Gelman y la “morriña futura”

El poeta argentino recoge en Santiago la distinción de Escritor Galego Universal

DIANA MANDIÁ El País21/04/2010

El poeta argentino Juan Gelman, ayer en el claustro del Pazo de Fonsexa de Santiago.- PATRICIA SANTOS

Juan Gelman, argentino, hijo de ucranios, nacido en un barrio judío de Buenos Aires, exiliado en Italia, España, Nicaragua, Francia, Estados Unidos y México, donde todavía vive, es desde ayer escritor gallego universal. “Algo que me confirma que soy argentino”, bromeó tras recibir la distinción que cada año, desde 2006, otorga la Asociación de Escritores en Lingua Galega (AELG) . Tras varios días en Galicia, en los que dictó conferencias -como la del lunes en A Coruña- y ejerció de invitado de honor de la Cea das Letras, a Juan Gelman (Buenos Aires, 1930) le tocó hablar de su concepción de la poesía y de su relación con los que buscaron en su país trabajo y libertad.

Gelman no los nombró a todos -“son tantos que llevaría demasiado tiempo”, -, pero sí tuvo un recuerdo para Seoane, Castelao o Lorenzo Varela, así como para los artesanos, obreros, campesinos e intelectuales que desde el siglo XIX fundaron centros gallegos por todo el país. “Todos ellos contribuyeron a la riqueza material y espiritual de Argentina”, aseguró, antes de echar mano de la “morriña futura” de su compatriota Roberto Arlt, que decía comprender la nostalgia del emigrante tras visitar Galicia en los años 30.

Gelman es el segundo latinoamericano distinguido con el premio de Escritor Galego Universal tras Elena Poniatowska, que lo recibió el año pasado. Como la escritora y periodista mexicana, el poeta argentino, de 79 años, sigue escribiendo y opinando sobre un mundo que no deja de preocuparle. “Vivimos una época gris, en un mundo globalizado en el que lo material se impone y el poder intenta manufacturarnos y uniformarnos”, aseguró. En ese mundo, lamenta, no hay mucho lugar para “el difícil menester de la escritura”, y menos para el verso. “La poesía es inútil porque no tiene valor de mercado. Tampoco Saturno lo tiene, pero la poesía está cargada de vida”, defendió.

Cuando en 2007 recibió el Premio Cervantes, algún periodista le hizo la pregunta de rigor Le pidió que definiera la poesía. “Un árbol sin hojas que da sombra”, declaró entonces. La misma frase elegida para titular su discurso de agradecimiento, que pronunció en el Salón Nobre del Pazo de Fonseca ante el presidente de la AELG, Cesáreo Sánchez Iglesias; el conselleiro de Cultura, Roberto Varela, y la vicerrectora de Cultura de la Universidade de Santiago, Elvira Fidalgo Francisco. Todos resaltaron la dimensión ética y estética de la obra de Gelman. “No escapó a la realidad de su tiempo, aun cuando le expropiaron su patria, sus lugares de amor y de infancia”, recordó Sánchez Iglesias.

La vida del poeta que se hizo la pregunta que respondería Mario Benedetti, otro exiliado universal –¿Y si Dios fuera una mujer? era el verso- explica también la de la Argentina de las últimas décadas. No sólo por ser el poeta vivo más conocido de su país, sino también por sufrir en carne propia las mismas tragedias que otros muchos de sus compatriotas. El exilio y la pérdida de sus hijos y de su nieta, que recuperaría muchos años después, hicieron mella en su carácter y en su obra, a medio camino entre el intimismo y el realismo crítico. Cesáreo Sánchez Iglesias citó al periodista mexicano Carlos Monsivais para explicarlo: “La existencia del horror requiere la poesía”.

En realidad Juan Gelman escribía desde mucho antes del horror, por lo menos el que le tocaría vivir en su familia. Su primera obra, Violín y otras cuestiones (1956) nació a la sombra de su militancia en el Partido Comunista y de la revista Pan duro, que no marcaba fronteras entre poesía y política. El Juan Gelman joven que todavía vivía en Buenos Aires experimentaba entonces con el lenguaje de los suburbios, el mismo de la canción popular. En 1963 vivó la luz Gotán, tango en argot lunfardo, y ya entonces llamaba a resistir (hay que aprender a resistir/ no a irse ni a quedarse/ a resistir). Gelman aprendió a hacerlo: en 1976, tras el golpe que encumbró a Videla al poder, dejó Argentina para comenzar su largo periplo como exiliado. En 1982, poco antes del fin de la dictadura, falleció su madre, y Gelman escribió para ella, entre Ginebra y París, un extenso poema de despedida. Vos / que contuviste tu muerte tanto tiempo/ ¿por qué no me esperaste un poco más?, se preguntaba el exiliado Gelman.

Argentina reconquistó la democracia, pero el poeta no regresó. En 2007 salió de la imprenta su última obra, Mundar, y a pesar de su longevidad no ha dejado de escribir. Habla de “obsesión” para explicar su apego a los versos, y confiesa que los poemas nunca se le acaban. “No hay palabras gastadas, la poesía es lo que no se puede nombrar”, aventura. Por eso los temas que aún le atormentan -la infancia, el amor, el exilio o la revolución-lo convierten, dice, no en el Dios Poeta de Huidobro, sino “en un mendigo que persigue una magia que no se le da”.

Miguel Hernández: Poeta antes que soldado

Homenaje. El compromiso poético e íntimo del alicantino es reivindicado por los autores actuales frente a su imagen de militante

Miguel Hernández. – PAULA CORROTO

PAULA CORROTO – Público – 16/04/2010 08:30

En varias cárceles españolas volverán a escucharse hoy los versos de Miguel Hernández. Penales como el de Herrera de la Mancha (Ciudad Real) y Córdoba han organizado sendos actos para rendir homenaje al poeta que pasó por varias prisiones por su defensa de la República y su militancia comunista, y que finalmente murió en una de ellas, en la de Alicante, en el año 1942. Será la ocasión también para volver a oír una lírica y una poesía en la que mostró “su humanidad y su ternura, y una gran musicalidad poética”, como recuerda el poeta colombiano William Ospina.

Sin obviar, por supuesto, Las nanas de la cebolla, que el poeta escribió en la prisión madrileña de Torrijos (en la actual calle Conde de Peñalver) y de El rayo que no cesa y Viento del pueblo, los dos poemarios en los que fajó su compromiso con la causa republicana.

Estos homenajes no serán como el que se celebró en 1960 en la cárcel de Burgos. Allí se encontraba preso el también poeta y militante comunista Marcos Ana (Salamanca, 1920), que participará hoy en el tributo en Córdoba. Aquellos eran otros tiempos. Plena dictadura franquista. Ana lo rememora hoy para Público como un acto de “alto riesgo”. “Se celebraba el 50 aniversario de su nacimiento e hicimos un recital llamado Sino sangriento. Los presos estábamos sentados y había guardias por todas partes”, comenta, mientras muestra una de las hojas llenas de poemas escritos para la ocasión.

Es un papel minúsculo en el que apenas se distinguen las palabras. “Lo saqué de la cárcel metido en un tubo de pasta de dientes”, dice con orgullo, con una sonrisa.

Miguel Hernández había sido sepultado por el régimen. Versos como “Tristes armas si no son las palabras, tristes, tristes” no gustaban a los nuevos jerifaltes. Preferían quedarse con su poesía primera. Poemas como la Elegía a Ramón Sijé, un amigo, pero también notable falangista de su pueblo Orihuela. O con sus versos eclesiásticos, aquellos que escribió cuando era un joven que tenía que peregrinar a la Iglesia si quería que sus poemas fueran publicados.

La visión ética de la poesía

La dictadura no admitió la evolución que hizo aquel chico que, de pastorear con las cabras y esconderse entre sotanas pasó a convertirse en uno de los símbolos republicanos. Una evolución que también dio su poesía pocos años antes del estallido de la Guerra Civil. Una transición, realizada entre 1933 y 1936, que estos días se recuerda en la Universidad de Córdoba dentro del seminario Miguel Hernández. Cien años después. El hombre, el escritor, el mito y que dirige el escritor Agustín Sánchez Vidal.

En esa época, el poeta pasa de los corsés formales de las estrofas neogongorinas y el áurea del catolicismo a una poesía más intimista, en la que tiene como punta de lanza al ser humano.

Agustín Sánchez Vidal cree en este sentido que hoy no urge tanto reivindicar su faceta de activista político y se puede reclamar su importancia poética “de una manera más sosegada”, que permita “recorrer todos los poetas” que se encerraron en la persona de Miguel Hernández.

Su voz comprometida iba además más allá de la propaganda. “Miguel Hernández habla mucho de la mujer, del hijo”, señala Marcos Ana, quien reconoce en este sentido la influencia que tuvieron en el alicantino los poetas de la generación del 27, especialmente Vicente Aleixandre y Pablo Neruda. “Aleixandre fue quien más le abrió las puertas cuando llegó a Madrid para intentar hacerse un sitio en la poesía”, reconoce.

Precisamente, en los balcones de las calles cordobesas, se pueden leer ejemplos de esta poesía humanista en versos como “apagado va el hombre sin luz de mujer” o “Sonreidme que voy a donde estáis vosotros”.

“Él cambió la poesía propagandística. En él hay un proyecto ético. Y él fue sin duda el que otros poetas como Gabriel Celaya escribieran aquello de que la poesía es un arma cargada de futuro”, reconoce la escritora Marta Sanz.

Este compromiso ético, más allá del político y labrado en los años que precedieron a la Guerra Civil, está calando también en la nueva generación de poetas jóvenes. Como mantiene Sanz, “en los últimos años, es cierto, que el compromiso ha estado más en el lenguaje que en la realidad, pero eso es algo que ya está cambiando. Ya no hay tanta endoliteratura, ni tanto mirarse el ombligo”.

Un poeta estético

Los poetas emergentes lo reconocen. Hay cierto rechazo hacia la simplista imagen mítica del poeta con el fusil. José Luis Rey (Córdoba, 1973), ganador del premio Loewe de poesía en 2009 con Barroco, ve en Miguel Hernández “un valor ético y estético. En mi adolescencia fueron muy importantes los recursos retóricos que utiliza. Creo que es muy interesante su esteticismo, más allá del símbolo que tenemos hoy del poeta militante”

Marcos Cantelli (Asturias, 1974), autor de poemarios como Su sombrío (DVD Ediciones, 2005), se queda con la música del poeta. Es lo primero que le llamó la atención cuando comenzó a leerlo, también en la adolescencia. “Me gusta mucho la ternura que traslada al lenguaje, y la humanidad, que está muy presente”.

En el homenaje que se le rendirá hoy en la prisión de Córdoba, aparte de los versos más conocidos de su lucha en el frente, se leerán poemas de Cancionero y romancero de ausencias, que es quizá su producción más intimista. En este acto también participará William Ospina, quien insiste en la idea de superar la imagen del poeta: “Es cierto que hay una entonación militante y que Miguel Hernández defendió con su poesía un sistema, pero no podemos olvidar que fue más un combatiente de la humanidad que de una causa política”.

Curiosamente, el Cancionero fue también su último poemario, con el que culmina su transición desde la poesía neogongorina. Precisamente para Agustín Sánchez Vidal, este hecho supone una paradoja, ya que el alicantino se quedó tras su muerte con la imagen del mito que tuvo el oficio de poeta. “Por eso vamos a volver a recitar sus versos, para que se recuerde su genio poético y que no vuelva a estar sepultado”, cierra Marcos Ana.

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“Su genio fue no convertir la poesía en un panfleto”

Los primeros poetas de la Democracia

Nacidos en los ochenta, reivindican unos versos de fusión íntima que huyan de la militancia

Erika Martínez, Pablo López, Laura Rosal, Alba González, Cristian Alcáraz. – J. GÓMEZ

PAULA CORROTO – Público – 19/04/2010 01:00

Pertenecen a la generación que creció con la serie de dibujos animados Bola de dragón, pero en sus poemas no hay ni Gokus ni Krilines. Tampoco Oliver ni Benjies.

Pablo López, Erika Martínez, Alba González, Cristian Alcaraz y Laura Rosal, nacidos entre 1979 y 1990, y con su primer poemario recién salido de la imprenta, están bastante alejados de las referencias nostálgicas con las que quiere enganchar la publicidad. También del debate entre poesía de la experiencia o individualista. Compromiso político o interés por los aspectos formales y por la literatura. Tradición o modernidad. Verso libre o corsé estrófico. “Nosotros hacemos fusión. Somos una generación que ha perdido el miedo a hacer lo que le gusta”, resume Erika Martínez.

Esta semana han participado en los talleres del festival Cosmopoética de Córdoba. Son los poetas emergentes. Escriben porque leen, para pensar, porque es más fácil que no hacerlo, para relacionarse consigo mismos. Son frescos, críticos, pero sin romper con las generaciones más inmediatas. Al contrario, se consideran deudores de los poetas nacidos en la década de los setenta (Carlos Pardo, Mercedes Cebrián, Abraham Gragera, Agustín Fernández Mallo, entre ellos), los primeros que llevaron a su poesía los fenómenos de la globalización, las nuevas tecnologías y una nueva reflexión sobre la definición del ciudadano en torno al consumo, según teoriza Martín Rodríguez-Gaona en Mejorando lo presente. Poesía española última (Caballo de Troya). “Nosotros nos estamos aprovechando de sus hallazgos”, señala Pablo, que también ve como una influencia a poetas norteamericanos como John Ashbery.

Sin embargo, tampoco sienten temor a mirar hacia más atrás para reinterpretar a grupos poéticos como el del 27. “La Guerra Civil supuso un corte sobre la percepción de aquella época. Creo que tenemos cosas que descubrir, sobre todo de la obra que hicieron las mujeres aquellos años. Y a nivel poético hay tradiciones que recuperar”, señala Alba, que trabaja en una tesis sobre las mujeres ensayistas del XIX. No son rupturistas absolutos.

Los nacidos en los ochenta quieren saber cuál es nuestra historia, de dónde venimos. Se preocupan por los problemas sociales violencia de género, pero no desde una militancia poética. “Nosotros trabajamos más la Historia de forma simbólica. No hay un discurso explícito”, apostilla Erika. “Son problemas que nos interesan, pero desde el individuo”, afirma Pablo. Lo suyo es una poesía más íntima. En algunos casos como el de Cristian Alcaraz (Málaga, 1990), personalísima. Su poemario Turismo de interior trasluce una fresca iniciación en el sexo homosexual. “Creo que he sido muy sincero. Posiblemente mis próximos poemas no me muestren tanto a mí”, aclara.

Cinismo y pesimismo

El topicazo de ser la primera generación nacida en democracia les ha acompañado siempre. Sin embargo, no creen que las cosas vayan a mejor. Eso sí, sus acciones basculan entre el cinismo, el pesimismo y la necesidad de no callarse. “Creo que no va a haber grandes transformaciones. Y no creo para nada en el progreso”, dice Erika. “Ya, pero el pesimismo no nos hace avanzar”, contrarresta Alba. “Lo que sí que ha desaparecido es el concepto de revolución”, cuestiona Pablo en un pequeño rifirrafe durante la conversación.

¿Y qué opinan de los soportes electrónicos? Ellos fueron los primeros en crecer con un ordenador (a pesar de no existir Internet ni los móviles), pero aún recuerdan los trabajos escritos a mano y alguno, como Alba, prefiere el bolígrafo a la tecla. También se muestran asombrados ante los análisis sobre las redes sociales o Google. “Como estamos en Face-book ya se dice que cambia el contenido de los poemas. Yo creo que no tanto. Eso sí, a mi, Googlebooks me salvó la vida en la tesis”, reconoce Erika.

Ahora esperan que llegue el e-book, aunque sin prisas. Son de una generación que todavía creció con el papel. Son un grupo mixto. Los primeros poetas nacidos en democracia. Quizá todavía en transición.

Conferencias sobre memoria

Mañana (el martes 20 de abril) sigue el seminario interdisciplinario “History, Memory, Politics” organizada por el Helsinki Collegium for Advanced Studies:

Finnish historical memory
April 20, Tuesday, 16.00 – 18.00

Helsinki Collegium for Advanced Studies, Fabianinkatu 24, seminar room (1st floor to the right)

16.00 – 16.30 – Sirkka Ahonen, Social Memory as an Ethical Project: The Case of the Finnish Civil War 1918
16.30 – 17.00 – Seppo Hentilä, Politics of Memory: The Finnish-German Brotherhood of Arms, 1940-1944
17.00 – 18.00 – Discussion

Sirkka Ahonen is Professor emerita of History and Social Sciences Education at the University of Helsinki. In 2006–2008 she worked as a teacher of history at the United World College in Mostar (Bosnia and Herzegovina). Her research work covers the domains of history education, historical identity, school politics and history of educational sciences. She is the author of The form of historical knowledge and the adolescent conception of it (1990, dissertation, in Finnish); Clio Sans Uniform. A Study of the Post‑Marxist Transformation of the History Curricula in East Germany and Estonia 1986‑1991 (1992); A No-History Generation. The Reception of History and the Construction of Historical Identity by Young People in the 1990s (1998, in Finnish); Common School – Equality or Uniformity? Equal Educational Opportunity in Finland from Snellman to today (2003, in Finnish). She participated in international research and development projects in the fields of historical consciousness, history education in post-conflict societies and school politics. Her current research deals with the uses of history in post-conflict societies.

Seppo Hentilä is Professor and Chair of Political History at the University of Helsinki. His main research interests include politics of history, political uses of history and the post-War German history. Recently, he has established a research team to examine the disputed political culture of Finland in 1970s (so-called “Finlandization”). His recent publications in German and English include “Treibholz oder Stromschnellenboot? Zur finnischen Erinnerungskultur während des Kalten Krieges”, Vergangenheitspolitik und Erinnerungskultur im Schatten des Zweiten Weltkrieges. Deutschland und Skandinavien seit 1945, ed. R. Bohn, Chr. Cornelissen, K. Chr. Lammers (Essen: Klartext, 2008); “Finland and the two German States: Finland’s German Policy in the Framework of European Détente”, Eastern and Western Europe in the Cod War, 1965-75, ed. W. Loth, G.-H. Soutou (London: Routldedge, 2008); “Maintaining Neutrality between the Two German States: Finland and Divided Germany until 1973”, Contemporary European History 15/4 (2006).

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El miércoles día 12 de mayo dos profesores visitantes, invitados por el área de Literatura general, darán una conferencia en la Universidad de Helsinki (edificio principal, sala 14). A las 13.15 la profesora Irene Kacandes (Dartmouth College) hablará sobre tema de Traumatic Memory in Familial and Cultural Contexts y a las 14.30 el profesor Philippe Carrard (Dartmouth College) dará su conferencia titulado From Life to Text: Toward a Poetics of the Memoir“.

Justiciero sin causa

CECILIA DREYMÜLLER El País – 17/04/2010

“La historia, tal como se ha conservado en la memoria colectiva, se asemeja poco a lo que en realidad han vivido las personas”, escribió Milan Kundera tras su lectura de El cuarto oscuro de Damocles. Y es un capítulo bastante oscuro de la historia lo que Willen Frederik Hermans, el gran maestro de la narrativa holandesa, somete a revisión en esta su más célebre novela: la resistencia holandesa contra la ocupación nazi en la Segunda Guerra Mundial. Causó un escándalo mayúsculo en los Países Bajos al publicarse en 1958, ya que enfoca precisamente la turbiedad, la contradicción y la inconsistencia de los actos humanos, aunque sirvan a las causas más nobles. Vibrante como un thriller, con una pasmosa economía narrativa y tres mil fascinantes giros argumentales cuenta El cuarto oscuro de Damocles cómo un día de verano de 1940 entra un sujeto con uniforme del Ejército holandés en el estanco del joven Henri Osewoudt, y le pide un favor. Osewoudt, asombrado por el parecido del extraño con él, no entiende nada, pero enseguida está dispuesto a cumplir con el encargo, pues se supone partícipe de una trama clandestina y está ansioso por servir a su patria. A partir de ese momento la vida del tibio, barbilampiño estanquero se convierte en una trepidante sucesión de misiones en las que engañará, asesinará, será capturado por los alemanes, escapará y protagonizará una sangrienta fuga hacia las líneas aliadas. Pero en el cuartel general inglés no recibe una condecoración, como había esperado, sino que es encarcelado y acusado de colaboracionismo. La prolija novelística sobre la resistencia contra el régimen nazi ha recreado a todo tipo de personajes: al valeroso, al traidor, al oportunista, al cobarde. Hermans cuestiona estos estereotipos con su protagonista, pues él los une a todos en su sumamente ambigua persona. Y sumamente ambiguas y confusas son también las circunstancias en las que siente la vocación de héroe. En este sentido, El cuarto oscuro de Damocles no sólo es una novela de relevancia universal, sino actualísima. Y en España, de muy aprovechable lectura para cualquier reflexión sobre el tema de la memoria histórica.

El éxito del boca a boca

AMELIA CASTILLA El País – 17/04/2010

María Dueñas copa las listas de ventas con su primera novela mientras prepara otra sobre los campus universitarios

María Dueñas todavía conserva, guardado en un cajón, todo el material que usó para documentar El tiempo entre costuras.– PABLO SÁNCHEZ DEL VALLE

Lleva vendidas 220.000 copias de El tiempo entre costuras, su primera novela, pero María Dueñas (Puertollano, 1964) no acaba de acostumbrarse del todo a la fama. “En casa me dicen que tengo más ferias que la mujer barbuda”, cuenta, distendida, en su domicilio de Cartagena y a punto de emprender un viaje familiar con motivo de la Semana Santa. En la habitación, que utilizó durante años como su despacho y que ahora han ocupado sus hijos adolescentes, todavía conserva, en un cajón, parte de la documentación que usó para recrear el Tánger de los años treinta, una sociedad cosmopolita y tolerante en la que medraban representantes del nuevo régimen como Serrano Suñer. Ahí mismo, junto a la ventana y un pequeño ramo de flores frescas, Dueñas convirtió a Sira Quiroga, una modistilla timorata, en espía al servicio de los ingleses, con base en un taller de costura en el Madrid de la posguerra, frecuentado por las esposas de altos cargos nazis. El tiempo entre costuras (Temas de Hoy) se ajusta perfectamente al modelo de éxito del boca a boca. El libro lleva más de un año en el mercado y ya se ha impreso la quinta edición. Durante un par de años, Dueñas compaginó la escritura de las casi 600 páginas de la novela con las clases en la Facultad de Filología Inglesa de Murcia. “La metodología universitaria me ha ayudado mucho a la hora de redactar la novela”, explica. Empezó investigando el fascinante personaje de Rosalinda Powel Fox y su amante Juan Luis Beigbeder, alto comisario en Marruecos y ministro en el primer Gobierno de Franco tras la Guerra Civil, pero cuando ya tenía avanzada una buena parte de la historia, con toda la carga costumbrista de una época, decidió dar “un giro radical y buscar un narrador que le sirviera para mirar a la pareja y hablar de ellos”. Así nació Sira Quiroga, una joven con buenos dedos para coser, un oficio del que su madre literaria no conoce más allá de poner un botón o arreglar un dobladillo. El final queda abierto a una segunda parte de la historia, pero Dueñas, de momento, ha desechado la idea de continuar las aventuras de su heroína porque dejó a los protagonistas en “un momento histórico muy aburrido literariamente: a punto de concluir la Segunda Guerra Mundial”. Con la intensa promoción que reclama convertirse en un superventas, Dueñas apenas saca tiempo para concentrarse en su próxima obra, una historia sobre los campus universitarios, enmarcada en las relaciones de Estados Unidos con Franco y en la que mezclará hechos históricos con personajes ficticios.

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El blog dedicado a Tiempo entre costuras

“Es obsceno y ampara el adulterio”

Cursis, ‘snobs’, rojos, puercos o malos escritores – Así describen los informes de los censores en las dos últimas décadas de la dictadura a los grandes autores españoles

DANIEL VERDÚ – Madrid – 18/04/2010

El informe de Fiestas.- ANTONIO GABRIEL

Poetas malos, cursis y snobs. Escritores resentidos que leían y veían marranadas cuando salían al extranjero a puerquear con mujeres fáciles. Rojos. Pseudointelectuales. Esquizofrénicos que escupían alusiones vejatorias a la cruzada en la guerra de liberación. De entre todos ellos, de entre ese hatajo de perdedores, quien más quien menos tiene hoy el Premio Nacional de las Letras o el Cervantes. Autores como Juan Marsé, Francisco Ayala, Antonio Gamoneda o Jaime Gil de Biedma soportaron el lápiz censor de un ejército de lectores a los que nadie conocía -muchos curas y ex militares- que firmaban con un cobarde número para prohibir o ridiculizar sus obras. Porque así era, literalmente, como el régimen les describía a ellos y a sus textos.

Hoy, todos esos informes permanecen en el Archivo General de la Administración de Alcalá de Henares (el tercero más grande del mundo). Un enorme edificio en cuyos 200 kilómetros de estanterías descansan muchos de los secretos de la dictadura. EL PAÍS ha tenido acceso a los papeles que contienen el intento de cortocircuitar la explosión literaria de la España de los 20 últimos años del franquismo. Sacados de contexto pueden sonar hasta graciosos.

“Los de siempre es domingo, boîtes, planes, clubs, meretrices, infidelidades, queja y crítica de todo. La novela tiene bastante bilis política. El autor parece ser de aquellos pseudointelectuales que cuando salen al extranjero leen y ven marranadas y puerquean con mujeres fáciles”. Pese a la fina reseña que realizó Don 29, el censor señaló sólo 22 páginas donde había que realizar tachaduras y autorizó la edición en 1962 de Esta cara de la luna, de Juan Marsé.

Un poco más le costó al autor catalán publicar Últimas tardes con Teresa. Cuando se la denegaron, se citó con Carlos Robles Piquer, entonces director general de Cultura Popular y Espectáculos para tratar de convencerle. “Me recibió y fue muy gentil. Me dijo que quitara algunas palabrejas y lo del ‘bigotillo con aire de alférez provisonal’ de uno de los personajes. Eso lo dejé y, al final, salió”, explica por teléfono el último premio Cervantes. Más adelante, con Si te dicen que caí, no tuvo tanta suerte. “De la Cierva [el siguiente responsable del área] jugó conmigo a que hacía lo imposible para que se publicara. Luego supe que en realidad no hizo gran cosa, porque no había mucho que hacer. Me dijo que había estado encima de la mesa de un Consejo de Ministros, se puso como ejemplo de lo que había que vigilar”, recuerda Marsé.

Soplaban vientos de aperturismo. El régimen jugaba a la tolerancia, y con la “ley Fraga”, muchos editores empezaron a publicar las obras sin pasar por consulta. Arriesgarse era menos arriesgado. “Con el secuestro de varios libros habíamos sufrido un perjuicio económico enorme. Pero con la política de hechos consumados se podían publicar títulos más incómodos. Si los secuestraban, salía la noticia en la prensa, y la imagen aperturista del régimen quedaba dañada en el extranjero”, recuerda el editor y dueño de Anagrama, Jorge Herralde que, pese a todo, fue procesado, condenado y luego indultado por el libro Los tupamaros.

Paradójicamente, algunos libros de Anagrama poco acordes con el régimen, como Estrategia judicial en los procesos políticos, de Jaques M. Vergès, que defendía el papel del acusado como acusador del tribunal y que coincidió escandalosamente con el Proceso de Burgos, no tuvieron ningún problema. Cosas de la caprichosa y torpe censura.

Lo de los hechos consumados no funcionaba con algunos autores. Al amigo de Marsé, el poeta Jaime Gil de Biedma, no le podían ni ver. “El autor, poeta cursi y snob, cuenta cómo regresó de Manila con una tuberculosis incipiente, y los tres meses que pasó en La Nava haciendo reposo para curarse. Como se ve, tema interesantísimo. El libro es anodino, vacío y sin interés, con ninguna religión, casi ninguna política y una grosería inigualable en la cuestión de sexo. Estas porquerías están proliferando tanto en la literatura actual, que ya no llaman la atención ni siquiera en un libro que pretende ser espiritual”. Se indicaron las tachaduras correspondientes y se autorizó, ya en 1974, Diario de un artista seriamente enfermo.

Lo extraño es que a la misma censura, cinco años antes, cuando analizó la Colección particular del mismo autor, dijo de él: “Buen poeta y sobradamente conocido como firmante de manifiestos contra el régimen. Su poesía es francamente buena, romántica algunas veces pero con un deje de ironía. Influjos machadianos y becquerianos”. Pese a ello, claro, el libro tampoco pasó. El poeta escribió al censor para conocer los motivos de la prohibición, que lo denegó también en el “extrangero”, con g, y lo mantuvo secuestrado.

Porque esa opción era recurrente en autores vetados. Pero algunos, como Antonio Gamoneda, se negaban a hacerlo. Su libro Actos, luego titulado Blues castellano, tuvo que esperar a 1982 para ver la luz. Su informe, firmado por Don 29, decía esto del hoy premio Cervantes y premio Nacional de Poesía. “Libro de versos muy malos, de temática y métrica diversa. Sobre todos ellos camban un sentido de resentimiento y odio. Muchos de ellos aparecen con citas de Marx, Lefebvre y otros marxistas. La tónica general es demagógica. La obra carece de valor, pero hay poemas que pueden ser pasables”.

Gamoneda no quiso publicarlo mutilado ni llevarlo fuera de España. “Alguien, desde Canadá, me pidió el libro para publicarlo. No me interesó: si había censura, esta era un indicador de que el espacio natural del libro era precisamente España. Lo guardé y casi lo olvidé. Hoy está traducido al francés y al inglés”, explica el autor.

Otros, como la editorial Seix Barral, lo intentaron al revés y trataron de importar obras editadas fuera. Sucedió con La cabeza de cordero, de Francisco Ayala, como recuerda el censor. “Esta obra ya ha sido denegada […], también su importación. […] Suprimiendo esos párrafos y con mucha benevolencia, podría autorizarse. Aunque sigue siendo contraria al régimen español”. Del relato Un gallo cantó, decía: “Es obsceno y ampara el adulterio”. Quedó tachado.

Aunque pronto llegaría a su fin, la virulencia de la censura se acentuó en los últimos años -“en el 73 el régimen estaba en la recta final y se endureció en los últimos estertores”, explica Marsé, “hubo un breve sarampión liberal y democrático”, lo define Herralde-. En aquella época, el historiador Ricardo de la Cierva era el máximo responsable. “Mi padre fue quien eliminó la censura”, explica su hijo por teléfono, tras excusar que no se ponga porque está de viaje. Y pese a que eso no fue del todo así, sí se detecta en una de las cartas que mandó a la editorial Ariel una cierta intención de abrir las miras:

“Tengo la impresión de que si yo hubiera estado ahí cuando los Goytisolo empezaron a escribir, las cosas hubieran ido algo mejor para todos. Desde luego que el recuento de Luis y las señas de identidad de Juan Goytisolo no me parecen viables hoy por hoy. […] ¿No podríamos ir pensando en preparar una antología extensa de cada uno de ellos, en espera de que vaya madurando nuestro proceso de apertura? No se trata de echar balones fuera, sino de sopesar bien todas las posibilidades para que este delicado proceso no se nos venga abajo”. Pero el citado proceso sólo existió, y de golpe, cuando el dictador murió en su cama un año y ocho meses después.

“Entre el 63 y el 75 todo lo que escribí fue prohibido. Me acusaban de ser el aduanero que impedía que se publicase buena literatura en París. Porque todo lo que salía ahí era antifranquista”, recuerda Juan Goytisolo desde la capital francesa. Y así es como realmente se les había retratado a él y a su hermano por Fiestas, una de sus obras: “No se explica uno cómo estos autores, esos dos hermanos, tienen tanta aceptación en el extranjero”, rezaba la primera parte del informe.

Luego, a modo de pitoniso aficionado, ofrecía a sus superiores una modernizada versión de censura: “Con la apertura de criterios en los casos de estos mozalbetes se consigue un bien mayor al mal que se pueda evitar censurándolos. Hay que desenmascararlos ante el extrangero (de nuevo con g). No hacerles el juego. No darles pies a heroísmos y martirios. Olvidarlos, que se pudrirán solos. No tiene consistencia literaria. Condenémosles a la libertad, libertad vigilada. Es la sanción mayor que se les puede dar”. Pero la bendita condena no llegó tan rápido.

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“Condenados a la libertad vigilada”

– El libro Fiestas, de Juan Goytisolo, fue sometido a grandes tachaduras. Pero lo más interesante del informe está al final, cuando el censor considera que es mejor que se publique porque Juan y su hermano Luis son malos escritores. “Hay que desenmascararlos en el extrangero (con g). No darles pie a heroísmos y martirios. Olvidarlos, que se pudrirán solos. No tiene consistencia literaria. Condenémosles a la libertad, libertad vigilada”.

Auschwitz visto por una niña

Ana Novac sobrevivió al campo de concentración. Su diario, que se publica ahora en España, es una crónica desgarrada de la vida y la muerte contempladas por unos ojos de 14 años

ANA NOVAC El País – 18/04/2010

Algunos de los 600 niños supervivientes del campo de concentración de Auschwitz muestran los números de identificación tatuados en sus brazos, el día de su liberación.- Reuters

Nací en 1929, en Transilvania (Rumanía). A los once años me desperté siendo de nacionalidad húngara, sin haber cambiado de lugar, de calle y ni tan siquiera de camisa. A los catorce me deportaron a Auschwitz porque era judía. Cuando volví, en 1945, era otra vez ciudadana rumana. Así que me cuesta mucho especificar cuál es mi nacionalidad, salvo la que figura en mis sucesivos carnés de identidad: judía.

Igual que les sucedió a tantos, me metió de golpe la historia en situaciones que de hecho nunca pude asumir porque no las había escogido. Para empezar, nunca tuve la edad que ponía en mi documentación. Desde que tengo recuerdos, nunca me consideré ni una niña, ni una adulta, ni una vieja. Eso para mí eran convenciones. En cuanto a mi alma, fue siempre una entidad que oscilaba entre los cinco y los cien años… No sé a qué edad empecé a tomarme en serio lo de ser mortal. Supongo que fue a los once años, durante una enfermedad larga: debí de caer en la cuenta de que tenía que darme prisa en ser yo, en definirme antes de que fuera demasiado tarde (…).

Sucedió mientras pasaban lista. No salían las cuentas. Nos contaron unas diez veces. ¿Estuvimos esperando minutos, horas? (A lo mejor en el terror sólo hay siglos). La enana daba patadas en el suelo con los tacones altos: sola en medio de la plaza inmensa, se bamboleaba sin tregua como una campanilla exasperada.

Faltaba una.

La encontraron en uno de los barracones, dormida en su jergón. Con las manos detrás de la espalda, la enana empieza a dar vueltas alrededor de la desventurada, que, medio dormida aún, da también vueltas alrededor de ella. Por fin la polaca se detiene y hace una seña a Otto, un lagerkapo [ayudante del jefe del campo]. Y ahora es cuando se hace un completo silencio, como si miles de personas dejasen de respirar a un tiempo, y veo que la chica está perdida. Pero ella no se da cuenta. Mira a la contrahecha con algo que parece confianza, con cara de decir: pero si yo no tengo culpa de nada, sólo estaba durmiendo.

A Otto lo conozco de cuando pasan lista; es alemán y lo condenaron a once años de cárcel por schwerverbrecher {asesino} antes de la guerra. Un Goliat de pelo a cepillo, grueso, de tez rubicunda y salpicada de pecas (que le motean incluso las manazas). Le hace una seña a la chica, que se acerca, y le ordena que estire las manos. Ella obedece, dócil como en la escuela.

La fusta cae dos veces; lanza un gemido, pero sigue de pie.

-¡Desnúdate!

Las manos ensangrentadas intentan desabrochar la blusa blanca, pero no tienen suficiente fuerza. Otto se la arranca con sus propias manos. Se quita la chaqueta de cuero y la pone en el suelo tras haberla doblado con cuidado. Esa forma primorosa y sosegada de preparar el asesinato me trastorna más que todo cuanto viene a continuación.

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Aquellos hermosos días de mi juventud, de Ana Novac. Ediciones Destino. Precio: 17 euros.

Miguel Delibes

El escritor Miguel Delibes, premio Cervantes, posa en su casa de Valladolid ante un retrato suyo. -Miguel Gener

Os recomiendo que echéis un vistazo a las páginas que El País ha dedicado al escritor Miguel Delibes, que falleció el pasado 12 de marzo. Encontraréis mucha información sobre su vida y obra. En el marco de este curso, resultan especialmente interesantes sus novelas Cinco horas con Mario (1966) y Los santos inocentes (1981).

Tierra de la memoria

El último 24 de marzo, Carlos Gamerro participó en Leipzig junto con Laura Alcoba y Pablo Ramos de una mesa titulada “Los hijos de la memoria” –organizada por el comité para la participación argentina en la Feria de Frankfurt–, en la que se debatió acerca de la literatura escrita durante y después de la dictadura militar, relacionada con el período histórico y sus aspectos centrales en materia de memoria y derechos humanos. Este texto reconstruye esa presentación, incorporando reflexiones y conversaciones mantenidas entre los autores participantes (Tununa Mercado y Félix Bruzzone, además de los ya mencionados) y con el público presente.

Carlos Gamerro – Página 12 – Martes, 13 de abril de 2010

Como soy narrador, antes que ensayista o conferencista, voy a empezar hablando de tres descubrimientos que hice mientras trabajaba en algunas de mis novelas. Cuando estaba escribiendo Las Islas, que trata, entre otras cosas, de la Guerra de Malvinas, quise entrevistar a los soldados que habían participado en ella. En su ensayo Experiencia y pobreza, Walter Benjamin famosamente dijo que durante la Gran Guerra los hombres “volvían mudos del campo de batalla” y, agregaba, “no enriquecidos sino más pobres en cuanto a experiencia comunicable”. De eso que había pasado en las trincheras, los soldados que volvían no podían hablar, eso que habían vivido nunca había pasado antes. Jorge Luis Borges nos recuerda, una y otra vez, que el lenguaje, para comunicar, requiere de experiencias compartidas. Palabras como “rojo”, “verde” o “violeta” nada pueden decirle a un ciego de nacimiento; ciegos también, y sordos, eran los oyentes de los soldados que volvían de las trincheras, educados por tres milenios de literatura épica y relatos orales a concebir la guerra como el terreno privilegiado donde se desplegaban valores como el honor, la gloria o la hombría. Mi descubrimiento personal fue que los soldados volvían de Malvinas no mudos sino lacónicos. Me miraban como si supieran de antemano que yo no iba a entender, que las mismas palabras significarían, para nosotros, cosas diferentes. Entre ellos, en cambio, se entendían perfectamente. Cada palabra que usaban, como “frío”, “pozo de zorro”, “balas trazadoras”, “bombardeo naval”, desbordaba de paisajes, situaciones y vivencias definidas y precisas, infinitamente ricas y sugerentes, aterradoras, intolerablemente vívidas. Uno de ellos las pronunciaba; los otros asentían, generalmente mudos. Para hablar conmigo, todas las palabras parecían insuficientes; para comunicarse entre ellos, las palabras eran casi innecesarias: lo mismo valían los silencios y los gestos.

Yo me había acercado a ellos con timidez, casi con vergüenza. ¿Cómo iba a escribir yo, que no había estado en la guerra, desde el punto de vista de un ex combatiente? ¿No estaban ellos, los que habían estado, mucho más capacitados para hacerlo? Pero estos encuentros que tuve con los ex combatientes paradójicamente sirvieron para infundirme confianza. Tuve una intuición en ese momento. Sentí: ellos no necesitan hacer real esa experiencia mediante el lenguaje. Yo, que no estuve allí, yo, el que nada ve y el que nada siente ante esas pobres palabras en que destila todo lo que vieron y vivieron, me veo obligado a construir esa experiencia con las palabras; debo hacerla verdadera para mí, primero, y si lo logro, hay una buena probabilidad de que logre hacerla verdadera para mis lectores; y quizá, quién sabe, verdadera, de modos nuevos, incluso para ellos, los que estuvieron. Ese fue mi primer descubrimiento, obvio tal vez, pero una de esas verdades que sólo valen si uno las descubre por su cuenta: que la pobreza de la experiencia puede ser suplida por la riqueza de la imaginación y, sobre todo, por el trabajo de la escritura, que no siempre el que ha tenido la experiencia será el que mejor la cuente.

Se cuenta, entonces, una experiencia que no es enteramente propia; pero para tener la urgencia de contarla –y sin esta urgencia no hay literatura posible– tampoco debe ser completamente ajena. ¿Por qué quería yo contar la Guerra de Malvinas? Hasta donde alcanzo a ver, mis motivaciones personales no eran ningún misterio. Soy clase ’62, la clase que fue a Malvinas. No fui a Malvinas. Malvinas, en ese sentido, me dejó la sensación de una vida, quizá también una muerte, paralela, fantasmal (la mía, si me hubiera tocado ir a la guerra). La ficción no sólo existe en la literatura, existe en cada uno de nosotros, en esas otras vidas posibles que se desarrollan paralelamente a la que nos tocó, o elegimos. Ese fue mi segundo descubrimiento: que la literatura puede ser autobiográfica en negativo: la historia no de lo que nos pasó sino de lo que nos pudo haber pasado.

Cuando mis novelas ya fueron varias, y mi afición a tratar en ellas el pasado reciente una rutina, un lector se acercó a preguntarme: “¿Y? ¿Para cuándo la novela del corralito?”. Me hice la pregunta a mí mismo. La época sin duda me había marcado, como a la mayoría de nosotros. Viví cada una de las angustias de ese tiempo, mis padres perdieron sus ahorros, yo perdí mi casa. Y, sin embargo, es algo que no caló con la profundidad necesaria: me lastimó la piel, me magulló los músculos, pero no se revolvía en mis tripas, ni se me alojaba en la médula de los huesos. La escritura necesita de raíces más profundas. Se nutre sobre todo de lo que no logramos percibir o entender en su momento; por eso éstas se hunden tantas veces en la adolescencia, la infancia temprana, e incluso la época anterior a nuestro nacimiento; luego, esas vivencias que nos convierten en otro, que nos cambian para siempre. Este fue mi tercer descubrimiento: hay experiencias que nos afectan, y experiencias que son la materia misma de la que estamos hechos. Estas últimas son el más poderoso motor de la escritura.

La literatura argentina sobre la dictadura pasó por cuatro etapas, etapas más lógicas que cronológicas. La primera (que por excesivo énfasis en el tema de la memoria de la dictadura obvié en mi presentación en Berlín, omisión que me ayudó a remediar Sergio Chejfec, presente entre el público) fue la literatura producida durante la dictadura, cuando cualquier revelación sobre lo que estaba sucediendo sería no sólo censurada sino castigada con la muerte. Las estrategias habituales para eludir la censura: la elipsis, el desplazamiento, la alegoría más o menos evidente, se extremaron en esta situación de censura de muerte. Ejemplar en este sentido es Respiración artificial de Ricardo Piglia (1980), novela tan críptica e inteligente que estaba garantizado que los militares no podrían entenderla, y en la cual la desaparición forzada de las personas, ya que no podía decirse, se realiza haciendo desaparecer a un personaje del texto de la novela. La literatura del período necesariamente debe haber tenido una elaboración diferente en los escritores que vivían en el exilio (obligado o voluntario) y publicaban en el extranjero. Pero en Nadie nada nunca (1980) de Juan José Saer o en Cuarteles de invierno (1982) de Osvaldo Soriano también se optó por versiones más o menos indirectas o metafóricas: como señaló Laura Alcoba, los exiliados, por solidaridad mimética, podrían haber limitado su propia libertad de expresión a imagen y semejanza de los que se habían quedado en situación de riesgo.

La etapa siguiente estuvo marcada por la producción discursiva de los participantes directos: militantes y sobrevivientes de los campos de concentración de la dictadura. La forma privilegiada fue el testimonio: lo sucedido en aquellos años había sido escamoteado, negado, borrado, desaparecido; era esencial rescatar la historia, oponer la verdad a las ficciones de la dictadura. En lo discursivo, recordemos, la dictadura y el periodismo cómplice fueron sobre todo creadores de ficciones: estábamos librando la tercera guerra mundial contra el comunismo, los desaparecidos estaban vivos en Europa, estábamos ganando día a día la Guerra de Malvinas. Frente a las ficciones del poder, la literatura se vio obligada a ocupar el lugar de la mera verdad: la imaginación era innecesaria, casi irreverente. El Nunca Más fue el texto fundamental del período: un informe, cuyo fin principal era el de establecer la verdad de los hechos, pero también una colección de relatos, que funda un género discursivo: el Decamerón o Las mil y una noches de los años oscuros. En esta etapa aparecen también novelas que oscilan entre la ficción y el testimonio, como Recuerdo de la muerte de Miguel Bonasso (1984), y ese otro Decamerón, ahora de los años de la militancia, que es La voluntad de Martín Caparrós y Eduardo Anguita (1997-1998). Posteriores, pero asimilables en algunos aspectos a la producción de esta etapa, fueron Villa de Luis Gusman (1995) y El fin de la historia de Liliana Heker (1996), novelas en las cuales la novedad está en haberles dado voz y adoptar el punto de vista de los victimarios –como el médico que trabaja para López Rega en la novela de Gusman–, o de una militante que pasa a colaborar con la represión, como en la de Heker.

Paralelamente empieza a elaborarse la literatura de los que podríamos llamar los testigos, aunque quizá les convenga mejor la palabra inglesa bystanders, que designa al testigo-observador más que al testigo–participante; niños o como mucho adolescentes cuando aquel fatídico 24 de marzo de 1976, demasiado jóvenes para la militancia y mucho más para la guerrilla; testigos a veces directos, como Laura Alcoba en La casa de los conejos (2008), novela que narra, desde la perspectiva de una nena de siete años, la vida cotidiana en una casa operativa de Montoneros; a veces meramente testigos de los silencios, las verdades a medias, o directamente las mentiras que nuestros mayores nos impartían. En esta etapa regresa la mirada indirecta, los testimonios sesgados y refractados de la primera, pero ahora no por necesidad práctica sino por elección estética, como la más adecuada a la naturaleza incompleta, bloqueada, turbia de la experiencia: como en las novelas Dos veces junio (2002) y Ciencias morales (2007) de Martín Kohan, con su énfasis en las actitudes de los que, como un colimba o una preceptora de escuela, habitan rincones remotos del aparato represivo, o La ley de la ferocidad de Pablo Ramos (2007), en la cual la violencia exterior es referida, metafórica o más bien metonímicamente –porque no se trata de un juego de analogías sino de contagios mutuos–, por la cadena de violencia familiar, y donde el orden moral se trastrueca cuando el hijo sometido a la violencia del padre se regodea de que éste, preso por la dictadura, deba “sentir en carne propia la ferocidad interminable de un sistema invencible”.

Y por último –por ahora– llegó la literatura de los que no tienen recuerdo personal alguno; que saben porque escucharon las historias familiares, o leyeron, o investigaron, o imaginaron lo sucedido. Albertina Carri en la película Los rubios (2003) o Félix Bruzzone con 76 (2007) y Los topos (2008). Los caminos parecen dividirse: en algunos casos, el de un furor investigativo, de llegar a la verdad, reponer lo elidido o desaparecido de la memoria o los relatos familiares y sociales. Pero esta investigación no logra a veces más que hacer presente la ausencia, como sucede en el documental-ficción de Carri. Otras veces, la imaginación se sacude todo imperativo de verdad y rellena y aun desborda los huecos de la historia, que parece ser la estrategia de Los topos.

Suele decirse que para entender un período histórico, sobre todo si es traumático, se necesita dejar pasar el tiempo, a veces una o dos generaciones (o tres o cuatro, subirán la apuesta los interesados en que nunca suceda). Pero el tiempo no pasa solo, hay que hacerlo pasar: no es tiempo de espera sino de trabajo incesante. La distancia no se crea con silencio sino a fuerza de escritura. Si se dejan pasar treinta años a la espera de ese momento adecuado, estaremos, treinta años después, todavía al comienzo. Cada escritor se apoya en lo que han hecho los anteriores; porque lo han hecho, puede pasarse a una segunda etapa, o a una tercera. En este proceso inciden todas las prácticas de la sociedad, no sólo la literatura. No importa cuánto tiempo ha pasado, lo que importa es lo que ha pasado en ese tiempo. En la Argentina, en los últimos 34 años desde el golpe, se realizaron los Juicios contra las Juntas, que continúan ahora con los otros responsables; se reivindicó y reparó, en la medida de lo posible, a las víctimas, se restableció la identidad a muchos cuerpos, se recuperaron muchos chicos arrebatados a sus familias. Si no hubiera sucedido todo eso, la literatura seguiría atada a las funciones más básicas del testimonio y la denuncia. El discurso de los derechos humanos, por su vinculación necesaria con la Justicia, es, necesariamente, un discurso de verdad; la literatura no lo es, no necesariamente, y puede, si no oponerse, hacer otra cosa. Cualquier cosa, como dijo Beatriz Sarlo a propósito de Los topos, novela cuya deriva, más que decurso, lleva al protagonista, hijo de desaparecidos, desde una vinculación a regañadientes con la agrupación H.I.J.O.S. hacia planes de venganza personal que lo impulsan a convertirse en travesti y, eventualmente, a convivir en cálida felicidad conyugal con el Alemán, un sádico-tierno, amante-torturador de travestis quizá vinculado con la dictadura. El protagonista, cuyo padre le fue señalado por la propia familia como topo (doble agente), se convierte a su vez en otro topo-traidor que intenta desmarcarse de lo que los discursos oficiales le impondrían, y a quitarle a la palabra H.I.J.O.S. las mayúsculas y los puntos.

Los discursos de la ficción adquieren, en la obra de estos autores, máxima independencia de discursos como los de la militancia o los de los derechos humanos, que pueden considerarse solidarios, pero no por eso rectores. No es que la literatura esté por encima, ni que se constituya en discurso soberano (en todo caso estará al costado, en un lugar marginal, o menor). Esta independencia respecto de los discursos de verdad va de la mano con otra: la independencia de los discursos de la experiencia y los de la memoria, subsidiarios de aquélla. Y no nos parece adecuada esta etiqueta de “hijos de la memoria”: contra la visión necesariamente maniquea del discurso de los derechos humanos, que opone la necesidad de la memoria al discurso del olvido interesado, la construcción de una memoria en los discursos de ficción parte de la comprobación de que el olvido, lejos de ser el opuesto de la memoria, es su componente creativo; que la memoria no es igual al registro del pasado sino una versión de éste, siempre cambiante, urdida en función de las necesidades del presente, la más acuciante de las cuales es la de la construcción de la identidad. No hay –lo señala Beatriz Sarlo en su Tiempo pasado– diferencia fundamental entre la construcción de la memoria por parte de los protagonistas, de los testigos, de los que no tienen experiencia directa para recordar: cada memoria personal es un constructo hecho de recuerdos personales, relatos oídos, los discursos de la historia y los medios masivos, sólo que en la obra de estos últimos autores esto se vuelve más evidente que nunca antes. En contra del sentido común, que nos dice que son los protagonistas, o los testigos, los más indicados para recordar y contar la historia, ellos indagan de manera absolutamente novedosa y potente en una época que no vivieron, pero que los gestó en su vientre; tienen pleno derecho a hacer lo que quieren con ella, porque ella los hizo; la mudez no es problema para ellos, porque no están volviendo del campo de batalla: en él nacieron.