Mujeres invisibles, víctimas de la guerra

MERCÈ RIVAS El País – 17/05/2010

En el día de hoy, cautivo y desarmado el ejército rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado. El Generalísimo Franco”.

Frases de este tipo las hemos leído en numerosas ocasiones, quizás en casi todos los conflictos bélicos. Detrás quedan numerosos muertos, heridos, todo tipo de agresiones a los derechos humanos, miseria, pero también quedan muchas mujeres rotas por las humillaciones sexuales llevadas a cabo por todas las partes en el conflicto.

El uso deliberado e impune de la violencia sexual como arma de guerra, se ha convertido en un crimen habitual en nuestra era, un arma más de lucha, de sometimiento al contrario. Gracias a estas prácticas se ha conseguido intimidar, crear terror político, sacar información y humillar a muchísimas mujeres y niñas. En otras ocasiones se ha utilizado como recompensa a los soldados.

Han tenido que pasar siglos para que un tribunal, concretamente el Tribunal Penal Internacional, dictaminase la violencia de género como delito contra la humanidad en los conflictos de Ruanda y de la antigua Yugoslavia en los años 90.

El hecho fue algo histórico, un gran avance para la dignidad de las mujeres violadas, aunque hasta el momento sólo se han dictado menos de dos docenas de sentencias. Realmente, si no fuese por lo humillante del tema, parecería una broma.

Todavía podemos recordar las “Estaciones de Confort” organizadas a lo largo y ancho de Asia por el Ejército Imperial japonés durante la Segunda Guerra Mundial en donde más de 200.000 mujeres y niñas, secuestradas previamente de sus casas, fueron sistemáticamente violadas por los soldados japoneses. Durante dicho conflicto las dos partes se acusaron mutuamente de violaciones en masa, sin embargo, ninguno de los tribunales establecidos en los países victoriosos para enjuiciar los crímenes de guerra, reconoció el delito de violencia sexual.

Al final de la guerra se calculaba que un millón de mujeres habían sido violadas por el Ejército ruso, tras la derrota de los nazis. Fue su celebración. Muchas de ellas parieron a los denominados Russenkinder.

En la Guerra Civil española también se utilizó este tipo de arma. Sólo tenemos que recordar las arengas del general Queipo de Llano manifestándose muy orgulloso de la conducta sexual de sus hombres, o de las violaciones masivas llevadas a cabo por las tropas del norte de África que apoyaban al bando golpista. Una vez “proclamada” la paz, esas mujeres tuvieron que convivir en silencio con sus agresores, ya fuesen vecinos, militares o policías.

Este mismo estigma persiguió a las mujeres latinoamericanas. Recordemos que en Guatemala, durante 36 años de guerra civil, la violación de mujeres, la mayoría indígenas, constituyó una práctica generalizada, por parte de las fuerzas del Estado. Y aunque la guerra terminó en 1996, Guatemala sigue teniendo uno de los índices de violencia sexual más altos del mundo, persistiendo la impunidad de estos actos. Y por qué no recordar a las colombianas que han sufrido agresiones por parte del Ejército, la guerrilla y los paramilitares.

También pudimos ver cómo se destruía el cuerpo de unas 400.000 mujeres en la guerra de los Grandes Lagos, sufriendo posteriormente graves secuelas físicas y mentales. Muchas acabaron muriendo de sida, otras embarazadas y repudiadas por sus propias familias, y un número considerable tuvo que abandonar sus pueblos. Las que por diferentes razones fueron a parar a campos de refugiados se convirtieron en seres extremadamente vulnerables. De ellas abusaron tanto las fuerzas rebeldes como las tropas internacionales. No hay que olvidar que el 80% de los refugiados y desplazados son mujeres y niños.

Y en los Balcanes ocurrió más de lo mismo. Naciones Unidas habla de más de 50.000 violaciones, pero sólo se enjuició a 18 hombres y se condenó a 12.

En la primera década del siglo XXI la paz llegaba a Sierra Leona dejando unas cifras terroríficas. Más del 75% de las mujeres y niñas del país fueron víctimas de abusos sexuales, según datos de la Agencia de Naciones Unidas para la mujer (UNIFEM). Sin olvidarnos de las niñas secuestradas para formar parte de los ejércitos de niños soldado y servir de esclavas sexuales de sus mandos.

Por fin el Tribunal Penal Internacional y el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, a través de la Resolución 1820, que en el 2010 cumple dos años, tomaron cartas en el asunto, pero los conflictos continúan y las mujeres siguen siendo un objetivo más.

Ahora nos queda seguir trabajando para que éstas pierdan el miedo a denunciar, a explicar qué y cómo les pasó y a identificar a sus agresores. Pero para que esto ocurra la comunidad internacional, sus gobiernos, los movimientos sociales y los órganos jurisdiccionales les deben dar protección, ayuda, asesoramiento e incluso cobijo. Y los países participantes en el Estatuto de Roma (1998) deben enjuiciar a todos aquellos criminales que sus países no están dispuestos a hacerlo. Eso es posible.

Mientras no las apoyemos incondicionalmente, ellas seguirán en silencio y destruidas. Los historiadores hablarán de muertos, heridos y daños económicos, y ellas seguirán siendo invisibles, como hasta ahora.

Mercè Rivas Torres es periodista y escritora.

Por esto también serán juzgados

No fueron hechos aislados ni situaciones “fuera de control”. Las violaciones, los abusos, las órdenes de desnudarse como parte de los tormentos formaron parte de un plan sistemático durante la represión ilegal de la última dictadura. La violencia sexual, desde esta perspectiva, y gracias a los valientes testimonios de algunas víctimas, podría ser juzgada como un delito de lesa humanidad.

Página 12 – Viernes, 19 de marzo de 2010 – Por Sonia Tessa

Los valientes testimonios de sobrevivientes del terrorismo de Estado han sido, desde la recuperación de la democracia, la llave para descorrer el velo, dar dimensión del terror en el Juicio a las Juntas, buscar los intersticios jurídicos que dejaron las leyes de impunidad y los indultos y, en los últimos años, motorizar los juicios que se multiplican en todo el país. Cada testimonio revive el horror en los cuerpos de esos hombres y mujeres prisioneros del aparato represivo. Muchos relatos incluyen la violencia sexual a la que fueron sometidas especialmente las mujeres, pero también los hombres, en los centros clandestinos de detención. Claro que ponerlo en palabras fue difícil, debieron superar el espanto y la vergüenza para denunciar que los integrantes de las patotas violaban y cometían todo tipo de crímenes contra su integridad sexual. Como parte de la cotidianidad, sin recibir sanciones. Los cuerpos de las mujeres eran campos de batalla, y sumaban un estigma. Dos querellantes en la causa contra Santiago Omar Riveros denunciaron la violencia sexual que sufrieron estando desaparecidas en centros clandestinos de detención de Zárate-Campana, pero el juez federal de San Martín, Juan Yalj, decidió dictar falta de mérito a los acusados por violación por considerar que los abusos sexuales fueron “eventuales” y no merecían la calificación de crímenes de lesa humanidad. La Cámara Federal de esa localidad confirmó la decisión. Alertadas de este fallo, las organizaciones no gubernamentales Comité de América Latina y el Caribe para la Defensa de la Mujer (Cladem) e Insgenar (Instituto de Género, Derecho y Desarrollo) presentaron un amicus curiae (el dictamen de una organización “amiga del tribunal” que tiene interés legítimo probado en la resolución de la causa) ante el juzgado, en el que argumentan que la violencia sexual cometida en los centros clandestinos de detención de la dictadura fueron parte del plan sistemático de represión ilegal, y por lo tanto constituyen delitos de lesa humanidad, imprescriptibles. La sanción de la violencia sexual permitiría dar visibilidad de una práctica que se ensañó con las mujeres por haberse apartado del rol históricamente asignado.

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