Retratos tras el consejo de guerra

Los creadores se refugiaron en el arte para sobrellevar las prisiones franquistas – Una muestra recupera los dibujos en la cárcel de los derrotados republicanos

TEREIXA CONSTENLA El País26/04/2010

A la izquierda, Buero Vallejo según Antequera; y a la derecha, David Álvarez dibujado por Antonio Buero Vallejo.-

Ojeroso, con barba de días y uñas de semanas. El retrato de Antonio Buero Vallejo intimida. Tanta adustez tiene disculpa: el dramaturgo, que por entonces aún no era dramaturgo, había perdido una guerra y malvivía entre rejas, al igual que miles de derrotados republicanos. El artista Pedro Antequera le captó con ese aire huraño el 4 de junio de 1939 en la prisión madrileña de Conde de Toreno, donde también Buero Vallejo se refugiaba tras el lápiz. Al final de la guerra, parte de la élite artística que no había huido al exilio coincidió en Conde de Toreno, un antiguo convento donde reinaban las chinches y faltaba el agua. Dormían en el suelo, hacinados. Un gobernador militar lo comparó con “los calabozos de la Inquisición”. En semejante antro, estudiar, pintar y crear era una liberación. Miguel Hernández iba a las clases de francés, inglés e historia. Buero Vallejo daba charlas sobre arte y pintaba. Hizo retratos predestinados a ser símbolos, como el de Miguel Hernández. Al dibujante David Álvarez lo inmortalizó poco después de ser condenado por un consejo de guerra.

Antes de coger el fusil y hacerse comunista, David Álvarez (Madrid, 1900-1940) prometía llegar lejos como dibujante. Y al arte volvió para suavizar su final: antes de ser fusilado montó su última exposición en prisión con retratos de carceleros y presos, entre los que figura el de Pedro Antequera (Madrid, 1892-1975) sentado ante unos barrotes. Los tres dibujos (Buero, Álvarez y Antequera) pertenecen a la exposición Retratos desde la prisión, organizada en el Centro Documental de la Memoria Histórica, en Salamanca, a partir de obras realizadas en la cárcel por Pedro Antequera y David Álvarez. Al margen de su valor plástico, el comisario de la muestra, el historiador de arte Mikel Lertxundi Galiana, propone reflexionar sobre las circunstancias. “Fueron una vía de escape que les permitía reconocerse a sí mismos en ese inhumano régimen carcelario. Es creación artística entendida como un refugio”.

Entre los 53 retratos de presos figuran el del arquitecto Vicente Eced (Valencia, 1902-Madrid, 1978), coautor junto a Luis Martínez-Feduchi de una de las construcciones más emblemáticas de la Gran Vía madrileña: el Capitol. Nada hay del visionario Eced en el retrato que le hizo Antequera en septiembre de 1940: purgó los galones de capitán republicano con el ostracismo profesional.

Antequera, que colaboró con La Nación y Abc, también dibujó al escritor Félix Urabayen (Ulzurrun, Navarra, 1883-Madrid, 1943) con un libro en las manos, sentado en la que podría ser una enfermería. Urabayen, autor de ocho novelas y colaborador del diario El Sol, había sido amigo de Azaña, Ortega y Gasset y Marañón. Concluida en 1942, su última novela ya no se publicó.

Nadie sabe cuántos creadores acabaron entre rejas. Ni siquiera uno de los pocos estudiosos del tema: el historiador del arte Francisco Agramunt Lacruz. En 2005 publicó Arte y represión en la guerra civil española. Artistas en checas, cárceles y campos de concentración. Agramunt calculaba que fueron encarcelados entre 300 y 400 artistas plásticos, pero desde que publicó el libro ha ido sumando nombres. “Es difícil contarlos, pero el 90% de los artistas republicanos murieron, se exiliaron o fueron encarcelados”.

Contra ellos, las autoridades franquistas usaron normas retroactivas que, además de enviarlos a prisión, podía sancionarlos con multas, desposeerlos de sus bienes, inhabilitarlos para cargos o desterrarlos. “Su aplicación convirtió la geografía española en una inmensa prisión”, sostiene Agramunt. Las celdas, expone, “en ocasiones se convirtieron en espacios de transferencia artística y un intercambiador de conocimientos y experiencias”. Pintaban para evadirse, entretenarse, denunciar y también sobrevivir. Una lata de sardinas o dos cigarrillos bien valían un retrato.

Los presos que soñaban con pan

156 republicanos de Valdenoceda (Burgos) murieron de hambre en la cárcel municipal durante el franquismo. Ayer comenzó su exhumación

NATALIA JUNQUERA El País11/03/2007

En el cementerio de Valdenoceda, un minúsculo pueblo de Burgos con 70 habitantes, hay un hombre con una sonrisa radiante. Se llama José María González y en su alegría no hay nada macabro. Es feliz porque tras diez años investigando, pidiendo permisos y ayudas económicas, ha conseguido que su abuelo, Juan Manuel González Fernández, republicano preso en la cárcel del pueblo y enterrado en una fosa común en el cementerio municipal, reciba “un funeral digno” y sea enterrado en un panteón honorífico con otros 155 compañeros republicanos muertos en el penal del pueblo entre 1938 y 1943.

“En casa siempre habíamos pensado que el abuelo había muerto en la guerra. Hasta que hace diez años, en 1997, mi padre, que entonces tenía 71 y nunca había hablado del tema, de repente dijo: ‘Cuánto me gustaría saber dónde está enterrado. Ni siquiera tengo una foto suya’. Ahí empezó a hablar, por primera vez, de mi abuelo, y ahí nos enteramos de que no había muerto en la guerra, sino que se lo habían llevado preso cuando mi padre tenía 13 años. La última imagen de él que recordaba mi padre era saliendo esposado de casa”, explica González.

Comenzó la investigación ayudado por su sobrino, Eneko. Encontraron una carta de los trabajadores del penal dirigida a su abuela en la que se le comunicaba que era viuda y se le informaba de que si quería recuperar los objetos que había dejado su marido -“dos mantas, un pañuelo, unas gafas y dos talegos de ropa deteriorada, mejor dicho, inútil”, aclaraba la carta- debía pagar los portes: 3,40 pesetas. Encontraron también a un alcalde dispuesto, Ángel Arce, que en el instante mismo de conocerse en Valdenoceda, le hizo saber que “siempre había deseado enterrar como es debido a aquella gente”. Y encontraron a un superviviente del penal, Ernesto Sempere, de Ciudad Real, quien, en un texto que dejó escrito en 2005, dos años antes de morir, despejó cualquier duda sobre la causa de la muerte de aquellas 156 personas: “La vida en la cárcel era tremendamente dura. De comer nos ponían un caldo infame, manchado, con una sola alubia que además, siempre tenía un bicho dentro. Recuerdo el hambre que pasamos, hasta el punto de que mis mejores sueños estaban protagonizados por algo tan simple como una barra de pan. Soñaba con pan. ¿Cuánta hambre puede tener una persona para que sus mejores sueños sean un simple trozo de pan?”. Su hijo Manuel Sempere, era ayer otro de los que sonreía, emocionado.

A diferencia de la mayoría de las fosas de republicanos asesinados de la represión franquista, en la de Valdenoceda no aparecen balas, ni casquillos. “Los enterraron uno a uno a medida que iban muriendo. Y lo hacían en cajas porque hemos encontrado restos de esos pequeños ataúdes de madera”, explica Jimmy Jiménez, arqueólogo de la Asociación de Ciencias Aranzadi y coordinador de la exhumación. “No los fusilaron. Simplemente, los dejaron morir”.

“Eran los propios presos los que cargaban a hombros con sus compañeros muertos desde la cárcel hasta el cementerio. En realidad los enterraban detrás del muro del cementerio, pero el cura daba un responso, como a todos los demás. Yo tenía ocho o nueve años y era monaguillo, así que todos los días acompañaba al cura hasta la cárcel porque casi todos los días había algún muerto. Entraba en la cárcel como en mi casa. Los presos incluso me hacían juguetes. Los pobres se morían de hambre. Todavía recuerdo cómo se abalanzaban sobre las patatas crudas, comiéndoselas como si fueran manzanas, cuando salían a llevar al muerto hasta el cementerio”, explica Justo Díaz, nacido en Valdenoceda hace 73 años.

Hace dos años, el cementerio se quedó pequeño. La parroquia decidió ampliarlo hacia la fosa de los republicanos y empezaron a aflorar huesos y recuerdos. Los esquivaron gracias a las indicaciones del monaguillo Díaz, que luego trabajó como enterrador. Algunos cuerpos no se podrán recuperar. Una pareja construyó un panteón que afecta a parte del yacimiento. Una de las piernas de los esqueletos exhumados ayer se perdía bajo la piedra de esa tumba vacía.