Mirando hacia atrás

SANTOS JULIÁ – El País – 25/04/2010

A José María Ridao, que le preguntaba por qué en todas partes se seguía mirando hacia atrás, Claude Lanzmann contestó: “Vivimos en un mundo que no sabe adónde va. El futuro es sombrío y, por eso, en el inicio del siglo XXI pasamos el tiempo ocupándonos del XX. No hacemos otra cosa”. Se sumaba así el creador de Shoah a la serie de nombres ilustres que desde la caída del muro de Berlín vienen llamando la atención sobre la invasión de memoria como síntoma de nuestra pérdida de orientación hacia el futuro. Quizá, como escribía Charles Maier, es hora de preguntarnos si “la adicción a la memoria podría convertirse en neurasténica y discapacitadora”. Maier pensaba que el empacho de memoria (surfeit of memory) era la prueba de que las sociedades occidentales habían llegado al final de un proyecto colectivo masivo y habían agotado su capacidad de encontrar instituciones colectivas basadas en aspiraciones de futuro.

A España, la marea memorial ha llegado con cierto retraso, pero con fuerza redoblada, porque nos ha devuelto la manía de rectificar el pasado, como si se dijera: frente a las escasas expectativas que ofrece el futuro, cambiemos de pasado para mejorar la calidad del presente. Hemos mezclado, pues, la corriente memorial con nuestra bien arraigada propensión a juzgar nuestro pasado, en bloque, como un fracaso, como una carencia, un no ser ocurrido en algún no lugar. Aquí, se nos decía, ha fracasado todo: la revolución liberal, la revolución industrial, el Estado nacional, la República.

Quedaba la transición, mayormente considerada, a pesar de los pesares, como un logro: consolidación de la democracia, entrada en Europa, cambio de sociedad. Pero el relato que tanto habíamos oído de pequeños, que la historia de España era la más triste porque siempre termina mal, esperaba con ansia cabalgar de nuevo. Y ya está otra vez instalado entre nosotros: el último fracaso, el culpable de que esta democracia nuestra de cada día sea de baja calidad, es la transición o, mejor, lo que unos traidores no se atrevieron a hacer en la transición. Nueva vuelta de tuerca en esa mirada hacia atrás que consiste en culpar de la frustración presente a lo que no sucedió en el pasado.

El no suceso fue que no se hizo justicia. ¿Por qué? Pues porque, traumatizados por la guerra y poseídos por el miedo, los españoles optaron por emplearse en la borradura del pasado. Resultado del miedo y del olvido fue la amnistía. Cambiemos, pues, de transición renegando de la amnistía. Pongamos mano sobre nuestro pasado para rectificarlo y así colmar sus carencias. Y ahí tenemos a un fiscal que denuncia, 35 años después de la muerte de Franco, a jueces y magistrados como cómplices de las torturas del franquismo, régimen en que el denunciante ejerció como alto funcionario del Ministerio Público.

Y ahí tenemos a Izquierda Unida que olvidando, ahora sí, lo que sus mayores dijeron entonces, cuando se llamaban comunistas y estaban orgullos de serlo por su historia de resistencia a la dictadura, pretende rectificar la Ley de amnistía que con tanto coraje político y moral defendió entonces la gente del PCE. Si recordaran lo sucedido el 14 de octubre de 1977 no mirarían hacia atrás con ánimo de cambiar el pasado: nunca se han pronunciado en un Parlamento español palabras tan hondas, tan sentidas y tan llenas de futuro, como las de aquel día, cuando Marcelino Camacho, tras recordar muertes y torturas, preguntaba: “¿cómo podíamos reconciliarnos los que nos habíamos estado matando los unos a otros si no borrábamos ese pasado de una vez para siempre?” O cuando Arzalluz recordó que en aquel hemiciclo se reunían “personas que hemos militado en campos diferentes, que hasta nos hemos odiado y hemos luchado unos contra otros”, para concluir: “Olvidemos, pues, todo”.

Esa clase de olvido no era represión de una presencia, no era ausencia: era hijo de la memoria. Tal vez ellos no lo supieran, pero Memoria , señora de las colinas de Eleuter, alumbró a las Musas “como Olvido de males y remedio de preocupaciones”. Y fueron las Musas, hijas de Memoria, las que visitaron aquel 14 de octubre el Congreso y hablaron por boca de Camacho, de Arzalluz, de todos los demás, salvo uno, que en nombre de Alianza Popular cerró los oídos a su hermoso canto. ¡Ea, tú! -habrá que repetir con Hesíodo- comencemos por las Musas, que, como hijas de Memoria, nos devuelvan el olvido de los males para remediar las preocupaciones del presente y abrir caminos de futuro.

Pedestal para el juez

SANTOS JULIÁ El País – 28/02/2010

Como no teníamos bastante con la crisis económica y la desorientación política que afligen desde su comienzo a esta legislatura, las altas instancias judiciales han decidido entrar también en escena. En el centro de la nueva gresca, viejos conocidos: la magistrada Robles, el magistrado Garzón, los sindicatos vergonzantes de la carrera judicial, el Consejo, el Supremo, la Audiencia Nacional, y menos mal que por ahora la sangre no llega al río del Constitucional.

Todo comenzó con la trama narrativa urdida por Garzón para sentar en el banquillo a los culpables de un delito de insurrección militar contra los Altos Organismos de la Nación y todo debió haber concluido con el recurso de interpelación presentado por el fiscal de la Audiencia Nacional. No era posible procesar a los sublevados porque, como reconocía el auto de Garzón, todos y cada uno de los 35 mencionados en su lista estaban notoriamente muertos [ah, si hubieran estado vivos: ningún juez, ningún fiscal ha manifestado la necesidad de procesar a los culpables de la rebelión militar de 1936 hasta bien pasados 30 años de sus muertes]; ni cabía identificar a personas asesinadas hace seis décadas con el tipo penal de “detención ilegal sin dar paradero de la víctima”. Así lo entendió el mismo juez instructor sin más demora que la necesaria para ordenar determinadas diligencias a su mayor gloria y declararse no competente.

De manera que sólo metafóricamente puede decirse que Garzón es el primer juez que se ha atrevido en España a perseguir judicialmente los crímenes del franquismo. De lo que se trataba era de abrir un sumario contra los jerarcas del régimen que habían sido titulares de los ministerios militares, de Gobernación y de Justicia, o responsables de la estructura paramilitar de Falange. Para iniciar un procedimiento contra ese grupo, Garzón se basaba en las investigaciones sobre los crímenes del franquismo -realizadas, éstas sí, por decenas de historiadores que desde los años 80 vienen publicando listas de miles de asesinados- aunque sabía perfectamente que nunca entraría en la investigación de los crímenes vinculados a la sublevación militar por la sencilla razón de que el sumario habría de paralizarse en el mismo momento en que recibiera los certificados de defunción de los 35 muertos notorios.

El sumario se paralizó, pues, no porque la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional esté formada por un hatajo de jueces herederos del franquismo o enfermos de amnesia, esa pócima letal que nos hartamos de beber desde 1976 hasta el día de hoy; o porque nadie en la carrera judicial, excepto Garzón, se atreve a procesar a los culpables de aquellos delitos. El sumario se paralizó porque era imposible mantenerlo abierto sobre el artificio de que los asesinatos fueron desapariciones forzadas con detención ilegal permanente en una acción coordinada y dirigida por las Juntas Militares y los gobiernos desde 1936 a 1951. Que todo esto era un dislate procesal quedó claro en el recurso del fiscal Zaragoza y en la cuestión de incompetencia resuelta por la Sala de lo Penal.

¿Por qué entonces esta especie de saña vengadora que se ha acumulado sobre la cabeza de Garzón? La Sala de lo Penal del Tribunal Supremo da curso a unas querellas que debió haber desestimado de un simple manotazo; el instructor del Supremo, Luciano Varela, no satisfecho con rebatir el relato de Garzón, lo acusa de prevaricación sin ninguna evidencia de que haya cometido injusticia alguna durante el tiempo en que el sumario permaneció abierto. Y para colmo, y mostrando una vez más sus proverbiales dotes para la política, Margarita Robles, miembro de la comisión permanente del CGPJ, mueve hilos e influencias para conseguir que el Consejo suspenda al magistrado-juez antes de que sea efectivamente procesado por el Supremo.

Se diría que entre todos se han propuesto erigir un pedestal al juez perseguido por la santa inquisición. Y esto -por decirlo a la manera cínica- es peor que un crimen, es un error de alcance universal. Nada de qué sorprenderse, porque Robles es experta en la materia desde los tiempos en que, al alimón con el ministro Belloch, mostró a Garzón la puerta de salida de su frustrada aventura política. El problema es que los errores de jueces fracasados en política, y regresados a la judicatura como quien sube y baja del tranvía, los pagamos todos. Y todos vamos a pagar este nuevo rifirrafe entre jueces políticos que con sus enconos y querellas por el poder han logrado convertir aquellos polvos de 1994 en este lodazal de 2010.