“La Guerra Civil fue entre vascos, no una invasión”

JAVIER RODRÍGUEZ MARCOS El País18/02/2010

Foto: Kirmen Uribe, en el Círculo de Bellas Artes de Madrid.- CLAUDIO ÁLVAREZ

Cuando en octubre pasado Kirmen Uribe recibió el Premio Nacional de Literatura por Bilbao-New York-Bilbao, su novela no tenía editor en castellano pese a haber ganado el Premio de la Crítica en euskera y vendido en esa lengua 8.000 ejemplares, una cifra importante para cualquier libro y casi un hito en una comunidad de lectores estimada en 250.000 personas. Tres meses después, Bilbao-New York-Bilbao, traducida por Ana Arregi, aparece en Seix Barral.

En una cafetería de Madrid desde la que se ve un edificio del arquitecto Ricardo Bastida, uno de los “personajes” de su novela, Uribe (Ondarroa, Vizcaya, 1970) se sacude tanto las grandes cifras como los 15 minutos de fama que le cayeron encima el día en que Patxi López leyó un poema suyo en su toma de posesión como lehendakari: “Hay que poner las cosas en su medida. Yo creo que lo que quería era leer un texto en euskera de un autor joven, no algo mío en concreto”. Él, no obstante, no era ningún desconocido. Aquel poema, Mayo, está incluido en Mientras tanto dame la mano (Visor), Premio de la Crítica en 2002.

Lejos de ser una “novela de poeta”, Bilbao-New York-Bilbao narra un vuelo entre las dos ciudades del título durante el que se intercalan historias sacadas de la tradición oral, de la memoria familiar del autor o de su correo electrónico. “La novela trata de abrir formas”, dice el escritor, “pero lo ideal es que el lector no repare en eso, igual que cuando uno ve el Guernica lo que hace es emocionarse, no ponerse a teorizar sobre el cubismo”.

El cuadro de Picasso es, de hecho, uno de los ladrillos con los que Uribe ha construido una obra llena de preguntas como ésta: “¿Por qué apoyó a Franco un hombre de Ondarroa que casi no hablaba castellano?”. Aquel hombre era su abuelo, alguien que ilustra bien una idea que recorre la novela: el corazón está por encima de las ideas. “Aunque me pesara, necesitaba verbalizar que uno de mis abuelos -por cobardía, por interés, no sé por qué- optó por el bando incorrecto, no seguir obviando una realidad tantas veces silenciada: la Guerra Civil fue también una guerra entre vascos, no una invasión de los franquistas”, afirma. “Decirlo nos viene bien. Creo que mi generación, la de los nietos, va a hablar de la guerra de otra manera, asumiendo las culpas de nuestros abuelos. Para empezar a cerrar heridas hay que admitir lo que se hizo y quién lo hizo”, continúa.

Kirmen Uribe viene de una familia de marinos y Bilbao-New York-Bilbao es también un libro sobre el mar que habla sin nostalgia de un mundo a punto de desaparecer. “He querido desmitificar la tradición porque la memoria, la individual y la colectiva, es muy engañosa. Se magnifica el pasado para hacer reivindicaciones en el presente”. ¿Cómo luchar contra esa manipulación? “Mostrando las cosas a su tamaño real”. Por eso retoma en la novela la escena de su abuelo paterno, enfermo ya, escuchando cómo su abuela materna, “nacionalista confesa”, le leía cada tarde la prensa franquista: “La gente sabe diferenciar entre los discursos y las relaciones personales. Al final, cualquier conflicto se soluciona en base a eso. El peligro es que la persona se convierta en grupo, por eso quería volver a la persona”.

A Satán, atentamente, sus víctimas

Editadas las cartas de los escritores Mijaíl Bulgákov y Evgeni Zamiatin a Stalin

JOAQUÍN ESTEFANÍA El País13/02/2010

Iósif Visarionovich Dzhugashvili

Sorprende en el protagonista de la película El círculo del poder, de Andréi Konchalovski, su ingenuidad en el tratamiento al poder omnímodo de Stalin en los albores de la II Guerra Mundial y al final de los grandes procesos de Moscú contra la oposición de izquierdas y de derechas: el tiempo del Gran Terror en la URSS. Algo de esa ingenuidad y relación masoquista hay también en la correspondencia que establece Mijaíl Bulgákov, el autor de la extraordinaria novela El maestro y Margarita, con Stalin, que encabeza con el familiar saludo “¡Muy estimado Iósif Visarionovich!”, en la que le pide angustiado que cese la persecución que padece y le deje volver a sus novelas, a sus obras de teatro, porque para él no poder escribir equivale a ser enterrado vivo.

Aparecen publicadas ahora estas cartas, así como las del escritor Evgeni Zamiatin (Cartas a Stalin, Editorial Veintisiete Letras), años después de la inmensa labor que hiciera el investigador Vitali Shentalinski, en su extraordinaria trilogía (Esclavos de la libertad, Crimen sin castigo y Denuncia contra Sócrates. Nuevos descubrimientos en los archivos literarios del KGB. Galaxia Gutenberg) contra la amnesia histórica.

Cuando la perestroika abrió en Rusia los primeros horizontes de libertad, Shentalinski se encerró para hacer un estudio de la historia de los escritores durante el periodo soviético que se inicia en 1917. Entró en la Lubianka, sede del KGB en la última reencarnación de los servicios de seguridad soviéticos, y abrió su caja negra para descubrir informes clasificados, documentos que se creían perdidos, obras inéditas de los represaliados: cerca de tres millares de intelectuales.

Lo primero que sorprende en las cartas de Bulgákov y Zamiatin -muy distintas, las del primero más dubitativas; las de Zamiatin más directas- es que apenas piden por su supervivencia, a pesar de que pasan pobreza, frío y privaciones (“los escritores rusos están acostumbrados a pasar hambre”, escribe Zamiatin), sino el cese de las persecuciones y el silencio al que son sometidos por parte de las autoridades, los editores, sus propios camaradas del mundo de la cultura.

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Cuánto cuento

MARUJA TORRES El País – 11/02/2010

Érase una vez un dragón muy malo, muy malo y muy pérfido. Se llamaba Garrzón, y con sus actuaciones tenía atemorizada a la gente más buena de un país muy bonito llamado Ehpaña. Esas bondadosas personas habitaban todas en la región Amnesia Bendita, que últimamente se les estaba poniendo perdida de agujeros, debido a que el dragón Garrzón usaba hollar con sus garras las calles de la ciudad, ahondando en los socavones urbanos en busca del pasado. Al dragón le acompañaba siempre en sus incursiones la pérfida bruja Memo Riaistórica, un pozo sin fondo de rencor cuyo único objetivo era sembrar el enfrentamiento y la discordia en el reino. Tampoco en el campo se veían tranquilos estos sencillos ciudadanos. Cuando salían a cazar pacíficamente jabalíes y cosas así, los antaño calmos montes, tan bucólicos -con sus fosas, comúnmente denominadas comunes, cubiertas de hierbas-, presentaban un aspecto amenazador.

Los afligidos súbditos no sabían qué hacer ni a quién acudir, y le rezaban a san Augusto Pinochet. ¿Habría algún guerrero lo bastante valeroso para oponerse al vil dragón Garrzón? ¿Podría un mercenario enfrentarse a la furia de la Bestia y de su cómplice, la Bruja? Sufrían mucho, los pobrecillos, y, por las noches, en sueños, veían un hueso por aquí, una calavera por allá, y se llevaban tremendos sustos. Habían perdido toda esperanza cuando, en el horizonte, cara al sol e impasible el ademán, aparecieron un grupo de héroes y heroínas legendarios: el justiciero Man O’Slimpias, las hermanas Liberty e Identity, y el prestigioso Falan Gespa Ñola. Mas no iban solos. Tras ellos caminaban airosamente Mary Provida, Mary Demagogia y el señor Odios, que también puede pronunciarse Ohdiós.

Las afligidas almas respiraron con satisfacción. Ahora sólo tenían que hallar, en la Justicia, a implacables justicieros como ellos. Lo más triste es que los encontraron.

Adiós a Gorete

JULIO LLAMAZARES El País – 14/12/1990

El pasado día 17 de noviembre fallecía en León, a la edad de 87 años y en el más oscuro de los anonimatos, Gregorio García Díaz, Gorete. A la mayoría de los lectores, seguramente, ni el apodo ni el nombre les dirán nada. Pero a quienes, como yo, los aprendimos al arrimo de la lumbre o caminando en la nieve cuando los años cincuenta se despedían de España -y a quienes, sobre todo, tuvimos la fortuna de llegar a conocer al hombre que con su vida alimentó de leyendas las largas noches de invierno de nuestra infancia-, el nombre de Gorete nos trae recuerdos de un tiempo que ya se ha ido y de un mundo en el que los cuentos servían para decir lo que la radio callaba. Gregorio García Díaz, Gorete, había nacido en Lillo, un pequeño pueblecito de León colindante con Asturias, allá por el año de 1903, en el seno de una humilde familia campesina dedicada, como todas en la zona, al cuidado de los prados y las vacas. Campesino fue también él, lo mismo que sus abuelos y que sus padres y, aunque desde muy joven dio muestras de su particular tesón y de un temple y valentía extraordinarios (durante los años de la República, por ejemplo, llevó a cabo en solitario la aventura de viajar en bicicleta hasta Madrid; y vuelta, pedaleando 800 kilómetros durante una semana, para asistir a un mitin de Manuel Azaña), nada hacía presagiar que, con el tiempo, su apodo acabaría convirtiéndose en un nombre de leyenda para los habitantes de aquella zona de España.

Todo empezó con la guerra. Una guerra que a Gorete, entonces de 33 años, le sorprendió en su pueblo dedicado a la política local (fue presidente del pueblo con tan sólo 27) y al cuidado de sus prados y sus vacas y que le arrastró en seguida, después de atravesar en plena noche las montañas, a combatir en el frente del Norte enrolado en las tropas republicanas. Cuando éste cayó en el otoño de 1937, Gorete, como tantos, se escondió en las montañas y así fue como empezó la increíble aventura que le iba a convertir en un nombre de leyenda y en un mito popular para todos cuantos nacimos y vivimos hacia la mitad del siglo en las perdidas aldeas de los montes leoneses y asturianos. Lo que empezara una noche como una huida desesperada se iba a acabar convirtiendo -sin que el propio Gorete entonces, claro está, lo imaginara- en una de las páginas más crueles de la guerra y en uno de los destierros más solitarios de los que guarda memoria la última historia de España: durante 11 años, tres meses y cinco días (años, meses y jornadas que Gorete apuntó en su propio cinto haciendo muescas con la navaja), permaneció escondido en una cueva de su pueblo, completamente solo, como un Robinson Crusoe de las montañas.

La relación de sus aventuras, reales o legendarias, es, como cabe pensar, ciertamente impresionante. Yo mismo, en Luna de lobos, la novela que escribí para recoger los cuentos que de los hombres del monte me contaron en mi infancia, intercalé dos de ellas, precisamente las mismas que algún crítico avisado descalificó en su momento por demasiado fantásticas: aquella en la que el maquis, el mosquetón a la espalda y la guadaña en las manos, siega a la luz de la luna la hierba de una familia que le ha ayudado, y aquella otra en la que asiste desde el monte y a través de los prismáticos al entierro de su padre (de su madre, en realidad, en el caso de Gorete) para bajar después en plena noche al cementerio a ver su tumba, caminando de espaldas sobre la nieve para confundir sus huellas y envuelto, para evitar ser visto, en una manta blanca. Hubo más, muchas más, alguna incluso todavía más fantástica. Como cuando escapó en plena noche a un cerco de varios guardias, o como cuando se cayó desde 10 metros de una peña y permaneció cuatro días sin poder incorporarse, temiendo haberse roto la columna y no tener otro remedio que suicidarse. Pero lo peor no fueron esas anécdotas, por más que fueran las que le hicieran a los ojos de la gente un personaje legendario. Lo peor fue el silencio, el frío de los inviernos, la soledad de la cueva durante más de 11 años. Baste saber, para imaginar el frío, que ésta estaba en lo alto de una peña, a 1.800 metros de altura y en lo que hoy es la estación de esquí de San Isidro, en la que practican los deportes de la nieve los aficionados leoneses y asturianos.

El 26 de enero de 1949, 11 años, tres meses y cinco días después de haberse echado al monte, Gorete, incapaz de aguantar ya más tiempo, se entregó a los guardias. Luego vendría la cárcel, y el trabajo, y la familia, y los pequeños paseos frente a su casa del barrio de Puente Castro, en la que yo le conocí un día, hace ahora nueve años, cuando el hombre legendario de los cuentos de mi infancia era ya un silencioso y apacible jubilado. Hasta el mismo momento de su muerte, sin embargo, Gorete, como la mayoría de los hombres que secundaron sus pasos, conservó la rebeldía y el espíritu tenaz que, al finalizar la guerra, le llevaron a esconderse en las montañas y, de la misma manera que guardaba en un armario, como si fueran reliquias, las cartucheras y el cinto y el puñal y los prismáticos, conservó hasta el último día la esperanza de que los ideales que un día le llevaron a vivir en una cueva, como si en lugar de un hombre fuera un lobo o una alimaña, se pudieran realizar en la renaciente España.

Por eso se murió sin entender demasiado. Por eso, seguramente, vivió los últimos años otro destierro -obligado, relegado como tantos al baúl de los recuerdos precisamente por el Gobierno por el que tanto lucharon y que ni siquiera se acordó de ellos para intentar resarcirles de las penurias pasadas (a Gorete, en concreto, ni el millón de pesetas aprobado a modo de limosna hace unos meses para quienes cumplieron un mínimo de tres años en las cárceles de Franco le llegó a corresponder porque, evidentemente, los 11 de la cueva no los consideraron cárcel). Por eso, precisamente, quiero ahora despedir con el mejor de mis recuerdos, en este tiempo de olvidos y en esta España moderna y desmemoriada, al hombre que con su vida alimentó de leyendas las largas noches de invierno y los días de mi infancia, cuando los años cincuenta se despedían de España y los cuentos de los viejos servían para decir lo que la radio callaba.

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Se me olvidó deciros hoy en clase que tenéis este artículo y más material relacionado con Luna de lobos y la figura del maquis en la carpeta que está delante de mi despacho.

“Me interesa la esencia del totalitarismo, sea vasco o sueco”

CAMILO SÁNCHEZ El País09/02/2010

Unai Elorriaga

El temperamento de Unai Elorriaga (Ondárroa, Vizcaya, 1970) se asemeja a primera vista a su escritura. Esa prosa esencial y poco dada a los artificios que le valió el Premio Nacional de Narrativa en 2002 por su debú, Un tranvía en SP, se ajustan a su aspecto y al modo en que se conduce. Pide una botella de agua mineral y un lugar con poca luz en una tarde opaca y lluviosa como todo requisito para hablar de Londres es de cartón (Alfaguara), su nueva novela, recién editada. “Uno de los retos a la hora de sentarme a escribirla fue evitar los maniqueísmos”, asegura. En la obra, Elorriaga propone la memoria como el antídoto más eficaz contra los regímenes totalitarios. Y se permite la licencia de incrustar una pequeña novela negra que navega entre Agatha Christie y Charles Dickens.

“La reflexión sobre una dictadura debe ir más allá de discursos simplistas como el de Bush cuando se refería al eje del mal. Ni en la guerra, ni en el arte o la política hay únicamente buenos y malos”, añade.

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El hombre que inventaba mundos reales

SERGIO RAMÍREZ El País – 07/02/2010

Tomás Eloy Martínez

Cuando Eva Duarte se encontró por primera vez con Juan Domingo Perón en Luna Park, la noche del 22 de enero de 1944 en que se daba una función artística de beneficencia por los damnificados del terremoto de San Juan, ella le dijo cuando estuvieron sentados lado a lado: “Gracias por existir”. O no se lo dijo nunca para los términos de la historia mezquina que resiente de imaginaciones, porque la frase la inventó Tomás Eloy Martínez, que acaba de morir en Buenos Aires, en su novela Santa Evita. Pero se lo dijo. La historia fue modificada a partir de la novela, igual que los propios personajes de la historia argentina, y de la novela, Juan Domingo Perón y Eva Duarte fueron modificados y ya no serían nunca más los mismos desde que pasaron por las manos de su novelista inevitable. Su creador, su inventor. Su falsario.

Tomás contaba historias en sus novelas y las contaba para sus amigos con la misma calidad seductora. Una de las que más me seguirá cautivando tiene que ver con esa frase maestra del arte de la seducción, que años después de haber sido publicada en Santa Evita pasó a ser el texto de una manta en una manifestación peronista: “General Perón, gracias por existir”. Tomás protestó que se trataba de una frase suya escrita en una novela suya y puesta en boca de un personaje suyo, pero su intento resultó tan ingenuo como vano, al punto que fue acusado de falsear la historia del peronismo atribuyéndose lo que no le pertenecía, sino a la historia.

La historia, ya tomándose en serio, se apropió no sólo de la frase, sino de toda la novela, y la hizo suya. El novelista dejó de ser el inventor y pasó a ser el cronista, y a lo mejor ni siquiera eso, porque para negar que la Eva Perón que conocemos, tal como la conocemos, sea la invención de una persona, y para negar que las frases célebres que dijo sean también la invención de esa persona, hay que empezar por negar al novelista, y negar su novela. Para que Eva Perón sobreviva, hay que desaparecer a Tomás Eloy Martínez. La criatura sacrifica al creador; pero allí está precisamente su victoria. El personaje sale de las páginas de la novela y se queda en el mundo real.

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Os reccomiendo también el artículo de Carlos Fuentes sobre Tomás Eloy Martínez y su obra: “El escribidor de un país autoengañado“, El País, 02/02/2010.

Miguel Hernández rechazó hacer un gesto a favor de Franco

Una serie de cartas inéditas muestran su negativa a arrepentirse y a apoyar al régimen, como le pidió un amigo íntimo

Público – 03/02/2010
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Que Miguel Hernández era un convencido de sus ideales era algo difícil de discutir. Ahora, después de darse a conocer cartas inéditas del poeta, esta afirmación cobra mucho más sentido, ya que las misivas muestran cómo Hernández se negó a hacer un “gesto” favorable al régimen franquista para evitar su fusilamiento.

Así lo ha relatado la persona que posee esas cartas, Gonzalo Santoja, que dirige el Instituto Castellano y Leonés de la Lengua, organizador del primer Congreso en conmemoración del centenario del nacimiento de Hernández, que se celebra desde este miércoles en Burgos.

Según Santoja, mientras estaba en la cárcel, el poeta recibió la visita de José María de Cossío, un amigo íntimo. Cossío no iba solo, sino que le acompañaban escritores falangistas que le propusieron hacer “algún gesto” de arrepentimiento o apoyo al régimen. Hernández no sólo se negó, sino que echó a los visitantes.

Hernández escribió a su amigo comentándole lo “lamentable” de lo ocurrido, aunque reconociendo que actuaron desde la “pasión” para intentar salvarle la vida. Sin embargo, el poeta lamentó que no actuaran “desde la razón”, por lo que mantuvo su posición y sus ideas.

Las cartas muestran también cómo Hernández tenía que llamar a Cossío “primo”, para poder escribirle, ya que sólo se permitía enviar cartas a los familiares más allegados. Además, para poder tramitarla, en el remite debía escribir “Arriba España, Viva Franco”.

Buceando en la obra del poeta

Durante el Congreso también se mostrarán las cartas que se escribieron la esposa del poeta, Josefina Manresa, y el hispanista italiano Dario Pucci, gracias a la aportación del también hispanista Gabriele Morelli.

Balcells ha indicado que estas jornadas se distinguen por ser “anticonvencionales”, ya que no se trata de un ciclo de conferencias al uso y son también un evento “alternativo” a otras iniciativas que este año se organizan con motivo del centenario del poeta.

El encuentro permitirá profundizar en el trabajo que Hernández desarrolló con su incorporación al movimiento social Misiones Pedagógicas, donde coincidió con algunos de los escritores más representativos de la época, integrantes muchos de ellos de la revista Hora de España, como María Zambrano, Ramón Gaya y Rafael Dieste.

La influencia musical de su obra es otro de los aspectos que se abordará en el congreso, puesto que Hernández, antes de la Guerra Civil, compuso varios himnos futbolísticos y cantos flamencos durante la contienda.

Según ha agregado Santonja, la obra del poeta alicantino, antes de que fuera utilizada por los cantautores, fue usada para la música culta y se ha referido a Eduardo Rincón que en 1958 fue el primero que puso música a Las Nanas de la Cebolla.

A los 75 años, murió el escritor y periodista Tomás Eloy Martínez

Escribió La pasión según Trelew, mandado a quemar durante la dictadura, y Santa Evita, la novela argentina más traducida de la historia. En 2002 obtuvo el Premio Alfaguara por El vuelo de la reina. También fue autor de ensayos y guiones de cine.

ClarínDomingo 31, Enero 2010

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El periodista y escritor argentino Tomás Eloy Martínez murió hoy a los 75 años tras una larga lucha contra el cáncer.

Entre sus principales novelas figuran “Santa Evita”, traducida a más de 30 idiomas, y “La novela de Perón”, basadas en las vidas del presidente argentino Juan Domingo Perón (1946-1955 y 1973-1974) y su segunda esposa, Eva Perón, en las que combinó elementos de la ficción y la realidad.

Asimismo fue el autor de otras muchas novelas como “El cantor de tango”, “La mano del amo”, “El vuelo de la reina” y “Purgatorio“, la colección de relatos “Lugar común la muerte” y el relato periodístico “La pasión según Trelew”, además de escribir libretos de cine y televisión. Era asimismo columnista de los diarios “El País” de España y del “The New York Times”.

Nacido en San Miguel de Tucumán en 1934, tuvo una larga trayectoria como periodista, novelista y crítico de cine, además de haber trabajado en importantes medios argentinos. A su vez, fue reconocido también por su intensa actividad académica brindando conferencias y cursos en universidades de todo el mundo.

Vivió exiliado en Caracas durante la última dictadura militar. Allí se mantuvo en la actividad periodística: fue editor del periódico “El Nacional” y fundó “El Diario de Caracas”, ocupando el cargo de jefe de redacción hasta 1979. Vivió gran parte de su vida en Estados Unidos, donde dirigió el Programa de Estudios Latinoamericanos de la Rutgers University, en New Jersey.

En 2002 fue galardonado con el premio Alfaguara, uno de los más importantes concursos literarios en lengua castellana, por su novela “El vuelo de la reina”.

El diario madrileño “El País” le otorgó el Premio Ortega y Gasset de periodismo el 22 de abril de 2009, una distinción dirigida a trabajos en español publicados en medios de todo el mundo. El 24 junio de ese mismo año fue incorporado a la Academia Nacional de Periodismo.

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El obituario de Juan Cruz publicado en El País: “El periodista que no cesó de narrar

Narradores sin límites

La ruptura de fronteras con América Latina, la mezcla de géneros y la búsqueda de cosas distintas caracterizan la narrativa española del siglo XXI. Javier Cercas, Agustín Fernández Mallo y Almudena Grandes trazan el mapa literario en un debate convocado por Babelia sobre los derroteros de la literatura.

WINSTON MANRIQUE SABOGAL y JAVIER RODRÍGUEZ MARCOS – El País – 30/01/2010

narradores

Mezcla, legado, lengua, España, Latinoamérica, pop, Internet, unidad, exploración. Nueve son las palabras con las que se empezaría a escribir el destino de la narrativa de España en el siglo XXI. O mejor hablar desde ya de la narrativa en español como de una lengua común que involucra a 19 países más en América Latina para borrar las fronteras geopolíticas en literatura. Es el gran territorio de La Mancha, como lo llama Carlos Fuentes, con 400 millones de hispanohablantes, que comparten un mismo idioma y herencia literaria que cada día aumenta su presencia e interés internacional.

Escritores de una lengua y no de un país. Así lo reivindican tres autores españoles que representan una diversidad de estilos y una búsqueda de temas y formas literarias que se proyectan hacia el futuro: Javier Cercas (Ibahernando, Cáceres, 1962), Almudena Grandes (Madrid, 1960) y Agustín Fernández Mallo (A Coruña, 1967). Los tres invitados por Babelia a un debate sobre La narrativa española contemporánea y sus derroteros.

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La Guerra Civil aún no ha terminado

El gran acontecimiento del siglo XX español divide por generaciones a los escritores

W. M. S. / J. R. M. – El País – 30/01/2010

“Estamos terminando y no hemos hablado de la Guerra Civil”. Un caos cruzado de voces siguió a esa frase de la redacción de Babelia, tal vez la más previsible de la conversación. “Yo no hablo de la Guerra Civil”, dijo Agustín Fernández Mallo como un resorte. “Pues yo hablo constantemente”, replicó Almudena Grandes, que siguió tirando del hilo: “La Segunda República española y la Guerra Civil —y no lo he dicho yo, es algo que le oí decir a Juan Pablo Fusi y me pareció luminoso— es uno de los grandes momentos de la historia de la humanidad. Estaba ahí antes de que nosotros decidiésemos escribir sobre ella. Estaba y estará. Más antiguo es el imperio romano y le hacen series de televisión todos los años”. En el caso de Grandes y Cercas, la cosa está clara. ¿Pero en el de Fernández Mallo y su generación?

A. F. MALLO. Es un tema que no me interesa. Es un acontecimiento que yo no he vivido de primera mano ni de segunda. No es algo que estéticamente me llame.

J. CERCAS. Lo curioso es que nos estemos preguntando por qué Agustín no escribe sobre la Guerra Civil. Es que no tiene ninguna obligación.

PREGUNTA. Claro que no, pero es el gran tema del siglo XX para cualquier español, escritores incluidos, ¿no?

J. C. Yo antes de los 38 o los 39 años no había escrito sobre el pasado. Pero llegas al entorno de los 40 y, por algún motivo, el pasado sale. Bueno, es lógico, porque a los 40 años empiezas a tener pasado… Por otro lado, en realidad yo no escribo sobre el pasado sino, y ése fue para mí el gran descubrimiento, sobre el hecho de que el pasado es el presente, es decir, de lo que estamos fabricados con él. El pasado es la materia de la que estamos hechos. Cuando hablo de la Guerra Civil o de la Transición, hablo de ahora. Detesto la novela histórica, me parece un oxímoron: o es novela o es historia.

A. GRANDES. En 1972 estaba con mi madre en la cocina y al comentar un Hola donde vimos una foto de Josephine Baker, que vivía en el sur de Francia con 17 hijos adoptivos e iba vestida con un chándal y un turbante. Al lado había una foto suya de los años veinte, con una estrella en los pezones que le había puesto la revista. Mi madre me dijo que mi abuela la había visto bailar en Madrid. Todo lo que yo he escrito después sobre la memoria en España arranca de ese momento, el momento en que comprendí que el progreso no es una línea recta. Yo creía que era más moderna que mi madre y que ella lo era más que mi abuela, pero descubrí que mi abuela era más moderna que yo. Y que la obligación de los españoles de ahora es aspirar a ser tan modernos como nuestros abuelos. Y no sé si vamos a llegar. Yo he escrito desde esa óptica toda mi vida.

J. C. De todos modos, lo de los temas es para mí algo secundario. Lo primario es someter la lengua a la máxima tensión verbal, llevarla al punto de incandescencia, pero no por el brillo, sino porque así podemos luminar con una luz distinta el tema que abordamos. Yo parto de imágenes. Hubo una vez una imagen que me obsesionó y que resulta que transcurría hacia el final de la Guerra Civil. A mí lo que me interesaba era formular de la manera más compleja posible la pregunta que había en esa imagen, la de un señor que tiene que matar a otro y no lo mata. Y tuve que ir a la Guerra Civil para escribir Soldados de Salamina.

A. F. M. Yo de lo que sí podría escribir es del 23-F. Es algo que viví de adolescente y que me marcó.

J. C. Es que yo sólo escribo de las cosas que me pasan. Y la Guerra Civil me pasó.

Carlos Giménez, la posguerra a través de los ojos de un niño de cómic

El dibujante y guionista opta a un premio en el Festival Internacional de Angulema

RICARDO GRANDE El País30/01/2010

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El cómic Paracuellos cuenta con dos grandes bazas: un dibujo atractivo y un guión autobiográfico sobre la posguerra franquista. Ambos méritos se deben a la misma persona, el dibujante Carlos Giménez (Madrid, 1941), que en pequeñas viñetas retrata sus vivencias en un hogar de Auxilio Social, uno de esos lugares donde el franquismo internaba a niños huérfanos o que no podían ser mantenidos. El autor, que vive y trabaja en la capital, atiende al teléfono y comenta la obra que le hace ser candidato a uno de los galardones del Festival Internacional de Cómic. “Con la edad, aprendes quién eres y a lo que puedes aspirar. Yo creo que no me van a dar el premio”, pronostica, sin darle mucha importancia.

Quizá no sean tan pesimistas los responsables del Salón del Cómic de Barcelona de 1999, que le concedieron la distinción a Mejor Obra y Mejor Guión. “En Francia, Paracuellos siempre ha tenido lo que se llama buena acogida: no hablamos de un gran éxito, pero se ha ido publicando y ha llegado a estar entre los cuarenta o cincuenta obras destacadas…” comenta el propio autor, que no tiene claro el por qué tantos lectores españoles y franceses se acercan a su obra. “Alguna virtud tendrá, vaya usted a saber… las personas a las que firmo ejemplares suelen ser profesionales de la enseñanza. Para saber como funcionaba un barrio en los años cuarenta o cincuenta es más atractivo este cómic que un libro de texto, supongo”, opina.

El cómic por el que ahora está nominado apareció en los años setenta. Consiste en una colección de historias cortas, que el autor da por terminada, y que se ha reeditado varias veces. También ha trabajado para la revista El Papus y ahora adapta el guión cinematográfico Año 1000: La sangre. “Tiras de prensa, semanal… he hecho de todo”. Su obra más conocida es un alegato contra la guerra que siempre es “canalla, muy dura. Nunca es necesaria y llamarla preventiva no es más que un ardid”.

“La historia de España hay que contarla sin fechas ni generales, hay que mostrar lo que le pasaba a la gente de a pie. La guerra no la hacen ellos, pero siempre las pierden. Siempre tienen más bajas que los militares. No me interesan los estrategas ni las grandes frases. Tenemos que analizar cómo aguantó la gente de la calle y, a partir de ahí, sacar conclusiones. El héroe es el que consigue subsistir”, dice convencido.

El autor no entra a valorar sus excelentes dibujos, cuyos trazos amables no restan dureza a la vida en estos centros donde la religión y la disciplina eran la norma. Las páginas nos muestran como chicos con cara de no haber roto un plato se convierten en carceleros y castigan a sus compañeros. Giménez habla sin dudar: “El niño es siempre inocente. Incluso el verdugo o la máquina de matar actúan porque le han enseñado. Detrás de esto siempre está la mano de un adulto”.

Escribir Paracuellos le costó alguna lágrima. “La posguerra no tiene por qué ser tan dura como la guerra. Pero, en la nuestra, no se hizo una sola concesión”. Hervir su infancia, a pesar de todo, mereció la pena. “Cuando escarbas en esta clase de asuntos biográficos, sufres. Recuerdas las carencias, a tu madre, todo. Una vez que lo has dibujado, es distinto. Antes, comentaba con frecuencia todo aquello pero ya no. Tengo los fantasmas exorcizados. Incluso empiezo a olvidar cosas…”