En guerra con El Corte Inglés

DIEGO A. MANRIQUE El País – 10/05/2010

El boom de las biografías de rock también se manifiesta en España. Tras debutar con El chico de la bomba, Loquillo publica Barcelona ciudad (Ediciones B), crónica de sus vivencias en los setenta, década aquí alargada hasta el 23-F.

En nuestro rock, nadie se trabaja la automitificación como José María Sanz. Muchos de sus recuerdos nos suenan: forman parte del andamiaje que sostiene su leyenda. Más problemática resulta ese ansia por aportar gravitas a sus andanzas, insertándolas en el marco político-cultural. Imposible evitar un respingo ante esta pincelada de 1976: “Descubrimos la verdadera cara del comunismo leyendo Archipiélago Gulag, del escritor Alexandr Isáievich Solzhenitsin, que ganó el Premio Nobel y es de edición y lectura obligada”. Aún aceptando que Loquillo -en cuya casa abundaban las novelas de Sven Hassel- leyera Archipiélago Gulag a los 16 años, asombra que le sirviera para descubrir las maldades soviéticas, habida cuenta de que se supone que familiares suyos militaron en la CNT y el POUM. En realidad, le preocupaba más maquearse que cualquier ideología: consigue su primera chupa de cuero en un almacén que vende uniformes de la Guardia Civil. Su coartada: la Benemérita se mantuvo leal a la República.

Pero ¿quién puede resistirse a embellecer un autorretrato? En otras páginas, sí que reconoce torpezas adolescentes en relación con el sexo, en contra de su imagen actual de ladykiller. Una vez despojada de sus afeites, Barcelona ciudad es la historia de un pillo, que busca y aprovecha las oportunidades, convirtiéndose en radiofonista, periodista, figurante televisivo y cara conocida de la Barcelona de la Transición, aun antes de grabar un disco.

Su argumento central: aquella fue una ciudad excitante, eventualmente castrada por Pujol. Se trata de una ocurrencia sobrevenida: en realidad, él también rechaza a los disidentes de la norma nacionalista, fueran marginales (los quillos rumberos de periferia) o burgueses renegados (el clan Zeleste). Fascinado por la contracultura estadounidense, Loquillo se ofende -“no es eso, no es eso”- cuando se encuentra con sus equivalentes autóctonos. Detesta a los hippies locales y sabotea conciertos montados por el PSUC.

Mejor no pedir coherencia a Barcelona ciudad. Pero el libro ofrece la descripción impagable de un momento único, una de esas confrontaciones que muestran la grandeza y el absurdo de las subculturas juveniles. Hacia 1978, con el éxito de Grease, el rock and roll es tendencia de temporada. Y El Corte Inglés ofrece, en su planta joven, la “moda rock and roll”. Allí se presentan los rockers barceloneses:

“Le largamos un discurso al responsable del lugar del sacrilegio. El pobre señor Pinto no entiende por qué nosotros, que vamos anunciando lo que él vende, le soltamos toda clase de improperios. Kaki toma la iniciativa y con su peculiar azento inicia la cruzada:

-Ustedes no tienen derecho a vendé un eztilo de vida.

-Sólo es una moda, cálmate, muchacho.

-Si venden un estilo de vida, inviertan en un local de rock and roll, identifíquense con lo que anuncian, ¡coño! (Sí, el de la visión de negocio soy yo).

-Para nosotros sólo es una moda -insiste el señor Pinto.

-Pues bien, le damo unoz diez diaz de margen y zi no retira zus escaparates volveremo y lo haremo nosotros mismo… Queda advertido -zanja el Kaki.

“Con dos cojones, sí señor, unos niñatos amenazando a El Corte Inglés. Y sucede lo inevitable: una maraña de tipos de uniforme aparece de improviso, dando lugar al clásico enfrentamiento entre un nutrido grupo de rockers que defienden apasionadamente su lugar en el mundo y el poder establecido, que como siempre pretende arrebatárselo”.

Sirva como recordatorio del arrojo y la ingenuidad de los rockers, quizás uno de los movimientos juveniles menos comprendidos. El texto de Loquillo da pistas sobre los motivos: de visita en Madrid, se salva de una agresión facha -pijos con pistola- por la intercesión de un famoso rocker local. Al otro extremo político, hoy sabemos que algunos defensores de la estética rocker han terminado, en su obsesión por la “autenticidad”, identificándose con los “hombres de acción” de 1936 que, en el bando republicano, cultivaron las infames artes del paseo y el saqueo.

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