Larga vida al presidente Mao

ANTONIO MUÑOZ MOLINA El País – 06/02/2010

Cuando yo llegué a estudiar a Madrid, en el enero sombrío de 1974, Engels, Lenin y Mao Zedong ocupaban los escaparates de todas las librerías. Franco estaba vivo y decrépito con algunas penas de muerte todavía por firmar, y a los sindicalistas y a los estudiantes rebeldes la Brigada Político Social les hacían orinar sangre en las comisarías, pero el panorama editorial, por esas singularidades de una época que sólo quedan en el recuerdo de quienes las han vivido, estaba dominado por un aluvión de libros revolucionarios, con los retratos barbudos de Marx y Engels en las portadas, con obreros soviéticos y guardias rojos chinos, con el rictus asiático de la cara de Lenin y la carota pepona de Mao que parecía el más cool de todos, igual que lo más moderno parecía ser apuntarse a algún partido comunista prochino. El Partido Comunista de toda la vida, el Partido, sin necesidad de añadiduras, ya tenía algo de anticuado para las antenas sutiles del esnobismo universitario. Mao Tse Tung, como decíamos entonces, era tan moderno que un libro suyo titulado Cuatro tesis filosóficas lo publicó en español el que ya entonces era el más moderno de los editores, Jorge Herralde, que se las arregló para hacer con ellos su acumulación primitiva de capital, por decirlo con el lenguaje de la época. Nosotros teníamos un dictador de mano temblona y vocecilla aflautada que rezaba el rosario todas las tardes junto a su señora en una mesa camilla del palacio del Pardo. Mucho más admirable nos parecía a muchos jóvenes antifranquistas el distinguido Mao, que vivía en la Ciudad Prohibida de Pekín -otro nombre de época- y escribía tratados filosóficos y breves poemas de exotismo entre oriental y revolucionario, y era autor además de aquel pequeño Libro Rojo de máximas antiimperialistas que algunos llevaban como un breviario en los bolsillos de las trencas sacándolo a veces con reverencia para recitar una muestra destilada de sabiduría: Los imperialistas son tigres de papel.

Nos hacíamos clientes precoces de Anagrama comprando las Cuatro tesis filosóficas, pero en cuanto empezábamos a leerlo se nos ponía una nube en el cerebro, como con tantas lecturas obligatorias de entonces. ¿Quién tenía la constancia necesaria para abrirse paso en las espesuras de filosofismo germánico del Anti-Dühring, de Engels, o de aquel tomazo de grosor y título pavorosos, Materialismo y empiriocriticismo, de V. I. Lenin? ¿Y, ya puestos, qué significaba esa palabra, empiriocriticismo, que yo no he vuelto a ver escrita desde entonces?

Unos meses después una bandera roja ondeó sobre los tejados de Madrid por primera vez desde 1939. La España de Franco había reconocido a la República Popular China, y la primera embajada se había instalado en unos salones muy burgueses del hotel Palace, que un amigo mío maoísta me llevó a visitar una tarde de mayo. Unos diplomáticos chinos en mangas de camisa nos recibieron con copiosas inclinaciones y nos llenaron las manos de folletos en español, consagrados a celebrar la Revolución Cultural y a denostar agotadoramente a los socialimperialistas y socialfascistas soviéticos. Si al salir del Palace la policía nos hubiera registrado habrían podido llevarnos detenidos por posesión de propaganda subversiva: hoces y martillos, estrellas rojas, jóvenes guardias rojos con sus uniformes verdes, sus bayonetas caladas y sus espléndidas sonrisas, masas aclamando al presidente Mao, millares de cabezas gritando al unísono y de manos agitando el pequeño Libro Rojo.

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