gran Vía tenía algo de pasacalles durante la contienda. Había verbenas, teatros… Los milicianos volvían del frente por ella, para mostrarse, igual que décadas más tarde haría Pedro Almodóvar en una carroza en forma de zapato para el estreno de Tacones lejanos. “Es el lugar de Madrid donde más bombardeos hubo y al mismo tiempo era donde más jarana había”, subraya Ignacio Merino. Y todo bajo la atenta mirada de Lenin, Stalin y Marx desde sus cartelones gigantes.

Correr hacia las bombas

Madrid era el símbolo de resistencia al fascismo y la Gran Vía se transformó en un enjambre multicultural. A ella llegaban las Brigadas Internacionales y en sus calles trabajaban los más de 2.000 periodistas extranjeros que cubrían el conflicto. “Cuando caía una bomba, había gente que corría hacia un lado y otra gente que corría hacia el otro. Los que corrían hacia el lugar donde había estallado la bomba eran los corresponsales extranjeros”, explica Merino.

Los corresponsales, Hemingway y Dos Passos entre ellos, se hospedaban en la acera de los números impares de la Gran Vía (principalmente en el Hotel Florida de Callao), más a resguardo de la artillería nacional. El problema es que para mandar sus crónicas tenían que cruzar la calle hasta el edificio de Telefónica. “Era el centro de comunicaciones, desde donde se transmitía toda la información. No había noticia que no pasara por allí”, explica el catedrático de Historia Julián Casanova. El edificio, el más alto de Madrid, también albergaba la oficina de la censura, por la que pasaban todos los textos de los corresponsales extranjeros.

El tercer tramo de la Gran Vía, desde Callao a Plaza de España, era la frontera de la ciudad con el frente. Varias barricadas de un lado a otro de la calle manchaban de guerra un paisaje urbano que también escondía un submundo oculto de putas a peseta y mercadeo negro. El cine Velusia, después Azul, se transformó en un hospital de campaña. “La Gran Vía fue parada obligatoria para el embajador soviético durante la guerra y, ya en 1940, también recibió al embajador nazi”, cuenta Ignacio Merino.

Tras el conflicto, la Gran Vía se convirtió en un nido de espías. Acababa de estallar la Segunda Guerra Mundial y el espionaje inglés y alemán se movilizó en Madrid para saber cuál sería la decisión de Franco sobre su entrada en el conflicto. Pero para entonces España ya había tenido suficiente guerra.

La Juana de Arco del comunismo

François Maspero destaca en un ensayo la “propaganda emocional” de la fotógrafa Gerda Taro en la Guerra Civil

Miliciana republicana recibe instrucción en la playa, en 1936 – © Gerda Taro

P. H. R. – Público – 01/04/2010

Seguirle la pista a la sombra del fotógrafo Robert Capa es una tarea pendiente que François Maspero ha iluminado tenuemente. Su rastro ha quedado desvirtuado por la falta de testimonios que alabaran su trabajo en la Guerra Civil española: toda su familia fue exterminada por los nazis, Capa saltó por los aires al pisar una mina en 1953, en Indochina. Después de la guerra, no quedaba nadie que pudiese presentarse en nombre de Gerda Tardo y preocuparse de su obra fotográfica, como explica François Maspero (París, 1932) en sus conclusiones en el libro Gerda Taro, la sombra de una fotógrafa, que La Fábrica Editorial publicará la semana que viene.

El editor y periodista trabaja desde 1959 con las fotografías de Capa y Taro, de ahí que sea una de las fuentes esenciales para recuperar la historia de la pareja de fotógrafos. A pesar de hacer un repaso biográfico exhaustivo, basado en el libro de la historiadora alemana Irme Schaber, las conclusiones de Maspero añaden más literatura a una vida en el aire. En su caso, la ficción le ha llevado tan lejos que ha construido un arranque inverosímil en el que se imagina una entrevista con una Taro anciana, superviviente a aquel atropello del tanque en Brunete, situada como la mejor fotógrafa de gatos a los noventa años de edad.

Al margen de esta licencia, Maspero se apoya en la autoría de las 300 fotografías para apreciar que la foto es una cuestión de género: “Los hombres hacen las guerras y las mujeres las padecen. Tal vez eso explique por qué en algunas de las últimas fotos de Gerda encontramos menos pudor y control que en las de Capa: vemos cadáveres y sufrimiento, en imágenes que denuncian a gritos la agonía de los pueblos impotentes”.

La cámara, su arma

Ambos, Taro y Capa, tomaron partido desde el principio en la Guerra Civil española, aclara para ir más allá al asegurar que la fotógrafa murió “porque no soportaba lo que ocurría”. Y se explica: “Porque se empeñó en la derrota, porque se obstinó en su deses-perado deseo de una victoria que, en su calidad de testigo visual, deseaba inmortalizar”, piensa Maspero. “Quiso usar su cámara como arma”.

Gerda Taro ofrecía la imagen de pureza revolucionaria definitiva gracias a su muerte, que es la que ha llegado hasta nuestros días, convertida, apunta Maspero, en “una especie de Juana de Arco del comunismo”. Insiste en esta línea para marcar la diferencia entre las fotos que se suponen son de Gerda y no de Capa: indican una tendencia más firme en ella a “amoldarse a las exigencias del realismo socialista”. Es lo que Orwell describiría como “propaganda emocional exagerada”. A pesar de ello, no llega a ser una fotógrafa revolucionaria como Tina Modotti, ni llega a tratar la intimidad de un pueblo que captó Kati Horna.

Entre los testimonios que el editor francés recoge destaca el del comisario político Alfred Kantorowitcz que ya transcribió Fernando Olmeda en su libro Gerda Taro. Fotógrafa de guerra (Debate),quien la describió como alguien a la que le “encantaba creer que una aparición suya en el frente, en los momentos crudos de los contraataques fascistas, tendría sobre nuestros hombres el efecto de un estandarte; que el encanto que poseía, su audacia y su participación les daría valor y convencería a las escasas y reticentes Brigadas Internacionales de hacer otro esfuerzo más”.

Para François Maspero, Gerta Taro, antes Gerda Pohorylle, fue una mujer en un mundo de hombres, que reivindicó su libertad, aunque pusiera su pensamiento a cargo de la política.